Cuando Muhammad Ali se negó a ir a Vietnam, su objeción de conciencia exhibió la escala trágica legítimamente asociada a esta figura: guerra, religión, racismo, pérdida de títulos deportivos, inhabilitación profesional, cárcel. Era un hombre dispuesto a perderlo casi todo porque entendía que cumplir la ley suponía traicionarse en lo más íntimo; y, de hecho, efectivamente lo perdió durante 4 años (fue preso, perdió su condición de campeón del mundo), hasta que la Corte Suprema de EE.UU. le dio la razón.
Por estos días, el nombre del distinguido camarista Benjamín Moisá dejó de circular sólo en los pasillos de Tribunales para convertirse en protagonista de una escena inesperada: un juez que, ante una reforma organizativa del Poder Judicial (las hoy famosas Oficinas de Gestión Asociada, OGA), decidió presentarse ante la Corte con una objeción de conciencia.
No estamos frente a un debate sobre aborto, eutanasia o un conflicto dramático entre fe y derecho. Hablamos de la forma de organizar el despacho judicial, de la jerarquía sobre los empleados, de los expedientes y de las providencias simples. Sin embargo, el Dr. Moisá eligió el lenguaje máximo de la ruptura moral, alegando que la nueva forma de gestión lo pone ante la disyuntiva épica de cumplir el nuevo sistema de organización judicial o traicionarse a sí mismo violando su juramento de respetar la Constitución.
Conviene decirlo con toda claridad: no comparto la inconstitucionalidad de la que habla el camarista (la Corte está actuando conforme a una ley en sentido formal y el dictado de providencias simples por funcionarios que no son jueces existe casi desde siempre en nuestra legislación vigente). Pero no es este el punto sobre el que quiero poner el foco, sino este otro: el modo en que la cuestión ha sido promovida por este magistrado. La fundamentación y la solicitud deducida a caballo de su objeción de conciencia me provocaron perplejidad.
La petición que formula, en sus efectos pretendidos sobre el funcionamiento de la Cámara y la inaplicación solo a su respecto del sistema OGA, es, sencillamente, de imposible concreción fáctica y jurídica. No hay forma de que la Corte le confeccione un traje a medida como el que solicita. Y es muy difícil pensar que el Dr. Moisá, con su inteligencia y trayectoria, no lo sepa perfectamente.
Es aquí donde su objeción de conciencia se desdibuja como gesto de integridad y empieza a rozar la imprudencia institucional. Sabedor de la imposibilidad de obtener ese traje a medida, el magistrado debió ponderar la utilización de vías institucionales verdaderamente conducentes: promover, en un proceso concreto radicado en su despacho, una declaración de inconstitucionalidad de oficio en el marco de la jurisdicción colegiada que ejerce o, quizás, iniciar a título personal una acción declarativa de inconstitucionalidad; o bien, si en su fuero íntimo estas opciones le parecían insuficientes para satisfacer su conciencia, renunciar lisa y llanamente. