Entré al Colegio Sagrado Corazón de Tucumán en tercer grado, en 1949. Por esa época, se veía caminar por corredores y galerías a padres lourdistas de la guardia vieja: franceses que habían tenido a mi padre entre sus alumnos. Sería difícil olvidar al P. Pragnère, con su sotana corta de entrecasa y sus tobillos flacos, que leía mientras andaba de ida y vuelta por los pasillos, mordiendo un cigarro toscano de humo nauseabundo. Nunca supe hasta mucho después que era todo un matemático, autor de libros. Habría visto tantos chicos, que no nos concedía ni una mirada. Lo mismo pasaba con el P. Fourcade, con su cuello corto, sus ojos saltones y esa pelota que emergía de su nuca. Hacía gala de un malhumor legendario, que experimenté cuando le ayudaba misa. La mínima equivocación o titubeo en la respuesta en latín, desencadenaba su furia, así como la falta de presteza con las vinajeras.

De la guardia vieja eran también el P. Rives y el P. Bazet. Este último, muy bondadoso y sonriente, estaba ya medio ciego y sospecho que su memoria empezaba a cubrirse de niebla. Por eso, al rezar la misa, no leía el libro voluminoso y lleno de cintas, sino uno flaquito, con los textos impresos en letra enorme. También era bondadoso el P. Cazes. Su broma conocida era llevarnos al laboratorio de Física, pedirnos que agarráramos dos pesas metálicas que colgaban de una maquinita, y ver cuánta electricidad -que aumentaba a medida que Cazes giraba la manivela- éramos capaces de aguantar antes de soltar las pesas.

El padre Marcelino Fontán era toda una leyenda. Alto, flaco, de paso velocísimo (cuando salía, jamás iba por la vereda sino por medio de la calle, en dirección contraria a la de los autos), era sin duda el más popular para los ex alumnos de las generaciones anteriores, y una auténtica curiosidad para nosotros. Tenía una risa fuerte y hablaba de modo vivaz, con despliegue de ademanes. En misa, cuando predicaba, tenía el mismo estilo: vi una vez que, para contar en la homilía cierta anécdota de un soldado, marchaba de una punta a la otra del presbiterio, taconeando y con ademán de cargar el fusil al hombro.

Todos sabíamos que había sido un héroe de la Primera Guerra. Pero recién en 1959, cuando vino el embajador de Francia para prenderle al pecho la Legión de Honor, se leyó la lista impresionante de sus condecoraciones ganadas en 1914-18: ocho veces la Cruz de Guerra de Francia y la medalla de Verdun, para citar algunas. Entonces tuvimos la dimensión de este hombre tan singular.

De los viejos, no debo olvidar a un lego, el pobre hermano Rodulfo, con su tez cobriza, su sotana verdosa de tan vieja y su modo de hablar como de ultratumba, con tonada catamarqueña. Cumplía la tarea de celador entre una tempestad de bromas de los muchachos. Nos cuidaba en los arrestos, y verificaba esas horas interminables con un enorme reloj plateado, de bolsillo, que ponía sobre el escritorio.

Poco a poco se fueron muriendo. El primero fue Pragnère. Recuerdo que entré durante la siesta a la capilla solitaria y allí estaba en el cajón, abierto. Me impresionó terriblemente, soñé con su rostro pálido muchas veces y me prometí que no vería a ningún difunto más en mi vida, mientras pudiera evitarlo.

La guardia nueva
La guardia nueva estaba compuesta por los padres Berdier, Tapie, Sarrabayrouse, Novoa, Péramy, Zueras, Poujade, Seyrès. Después vinieron algunos que habían estado antes de mi ingreso -como Heilbron y Marqué- o nuevos, como Jouandet, loco por el fútbol. Como encargado de la capilla, guarda mi memoria al sonriente hermano Melitón, de ojos verdes y cicatriz en la mejilla, siempre de buen humor y dispuesto a conversar.

Berdier, Péramy y Zueras era prefectos de disciplina. Con el apuesto y antipático Berdier no tuve trato: que Dios lo guarde en su gloria, pero no solíamos entendernos. Tampoco conversé con Péramy, igualmente escaso dispensador de simpatías, ni siquiera en la Acción Católica, donde desplegaba sus argumentos con un intensísimo acento francés. Zueras, en cambio, era una maravilla de persona. A pesar de su severidad a toda prueba, era capaz también de entender a los muchachos y de tenderles una mano amiga en los malos momentos. Nunca olvidaré sus gestos de comprensión, de los que fui testigo o beneficiario personal. Era un hombre de una pieza y un sacerdote lleno de virtud. Cantaba con una bellísima voz.

El P. Seyrès, con una indomable cabellera pelirroja con las puntas hacia arriba y su castellano pedregoso, encerraba mucha bonhomía bajo un adusto exterior. Era, en Tucumán, el gran experto en ceremonias litúrgicas. Por eso el Arzobispo lo tenía a su lado, para dar indicaciones a todos los oficiantes sobre cada paso de los complicados ritos de Semana Santa. Nos enseñaba Física con una buena voluntad a la que no solíamos corresponder.

