Cuando yo era chico, hace mucho, mucho tiempo, los fines de semana iba al cine con los amigos. Era un improvisado picnic. Cada uno llevaba algo para comer. Y al vendedor de golosinas se lo llamaba para comprar el postre: el helado.

Comer sin mancharse. Era un arte. Y sólo unos pocos salían de la sala con la ropa limpia. Pero hoy, me ponen los nervios de punta que se sienten a mi lado o atrás los que hacen crujir el celofán que recubre a los caramelos o los chicles. O el que toma la gaseosa, soberte mediante, haciéndola sonar como a la Filarmónica de Viena.

"Mshhhhhhhhh" de cada trago, siendo la película en español, es mortal. En ese instante usted tiene que empezar a leer los labios del protagonista. Y está el que se perdió... "¿el espía es el asesino?" consulta a su acompañante.

"Mnooo" le murmura entre dientes, cuando justo detrás suyo se sentó un pilar de un equipo de rugby y con sus rodillas le está por reventar un pulmón. "Jissss, jiss" es el coro de papelitos que se arrugan al unísono. Entonces entre los sonidos y su espalda maltrecha ver la película se transforma en un suplicio. Aún así, larga vida al cine. LA GACETA