Hace muchos años, el teórico de arte latinoamericano Juan Acha, enseñaba la comprensión del arte en la figura de un triángulo en cuyos tres vértices se ubicaban el producto, la distribución y su consumo.

El arte, planteado como un sistema relacional, ciertamente; una aproximación de fuerte raigambre estructural, por supuesto. Cada lado, entonces, estaba fuertemente vinculado con el otro; pero no solo eso: como la propia noción de estructura, se establecía un sistema de dependencias. Así, por ejemplo, la modificación de la distribución alteraba el consumo, lo que llegaba a cambiar al propio producto.

La teoría de Acha, no es difícil de comprender dentro del sistema capitalista; cuando un objeto común, cotidiano, se plantea en un museo, adquiere una categoría artística, que no la poseía previamente. Se desplazó de un espacio y obtuvo un valor diferente, algo que se aprendió desde Marcel Duchamp (a principios del siglo XX), con su famoso mingitorio.

Tanta letra viene a cuento, pues, por la galería de arte móvil MicroEspora, que se lanzó el viernes a instalarse en espacios públicos en esta ciudad. “Queremos dar visibilidad al arte contemporáneo; queremos conquistar nuevos espectadores”, señaló su responsable María Gallo.

Así, la galería de arte móvil no solamente intenta otra distribución (pasar de los espacios cerrados a los espacios abiertos), sino una exhibición diferente; y al seducir a un nuevo público (por ejemplo, a aquellos que corrían o caminaban por la plaza San Martín el viernes por la noche y se detuvieron unos minutos frente a la exposición), otro consumo.

¿Alcanzará para alterar al producto, al arte mismo? De entrada, el propio formato de arte de bateas (al modo de láminas acomodadas en cajones de verdulería), exige una dimensión pequeña. Y todos los artistas saben que, en numerosas oportunidades, el tamaño de la obra condiciona a la misma. En este camino de reflexión podrá verse hasta dónde opera la transformación.