Lorenzo llegó apurado de la escuela. Lanzó la mochila sobre el sillón, besó y abrazó a su mamá y fue a despojarse de la piel de estudiante. Mientras colgaba el guardapolvo relataba lo hecho en clases. Pero su atención se perdía por los ruidos de afuera. Los chicos de la cuadra se estaban juntando y él aún vestía camisa, pantalón y corbatín. Buscó el short de la Selección, se calzó la camiseta de Independiente, se zambulló bajo la cama a rescatar las zapatillas viejas y salió a la calle de ripio grueso a empaparse de fútbol. No había mucho tiempo: en algo más de una hora se perdería el sol y se terminaría el permiso previo a la tarea escolar.

Un pan y queso se definía sobre el cordón cuneta mientras el hincha del “Rojo” buscaba las piedras más grandes para ubicarlas como palos. Con los arcos y los equipos ya resueltos, un bote a tierra dio inicio al esperado encuentro.

Sólo el “Colo” y el “Mocho” sabían controlar la redonda en un terreno tan impredecible. Por algo eran los capitanes y también los goleadores. Lorenzo, en cambio, era el “Messi” de la marca áspera, pero contrarrestaba sus carencias con mucha entrega. Solía volver a casa con las rodillas peladas y la camiseta empapada. A pesar de sus limitaciones, esa tarde tendría una cita con el gol.

Los rayos de sol se extinguían y los focos comenzaban a destellar cuando una entrada a destiempo dejó al “Colo” en el suelo. Con el talentoso fuera de combate, Lorenzo tomó la pelota con decisión: ese tiro libre, frente al arco, era suyo. En su pie derecho tenía la oportunidad de marcar y de obligar al “Chato” -arquero rival- a buscar la pelota en el pastizal de la otra cuadra. Había elegido colocarla junto a la piedra rojiza. Estaba todo planeado, era su momento. Al menos eso creía...

“¡Esteban, vení a hacer los deberes! ¡¿Qué te pensás?! ¡Mirá la hora que es!

¡Ya vení! ¡Y traelo a tu hermano!”. El grito de una madre nerviosa arrastró a un par de jugadores y decretó el abrupto final del partido; todos a sus casas. También Lorenzo, que se quedó con las ganas. Otra vez, el gol lo dejó plantado. “Quizás mañana...”, pensó resignado, y se fue a buscar los cuadernos.