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Todo pasa, subraya el anillo que lucía Julio Grondona en el meñique de la mano izquierda. Todo pasa, empezando por la vida. “Me aterra pensarlo, me aterra, ¿entendés? ¡Se acaba! Es increíble que nos vamos a morir. Estamos viviendo y vos y yo sabemos que nos vamos a morir (...). Es increíble. Toda la gente se mueve, va viene, saca fotos, compra ropa, ¿y para qué? Si se acaba todo”. La minicatarsis de Gastón Gaudio se produjo en el marco de un reportaje publicado el domingo pasado en la revista de La Nación. Todo se acaba, todo pasa. También Grondona, aunque resulte tan difícil asimilarlo.



Los españoles estaban tan acostumbrados a convivir con Francisco Franco que el día después les parecía lejano e improbable. Como a Franco, a Grondona la Parca lo arrancó de los atributos del poder. Pero Franco había hecho público el nombre de su sucesor, el rey Juan Carlos. Grondona ni siquiera tuvo tiempo para ensayar esa ilusión de continuidad. No será el Cid, capaz de ganar batallas después de muerto. Después de él, el diluvio. O lo que venga.


Manuel Fresco
fue el gobernador bonaerense de la Década Infame. Un conservador de mano férrea, billetera generosa con los amigos y fraude de cabecera. Por esos tiempos, Avellaneda era un feudo controlado por el caudillo Alberto Barceló. Esos fueron los modelos sobre los que Grondona construyó su modus operandi. Grondona arreglaba todo cara a cara, café o whisky de por medio. En el despacho de la AFA o en la oficina del negocio, esa ferretería tan mítica que parece un castillo medieval. Lo prodigioso es que así, campechano, a puro brindis de comité y atajándose el frío con la pashmina que fue marca registrada, manejó las finanzas de la FIFA. Semejante acumulación y ejercicio de poder es privativo de un político extraordinario, y Grondona lo fue. Uno de los más exitosos de la historia contemporánea argentina.

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Hay que hacer blanco en los ojos de Grondona. Era un hombre austero en la gestualidad y en las palabras. Decía todo con la mirada; compraba, halagaba o fulminaba. Allí se reflejaban sus victorias y sus derrotas. Grondona jugaba al póker todos los días y a toda hora, porque hizo de la lectura del interlocutor un oficio. Para sobrevivir en el pantano de la Argentina sin embarrarse los zapatos hay que sentarse en la cabecera para repartir caricias y latigazos. Grondona fue un maestro en ese arte tan perverso.

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Porque, a no olvidarlo, Grondona se murió sin rendir cuentas ni dar explicaciones. Se desentendió de las críticas, ignoró las acusaciones. Ni siquiera se tomó el trabajo de defender lo indefendible. Simplemente, se abstrajo. Se acomodó en una burbuja impenetrable en la que rebotaron las balas. Decidió colocarse por encima del resto. Dejó en herencia el fútbol del caos organizativo, de los clubes quebrados y de la violencia incontrolable. Pero si Grondona hizo y deshizo a su antojo, al extremo de entregarle a su hijo la conducción de los seleccionados juveniles, fue porque no lo rodeó un Comité Ejecutivo sino una corte de besamanos. A medida que pasaron los años le fue resultando más fácil controlarlos, calmarlos con prebendas, hacerse el distraído cuando metían la mano en la lata. Ninguno estuvo a su altura y eso, paradójicamente, lo debilitó. El poderoso necesita desafíos para reinventarse, pero Grondona no fue un primus inter pares sino un emperador.

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En confianza, Grondona seducía. Escuchaba primero, siempre, y después la situación era suya. Los detractores se derritieron una y otra vez en esa intimidad en la que Grondona conseguía que las piezas encajaran contra toda lógica. El tejido familiar, debilitado por la muerte de su esposa, y las amistades de años fueron la red de contención a la que muy pocos accedían. Por fuera se movieron los aliados y los enemigos circunstanciales. Sin el Rey Sol brillando, el núcleo duro del grondonismo ha dejado de existir.

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De corrupto a tirano; a Grondona le dijeron de todo. Él juntó los dedos y el Todo Pasa del anillo resaltó como un faro en la Patagonia. No lo juzgarán los hombres, sino la historia, y esa es una de sus grandes conquistas.

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Porque es imposible otro Grondona. Fue un hombre de tiempos lejanos vigente gracias a su inteligencia y a una Argentina a la que se le van las décadas mientras está ocupada en otros menesteres, como cantaba John Lennon. Grondona se llevó su estilo de acumular y de ostentar el poder; de relacionarse con los de arriba y con los de abajo. Vio pasar 13 presidentes de la Nación desde su torre de la AFA y charlaba con ellos con la misma atención que le prestaba a algún dirigente del interior que le golpeaba la puerta. Ya nadie hace eso.

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Amparado en la leyenda de que no hablaba inglés, Grondona abría y cerraba la caja fuerte de la FIFA sin abandonar la sonrisa aprendida en el empedrado de Sarandí. Havelange -hoy repudiado por corrupto- y Blatter se ocupaban de los micrófonos y las fotos, mientras Grondona contaba los porotos en la previa de cada elección. También de la FIFA, tan colmada de manzanas podridas que hasta el cajón de madera se descompone, se marchó Grondona sin pasar por el juicio de residencia.

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Dicen que era un sabio. Dicen que era el demonio. Dicen que al equipo campeón del 86 lo armó mano a mano con Carlos Bilardo. Dicen que no le hacía falta el celular de Dios porque desayunaban juntos. Dicen infinidad de cosas. Decía Grondona que todo pasa.