Domingo Faustino Sarmiento fue elegido presidente cuando se encontraba fuera del país: el caso se repetiría, en 1922, con Marcelo T. de Alvear. Su llegada a Buenos Aires se produjo el 29 de marzo de 1868. Venía de Estados Unidos, donde se había desempeñado durante cuatro años como ministro diplomático argentino.

Asumió el mando el 12 de octubre, junto con su vicepresidente, Adolfo Alsina. Ataviado de frac, llegó al edificio del Congreso, ubicado entonces frente a la Plaza de Mayo. Narramos los hechos de ese día, tomándolos de la documentada “Vida de Sarmiento”, de Manuel Gálvez. La plaza no estaba llena, pero no cabía un alfiler en la barra del Congreso.

Sarmiento y Alsina prestan juramento ante la asamblea legislativa. Después, el sanjuanino lee su discurso. Algunos dicen que lo rehizo Nicolás Avellaneda, miembro del flamante gabinete, porque todos los ministros, salvo Dalmacio Vélez Sarsfield, lo hallaron inadecuado. Cuando parece deslizar alguna crítica al presidente saliente, Bartolomé Mitre, hay murmullos en la barra, repleta de sus partidarios. Sarmiento levanta los ojos del papel y mirando fijamente al grupo, le grita: “¡Cállense!”.

“Hemos recibido en herencia –dice en un tramo- masas populares ignorantes… Una mayoría dotada con la libertad de ser ignorante y miserable, no constituye un privilegio envidiable para la minoría educada de una nación que se enorgullece llamándose república y demócrata”.

Después, recorre a pie los metros que lo separan de la Casa de Gobierno. Es, apenas remozado, el viejo Fuerte de los virreyes: después Sarmiento lo hará pintar de rosa –la “Casa Rosada”- e iniciará la construcción del palacio sobre sus bases. Cuando llega a la puerta, hay unas 3.000 personas que le gritan en la cara “¡Viva Mitre!”. Dice Gálvez que “ante esta insolencia, mira hacia todos lados como dudando entre responder o no”. Finalmente se traga las ganas y, con aire ceñudo, entra al edificio.

El salón donde lo espera Mitre para entregarle las insignias presidenciales está abarrotado de fervorosos mitristas. Jovenzuelos atrevidos se han subido a las sillas, a las mesas, a la chimenea. “Hablan y gritan. A cada rato se oye un estrépito de vidrios rotos, que algunos festejan con risotadas, aplausos o dicharachos. Ni guardias ni policías”, cronica Gálvez.

Mitre permanece en una esquina de la habitación, estrechado por admiradores. Para llegar hasta él, Sarmiento debe atravesar un muro de gente que no se hace al lado. Hasta que el mandatario saliente “ruega dar paso al presidente Sarmiento” y “por fin, después de mucho bregar, de recibir pisotones, codazos y empujones, logra acercarse a Mitre”. Recibe la banda y el bastón, y se retira tras mascullar algunas frases de cortesía.

Ha quedado indignado. “Jamás se ha presentado espectáculo más innoble y vergonzoso”, escribirá. Es consecuencia, afirma sin trepidar, “de seis años de populacherío, de indolencia, de laxitud, de renuncia voluntaria a toda práctica, a toda forma”. Opina, tajante, que todo ha sido “pisoteado, atropellado, puesto en ridículo”, y que ha recibido una autoridad “vejada y menospreciada”. En suma, “en país alguno el derecho y la dignidad del Gobierno han sido más ajados que en aquel acto solemne, si no en la Revolución Francesa.”