El P. Poujade fue rector del Colegio. Tenía un aire sonriente y simpático, pero nunca crucé con él más que breves palabras. Igual con los padres Novoa (para nada simpático), Jouandet, Marqué, con quienes no intercambiamos más que saludos. Muy otra cosa sería con el rector que lo sucedió, el padre Heilbron, santiagueño educado en Tucumán. Largas conversaciones tuve, de chico y de adulto, con ese lourdista cordial y comunicativo, con sentido del humor, y provisto de una inteligencia y de una cultura filosófica realmente notables. Eso, por encima del aburrimiento mortal que -¡teníamos diecisiete años!- irradiaban sus clases de Lógica, a las siete de la mañana. Tuvo la gentileza de no llamarme jamás a decir la lección, ignoro por qué.

El padre “Sarra”
Debo detener en el padre Alberto María Sarrabayrouse, porteño. Para el grupo de alegres muchachos de aquellos años, con la cabeza llena de fantasías literarias, de utopías políticas y convencidos de tener alguna misión importantísima sobre la tierra, “Sarra” era un líder. La poliomielitis le había afectado una de las piernas. Rengueaba acusadamente (“Barquinazo”, le decían) y usaba bastón.

Era nuestro conductor en la Acción Católica y nuestro mentor espiritual y literario. Visitarlo en su habitación (donde estaba siempre leyendo en una silla tijera, con la pierna enferma sobre una silla) era una verdadera fiesta.

Absorbíamos sus consejos y sus puntos de vista con avidez. Hablaba como tragando aire y se reía estrepitosamente. “Sarra” era un nacionalista que se desilusionó de Perón cuando este se metió con la Iglesia. Tenía el sueño de plantar en el Colegio un seminario lourdista: fue la “escuela apostólica” que funcionó un tiempo pero que tuvo resultados magros. No sé si llegaron a ordenarse media docena de los que allí empezaron.

También se desilusionó, creo, de la vida del Colegio. Quería una espiritualidad de difícil obtención cuando hay que ocuparse de manejar tropas de niños y adolescentes. Por eso un día se fue de los Lourdistas a los Benedictinos (recuerdo haberlo visitado de casualidad en El Siambón), y justo le tocó la crisis que sacudió a la abadía de Tucumán. Creo que por esa época se enfermó, en Buenos Aires, y se fue de la vida sin que le pudiéramos decir adiós quienes tanto lo quisimos. Pienso en él muchas veces y ojalá en el cielo, donde sin duda está, se acuerde de nosotros.

Supongo que salimos muy distintos de lo que él hubiera querido.

El padre Tapie
Y, por fin, Jean-Marie Tapie. No exagero al decir que fue el sacerdote de mayor inteligencia y cultura que pasó por el irrecuperable colegio de mis recuerdos. No oí que hubiera antes alguien parecido, y estoy seguro de que no lo hubo después. Con Tapie no eran posibles sino los extremos. O se lo quería y admiraba, o se lo detestaba profundamente. A él no le interesaba en absoluto la popularidad.

Sé que hablaba varios idiomas pero nunca se jactaba de eso, ni de nada. Simplemente, sus enormes conocimientos, su capacidad de análisis y de crítica, fluían con naturalidad cuando enseñaba o cuando hablaba. Para los que creíamos que la cultura tenía alguna importancia, su presencia resultaba siempre un deslumbramiento. Era una especie de Paul Groussac, “autoritario, docto, mordaz”. Sus clases o su conversación tenían un toque sarcástico, sin el cual Tapie no nos resultaba concebible. Un día, ya en conversación de adultos, me dijo que siempre se arrepentía de ese sarcasmo como de un pecado, pero era algo que estaba en su naturaleza, y que le estallaba al divisar la barbarie o la pereza intelectual. A mí ese estilo me encantaba. Tenía tal admiración por su inteligencia, que me parecía que estaba autorizado para ser como le diese la gana.

Fue mi profesor de Historia y tuve el honor de ser, con Tiburcio López Guzmán y Manuel Felipe Román, uno de los tres muchachos que eligió -entre todo el colegio- para enseñarles francés por la siesta, todos los días. Gracias a Tapie conocí la maravilla de Molière, de Corneille, de Racine, en recitaciones que solían arrancarle lágrimas. Puedo todavía decir de memoria largos parlamentos de Le Cid o de Phèdre. Y también creo que fui su amigo, porque adoraba los libros como a mí me ocurre. Tengo el remordimiento de no haberlo seguido frecuentando cuando dejé el Colegio. Lo vi por última vez, y conversamos largamente -sin sospechar que era la última- no sé si un par de meses o un par de años antes, en Tafí, en el almuerzo de los Lourdistas del 11 de febrero. Ha permanecido siempre entre mis más entrañables recuerdos, y he rodeado su memoria de gratitud, por tantas cosas como le debo.

© LA GACETA

Carlos Páez de la Torre (h) - Historiador y periodista.