Los primeros días después de un nacimiento no se parecen a nada de lo que se haya vivido antes. El tiempo se desarma, las noches dejan de tener nombre, el cuerpo de la mujer es atravesado por una experiencia radical y la casa se vuelve un territorio extraño, lleno de silencios nuevos, llantos inesperados y una felicidad que convive con el miedo. En ese umbral frágil, cuando todo está empezando, la ley argentina le dice al padre: dos días.

Dos días corridos de licencia por paternidad en el sector privado. Eso establece la Ley de Contrato de Trabajo. El resto —si hay— depende de la buena voluntad del empleador, de convenios específicos o de la posibilidad de “arreglarse” con vacaciones, licencias informales o favores. En la práctica, muchos padres vuelven a trabajar cuando el bebé todavía no sabe diferenciar el día de la noche y la madre apenas empieza a entender qué le ocurrió a su cuerpo.

En el debate actual sobre la reforma laboral, ese punto quedó intacto. No se amplió, no se discutió, no se problematizó. Como si las licencias parentales no tuvieran nada que ver con el trabajo, con la productividad, con la natalidad o con la vida que ocurre fuera de la oficina.

Sin embargo, las decisiones de tener hijos no se toman solo desde el deseo. También se toman desde las condiciones materiales. Desde la pregunta —a veces silenciosa— de cómo se va a sostener ese comienzo. En ese sentido, las licencias no son un beneficio extra, sino una señal. Dicen qué espera el Estado de las familias y cómo concibe la organización del cuidado.

La caída de la tasa de natalidad en Argentina parece preocupar cuando se habla de demografía, de jubilaciones o de futuro económico, pero cuando aparece un nuevo integrante y la organización familiar tiene que cambiar nos toca revisar quién cuida, cómo se cuida y con qué apoyos.

Mientras tanto, en otros países, las políticas de cuidado avanzaron en otra dirección. Licencias parentales más largas, esquemas compartidos entre madres y padres, incentivos para que los varones se tomen efectivamente ese tiempo. No como gesto romántico, sino como política pública. No garantizan más nacimientos, es cierto, pero hacen algo quizás más importante: vuelven la crianza un poco más sostenible.

La filósofa y socióloga francesa Élisabeth Badinter escribió hace décadas sobre cómo la maternidad fue construida como un mandato natural, mientras la paternidad quedaba ligada a la provisión económica. Más cerca en el tiempo, autoras como Rita Segato insistieron en que el trabajo de cuidado —ese que no se paga, no se registra y no descansa— sigue siendo el gran sostén invisible del sistema. Cuando la ley no amplía las licencias parentales, lo que hace es reafirmar esa desigualdad: el cuidado sigue siendo, mayoritariamente, asunto de mujeres.

Pero algo empezó a moverse. Esta generación de padres quiere estar más presente. No solo “ayudar”, sino paternar. Cambiar pañales sin épica, aprender a dormir con un ojo abierto, acompañar el posparto, sostener el cansancio ajeno. No porque sean héroes, sino porque entienden que ese vínculo se construye desde el principio. El problema es que, muchas veces, la estructura laboral los empuja a elegir entre estar y trabajar.

En la práctica, muchos padres resuelven como pueden: piden vacaciones, negocian horarios, vuelven a casa antes de lo que debieran. La presencia se vuelve un privilegio atado a la flexibilidad laboral o al capital económico. Y el cuidado, otra vez, se organiza alrededor de lo posible, no de lo justo.

La socióloga Eva Illouz escribió que el amor moderno está profundamente condicionado por las estructuras económicas. Tal vez la crianza también. Porque no se trata solo de emociones, sino de tiempo, de descanso, de respaldo institucional. De que el Estado reconozca que los primeros meses importan. Que no son un detalle privado, sino un momento fundante.