BBailar es algo que los tucumanos hicieron siempre, desde los tiempos más remotos, con asiduidad y con alegría. Esta imperaba tanto en el rancho humilde como en la casa lujosa. Alguno de esos bailes se las ingeniaron para pasar a la historia del siglo XIX. Vale la pena echar una mirada rápida, a algo de lo que quedó asentado en las crónicas.

En su fantástica descripción de Tucumán en el “Facundo”, Sarmiento se detiene en nuestro bosque de naranjos. Escribe que “los domingos van las beldades tucumanas a pasar el día en aquellas galerías sin límites; cada familia escoge un lugar aparente, apártanse las naranjas que embarazan el paso, si es en el otoño; o bien sobre la gruesa alfombra de azahares que tapiza el suelo, se balancean las parejas del baile”.

En julio de 1816, como lógica celebración de la jura de la Independencia, tuvo lugar un gran baile. Según José R. Fierro, se realizó en la casa de Francisco de Ugarte, ubicada en hoy calle San Martín al 600. Otros dicen que fue en la del gobernador Bernabé Aráoz, en Congreso primera cuadra.

Luces y armonías

Una descripción memorable de esa fiesta hizo Paul Groussac. Viejos tucumanos le aportaron lo que recordaban u oyeron. De todas esas referencias, escribió, “sólo conservo en la imaginación un tumulto y revoltijo de luces y armonías, guirnaldas de flores y emblemas patrióticos, manchas brillantes u oscuras de uniformes y casacas, faldas y faldones en pleno vuelo, vagas visiones de parejas enlazadas en alegre bullicio de voces, risas, jirones de frases perdidas que cubrían la delicada orquesta de fortepiano y violín”.

Dice Groussac que “héroes y heroínas se destacaban del relato según quien fuera el relator. Escuchando a doña Gertrudis Zavalía, parecía que llenaran el salón el simpático general Belgrano, los coroneles Álvarez y López, los dos talentosos secretarios del Congreso, el decidor Juan José Paso y el hacedor Serrano”…

Danzan beldades

“Oyendo a don Arcadio Talavera, aquello resultaba un baile blanco, de puras niñas ‘ímberbes’ como él decía; y desfilaban a mi vista, como en ‘film’ algo confuso, todas las beldades de sesenta años atrás: Cornelia Muñecas, Teresa Gramajo y su prima Juana Rosa, que fue ‘decidida’ de San Martín; la seductora y seducida Dolores Helguero, a cuyos pies rejuveneció el vencedor de Tucumán”.

Groussac incluye, como “reina y corona de la fiesta” a la bella Lucía Aráoz. El dato ha sido objetado. Apodada por sus contemporáneos “Rubia de la Patria”, Lucía tenía apenas 11 años en 1816, según su acta de bautismo. Parece demasiada precocidad para integrar el grupo de bailarines; a pesar de que, en esos tiempos, una adolescente de quince ya se consideraba “niña casadera”…

Según tradiciones que recogió Fierro y publicó en un artículo de 1894, esa noche “la ciudad estaba iluminada como de día”, con velas colocadas sobre las veredas. Agrega que se entonó el Himno Nacional, ejecutado al arpa por seis señoras, y que el doctor José Mariano Serrano felicitó por su patriotismo a las tucumanas.

Los atuendos

Las jovencitas “vestían riquísimos trajes de seda, blancos o de colores vivos, con batas de talle y mangas cortas. De sus altísimos peinados se descolgaban sobre sus frentes infinidad de graciosos rulitos, sostenidos o interceptados por diademas de perlas”. Junto a las paredes, se sentaban las matronas luciendo peinetones, turbantes, trajes de brocato, chales de tul enchapado y elegantes mantillas y capelinas. Entre las que bailaban, Fierro cita a Carmen Colombres, Catalina Aráoz, Mercedes Laguna y Mercedes Posse.

En cuanto a los hombres, se ataviaban con “elegantes fraques con botonera de metal, ancho corbatín de encajes que caían sobre el chaleco, pantalón corto, medias de seda y zapatos con hebilla de oro”. Brillaban las botas de charol en los militares uniformados.

Por Jorge IV

Corría agosto de 1825, cuando un viajero inglés que se hallaba en Tucumán gestionando un negocio minero , el capitán Joseph Andrews, quiso celebrar con una comida y baile el cumpleaños del rey Jorge IV. Invitó a la gente más importante. Se sentó en la cabecera y puso a ambos lados al gobernador, coronel Javier López, y al general Carlos de Alvear, quien estaba de paso para Potosí.

