Nunca imaginó que iba a decir: “hace seis meses que dejé de fumar”. La repite para convencerse de que es cierto. El cigarrillo llegó a su vida a los 14 años y estaba tan unido a su identidad (“era como mi huella digital”), que Abraham Amado Fadel pensó que ya nadie ni nada lo alejaría del tabaco. Ni siquiera los problemas respiratorios y de corazón que sufría.

A los 66 años, muchos estarían pensando ¿Quién me quita lo bailado? Pero Abraham quiso patear el tablero. Fue con la llegada de un nuevo año, el 2013, que se planteó: “llevaba toda la vida haciendo algo que no me gustaba hacer y que nadie me obligaba hacer”.

“La adicción me estaba dominando mal. Me levantaba dos o tres veces de noche para fumar. Ya casi no podía dormir. Era un inútil que ni siquiera podía caminar dos cuadras seguidas sin sentir agitación y dolores de pecho. Me asfixiaba en los lugares cerrados, ya no podía subir al colectivo, por ejemplo”, recuerda el hombre, que se jubiló a los 55 años después de haber trabajado toda su vida en una firma petrolera. Cuenta que en su última etapa de trabajo faltaba muchísimo por problemas coronarios y bronquiales que aún padece.

“En 2008 tuvieron que operarme porque mis arterias no daban más; tenían lesiones múltiples. Me pusieron dos stent. Estaba internado en Unidad Coronaria y me sorprendí aferrado a mi cigarrillo en el baño del sanatorio. Era tremendo”, reconoce, mientras muestra una estantería de su cocina repleta de los remedios que lo ayudan a sobrevivir.

“Hubo médicos que incluso me dijeron que iba a necesitar un trasplante de corazón. Así y todo seguí fumando dos paquetes por día. Cada vez que me internaban (fueron cuatro veces) yo llevaba el paquete de cigarrillo en el bolso”, detalla. Entre las anécdotas más curiosas de su vida en torno a los puchos, rememora cuando salió la Ley Antitabaco en la provincia: se convirtió en un manojo de nervios, hasta quería ir al Inadi a denunciar al estado porque se sentía discriminado.

Fadel es divorciado desde hace 16 años y tiene tres hijos, de 46, 38 y 35 años. Vive en una humilde y pequeñísima casa en un PH ubicado cerca del Predio Ferial Norte. Sus ingresos son la jubilación y lo que gana ejerciendo como técnico en prótesis dentales. Cuenta que muchísimas veces había intentado dejar de fumar, pero sin éxito. ¿Qué pasó esta vez? “Estaba convencido de que no merecía la pena vivir sin fumar. Así y todo me prometí buscar ayuda este año, una vez más. Tenía que mejorar mi salud, aunque sea para dormir un poco, para salir a caminar sin sentir que se te acaba el mundo. Así fue que me recomendaron ir al hospital Centro de Salud. Llegué sin muchas esperanzas, y enseguida me enganché en el tratamiento”, detalla.

Primero tomó pastillas de nicotina. Le daba asco, mucho asco, el cigarrillo. Pero se sentía valiente, capaz de cumplir su objetivo, de enfrentar a ese objeto que tanto daño le había hecho. En junio dejó de fumar totalmente, y asegura que lo hizo sin sufrir lo más mínimo y sin sentir desde entonces la más mínima nostalgia del tabaco. Por supuesto, tuvo que sacrificarse: “al principio dejé de salir a todos esos lugares en los que me gustaba fumar, reuniones con amigos, por ejemplo”.

“Me daba más miedo dejar de fumar que seguir fumando. Pero hoy veo todo lo que he ganado. Ya puedo dormir tranquilo y de apoco empecé a caminar sin sentir que se me cierra el pecho. Cambió mi olfato y hasta el sabor de la comida es otro”, resalta. Y agradece a quienes lo ayudaron a salir de su adicción: “los medicamentos y el cariño y la contención de la doctora Ariela Tarcic (referente del Programa Provincial de Lucha Antitabáquica)”.

En esos días, Abraham comprendió varias cosas con claridad: que no le gustaba tanto el cigarrillo y que no era él quien había estado fumando durante más de 50 años, sino que era el tabaco quien lo había estado fumando a él. “Pero lo que más me duele es ver cuánto enfermé a mi familia. Todos mis hijos se convirtieron en fumadores pasivos y hoy tienen problemas bronquiales”, se reprocha.

“Empecé a fumar porque en mi adolescencia fumar era un rito de paso y no se podía ser un hombre de verdad si no se fumaba; esta idiotez me convirtió en una verdadera chimenea. Hoy veo a los chicos a los 12 y 13 años fumando a la salida de la escuela y me da mucha bronca porque a esa edad uno no tiene conciencia de que eso después te domina, te destruye la vida. Ahora, sólo ruego no aflojar nunca”, resume Abraham. Ahora que pudo conversar más de media hora sin que la tos lo interrumpa, se siente feliz. Y entiende por qué nunca es tarde, aunque ya nadie ni nada le quite lo bailado.

PARA DEJAR DE FUMAR

• Si querés dejar el pucho, el programa provincial de Lucha Antitabáquica te ofrece ayuda en los hospitales Padilla, Centro de Salud y Avellaneda. También en varios centros asistenciales del interior.