GUALEGUAYCHU (De nuestra enviada especial, Silvina Cena).- "Qué tal, mucho gusto". Miguel Pérez hace bailar a sus largos bigotes para las cámaras. Sonríe, canta, arenga. No se sonroja cuando un movilero porteño le hace notar que las ojotas no se llevan con medias. "Es por la diabetes, gurí", justifica, y señala con el mentón su pie inflamado. Presume un mate del que despuntan varios gajos y que, de lejos, parece una maceta. A cada sorbo le corresponde una impresión de su entorno: al frente, la pantalla gigante; a los costados, cuatro filas de reposeras que resultan insuficientes para la multitud que se ha convocado; atrás, cientos de vehículos desordenados, banderas argentinas, pancartas y tambores.

"Qué tal, mucho gusto". Pérez saluda a los ambientalistas como si los acabara de conocer, pese a que en los últimos cinco años ese tramo de la ruta 136 lo ha guarecido más que su propia casa. Ahí celebró sus últimos cumpleaños, dice, y ahí también renovó sus conceptos de satisfacción, tristeza y bronca. Levanta los hombros para admitir que muchos le han reprochado ese estilo de vida. "Todo sea en pos de luchar contra ese emprendimiento tenebroso", susurra, y dirige su índice hacia la derecha.

Botnia, a la derecha
Hacia la derecha está Botnia, la mala palabra de Gualeguaychú. La planta que se les ha instalado en las narices del pueblo, que les ha ahuyentado los turistas, que los ha empujado a informarse acerca de la contaminación ambiental y a incorporar en su rutina guardias nocturnas al lado de un camino inhóspito. La pastera que, en esa mañana neblinosa, los convoca a centrar su atención en unos jueces que están mucho más allá del río Uruguay, el eje de su reclamo.

"Esa empresa es como una cámara de gas al aire libre; lo único que nos hará desistir de nuestra protesta es su desmantelamiento", insiste Miguel, mientras se desliza por los parlantes la voz metálica de la traductora que descifra el fallo de la Corte Internacional de La Haya. A su lado, un grupo asiente al escucharlo. "Pero yo soy optimista. -agrega- Nuestro reclamo es a favor de la vida".

Para cuando el ambientalista empieza su segundo termo, la exposición de las argumentaciones se ha extendido dos horas. Durante ellas, la multitud ha ovacionado los párrafos que considera positivos y abucheado los negativos. Los más jóvenes se han dispersado y formado grupos alrededor de empanadas y masitas. Los más viejos han improvisado abanicos contra el vapor que asciende de la ruta. Los más atentos, gesticulan ante la pantalla, se retuercen los dedos, se abrazan entre sí. Son cientos y están ansiosos.

Por los que vienen
"Después de tres años y cinco meses ininterrumpidos ya somos una familia inmensa. Yo tengo mujer e hijos, pero les he resignado tiempo porque en esta protesta nos estamos jugando por las generaciones que vienen. Aquí hemos pasado calor, tormentas y heladas; hemos peleado con argentinos y uruguayos; hemos recibido y despedido a compañeros. No habríamos podido sostenerlo tanto tiempo si no estuviésemos convencidos de que peleamos por algo justo, más allá de cualquier sentencia internacional", expresa.

El hombre interrumpe la charla cuando la lectura del veredicto llega a su fin. Uruguay violó el pacto con Argentina, pero Botnia no se va, dicen los titulares. En el medio de la ruta, la mayoría vocifera, otros se sostienen el rostro con ambas manos o esbozan una sonrisa incrédula, los más eufóricos son contenidos por las cámaras de televisión. Algunos preguntan la opinión de Pérez, que no se ha parado de su reposera a cuadrillé.

El ambientalista los esquiva para retomar la conversación con la cronista: "tenemos la satisfacción de que, como mínimo, sentamos nuestra postura ante lo que consideramos un avasallamiento. Esto es un logro de la comunidad y nuestra lucha va a continuar, de una manera u otra. Que tu nota cierra con ese mensaje".