“La noche, brillante; brillantes también, y más, los ojos que allí relampagueaban”, evocaba Andrews en su libro de viaje. Al baile lo iniciaron, narra, “el gobernador y el general Alvear, con un doble minué bailado con preciosas criaturas, que habrían causado envidia en St. James”. Los siguió el capitán con la dueña de casa, “ataviada con esa elegancia y esa gracia tan interesantes y llamativas de las bellas de ese clima encantador”; y luego el inglés George Brown, “acompañado de una de las más celebradas bellezas de Tucumán”.

Cuenta el capitán que al minué sucedió “una danza española, en la que la cortesía llena de cumplimientos, la hilaridad y el sentimentalismo del vals sudamericano, reemplazaron al estiramiento ceremonioso”. Informaba Andrews que “el salón, a pesar de ser uno de los más espaciosos de la ciudad, no dio cabida al número necesario de sillas, viéndose muchos concurrentes obligados a sentarse sobre la alfombra”.

Esquela en verso

En su libro “Tucumán Antiguo”, Julio López Mañán rescata el baile que el gobernador, coronel Javier López, ofreció en su casa el 24 de setiembre de 1830, “a las ocho de la noche”. Una curiosidad fue que las esquelas de invitación, impresas, estaban redactadas en versos que se supone compuso el mismo mandatario.

Los versos se referían, con grandes elogios, a la Batalla de Tucumán y a la primavera; cantaban loas al general José María Paz y a su Liga del Interior, cuyo pacto la provincia acababa de firmar. La última estrofa contenía la invitación propiamente dicha. Con la mala ortografía de la época, decía: “El baile será en el día/ y la hora arriba asignada/ el lugar de él la morada/ del que tiene alto honor/ de celebrar a porfía/ lo que a hacerlo invita ahora,/ y de ser de Vm. señora/ su afecto gobernador. López”…

López Mañán comenta que pude verse aquí “el regocijo irreflexivo de unos pueblos a quienes una experiencia tan corta como revuelta de la vida política, no había dado todavía la desalentadora lección de las causas superiores al poder y a la voluntad humanos que rigen los acontecimientos; y que podían creer, sin aprensiones, que una batalla acaba una época o que un jefe probado soluciona un problema social”…

Varios rubros

En el Archivo Histórico, la factura de un baile oficial de 1824, informa sobre algunos rubros que debían atenderse en las fiestas de ese tipo. La cuenta enumera: “12 y media arrobas de azúcar; 3 arrobas de harina; 1 arroba de grasa; naranjas y limones; cayotes; 10 paquetes de ‘clavos de comer’; 10 paquetes de canela; 1 carretada de leña; 1 almud de nueces; 1 almud de maní; leche; 2 litros de ‘almendras de comer’; dos frascos de aguardiente; agua, velas, músicos”, estos últimos con 10 pesos de honorarios.

Un baile que terminó dramáticamente fue el que los comerciantes de Tucumán ofrecieron, el 16 de abril de 1856, al flamante gobernador, general Anselmo Rojo, en el Cabildo. A las once y media de la noche, el edificio fue atacado por un tropel de jinetes armados, al mando de José Ciriaco Posse, Benjamín Posse y Durval Vázquez. Autor intelectual del movimiento –que se conoció como “la revolución de los Posse”- era el ex gobernador José María del Campo.

Tiros en la noche

El baile se detuvo de inmediato y el gobernador Rojo, hombre de gran presencia de ánimo y fogueado en muchos encuentros de las guerras civiles, organizó resueltamente la resistencia.

Dio orden al piquete de reprimir a balazos a los atacantes, de disparar el cañonazo de alarma general, y de convocar a toda prisa a la Guardia Nacional. Los defensores del Cabildo hicieron fuego sobre el grupo, que se amontonaba debajo de los arcos, desclavando los tablones del piso alto del caserón.

Hacia la madrugada, el intento había sido totalmente conjurado. La fuerza oficial capturó a los Posse y también a Del Campo, quien no había participado en la acción: planeaba aparecer después –si Rojo terminaba rindiéndose- y asumir el mando como representante del orden. Hubo un largo proceso con condenas, pero a todo lo arregló un decreto de amnistía de octubre de 1856.