Por Nelly Elías de Benavente
Comenzó a manifestar interés por las artesanías desde muy pequeña, cuando su abuelo descendiente de un famoso orfebre de la cultura Chimú, en el Perú, le contaba maravillosas historias. La fascinaba especialmente la de los sacrificios que los antiguos habitantes al realizar con el Tumi -cuchillo ceremonial en forma de media luna- satisfacían al Dios Sol; el adivinador abría el pecho y con el corazón aún latiente, trepanaba el cráneo para, al final, decapitar al prisionero atado a un árbol. El abuelo, al narrar las historias, elaboraba los alimentos en vasijas talladas de alguna cultura andina. Y luego comían con frenética avidez. Así influenció en ella transfiriéndole su singular habilidad de cocinero. Lo decían quienes tuvieron la suerte de saborear las variadas comidas con las cuales Samira los gratificara en diferentes oportunidades: nunca reparaba en el esfuerzo y se solazaba al ofrendarles bebidas en un antiguo vaso con incrustaciones de turquesa. Pero había una cuestión: no existían elementos hechos a mano que le duraran largo tiempo. Si eran cuchillos perdían sus cabos por la fuerte presión ejercida propinando golpes a la carne para suavizarla. No usaba la maza de fierro ni la de madera. En su rutina de aceleramientos no había cabida para las previsiones. Nunca organizaba nada, conocedora de los secretos de la cocina, sabía emplearlos. Y las artesanías de cerámica del Tiwanaku? ¡Menudo inconveniente! Pretendía que en todas sus mesas estuvieran adornándolas. Pero tampoco les duraban. El mundo de las artesanías peruanas se convirtió en un problema: las vasijas "kero" -botellones con cuellos cortos- caían con facilidad de sus manos y los porta lapiceros con piedras de alabastro, los adornos de valvas marinas, los servilleteros con figuras de vicuñas y los aretes con forma de hojas de coca representando a la planta sagrada. Se tomaban la cabeza quienes observaban y ella, distraída, se limitaba a sonreír.
A donde fuera las tenía presentes, ya en el centro comercial, ya en el restaurante y hasta en largos viajes no lograba sacárselos de encima. Siempre en la cumbre de sus pensamientos. Llegaba a transportar con ella cuanto brazalete y diademas heredadas de su abuelo tenía. Comenzaban a obsesionarla muy a su pesar.
Su marido al notar los cambios en su conducta y dispuesto a ayudarla entablaba largas charlas buscando en esos paréntesis de fresca intimidad, el origen del problema. Sin que ella se percatara la hacía transitar por cada ángulo de su infancia. Pero terminando en lo mismo, llegaba al rincón lejano de sus viejas conversaciones con el abuelo, lo que lo atribuyó a un estado de melancolía permanente. Se empeñó en sacarla de tales desvelos. Tal vez si volviera sus orígenes?
Así en el afán de apartarla de sus sensaciones, la entusiasmó para que se alejaran de la ciudad aunque le costó convencerla. Tan pronto lo hubo logrado, inició los trámites para llevarlo a cabo.
Por su origen ella, y él a su influjo, leyeron y escucharon acerca del Imperio Incaico. Conocerlo, pensó, sería una manera distractiva de pasar ese largo fin de semana y a la vez liberar a su mujer de la cuestión que, presumiblemente, la alteraba. Con los pasajes en la mano, no dejaban de hacer planes y parlotear.
Salieron temprano, en el primer vuelo de ese sábado. Una vez en el lugar, contrataron un guía bastante ducho y partieron rumbo a las ruinas. No más ascender por el Camino del Inca, un hálito de luz los cubrió.
Sintieron con el aire golpeándoles las mejillas, un alivio supremo, incomprensible. Recorrieron las ruinas de Macchu Picchu y al regresar a la ciudad del Cuzco, caminando entre los puestos de ventas de los hábiles artesanos que ofrecen sus mercancías, nota en su mujer cierta vacilación, unas ganas de retroceder sobre sus pasos y continuar hacia delante al divisar a un orfebre.
Su impulso pudo más y al volver a la vieja tienda en que se exhibían los Tumi, no le fue posible mantenerse indiferente. Levantó uno. Lo tomó fuertemente, apretando su puño derecho que en juego acompasado abría y cerraba, queriendo sopesar su historia. Sabía que para los antiguos hombres del sol, el Tumi representaba un pedazo de valerosa presencia, un conglomerado de matices heroicos, un vendaval de acrisolada permanencia, por lo que eludiendo la mirada de contrariedad de su hombre, lo adquirió sin cuestionamientos junto a un vaso ornamental con figura de mono.
El brillo del metal casi la cegaba - oro, plata y piedras preciosas incrustadas artísticamente- pero no era su valor material lo que la atrajo. En su premura por acariciarlo, una inquietud la escarbaba, casi una polilla atesorando su nido, carcomiéndole el espíritu. No se trataba de un cuchillo más, pero al fin un elemento singular en su afición por conservarlo. Lo estrujó mientras sostenía la dura mirada de él, quien pensaba devolverlo? ¡Pero no! Si de algo estaba segura era de su empecinamiento por apropiarse del Tumi. Al abrir su mochila de viajera improvisada, rebuscó entre las cosas, tomando sus ahorros. Ahora los haría valer. Se equivocó. No alcanzaba para el lujo de su pretensión...
Al volver, la mirada indiferente del hombre. Lo abrazó.
- ¡Por favor!
Él contestaba gritando:
- Me lo prometiste? ¡No más artesanías! ... ¿Hasta cuándo?
-Pero estas son diferentes?
Al fin cedió y ella con una sonrisa agradecida, ocultándolas celosamente en la enorme maleta rodante, reflejaba en su mirada un brillo singular por el cúmulo de sensaciones
que la atrapara...
Retornaban satisfechos al aeropuerto, ella más que él. Claro, no contaban con que un escaneo de rutina sembraría en su viaje un eslabón de amarga certidumbre. Al exigir el empleado que entregara el valioso cuchillo, un remolino la envolvió. Una sensación extraña, un impulso la hizo desmayar. Después, en el hospital psiquiátrico supo de la muerte del aduanero y del destino inexorable del Tumi. (c) LA GACETA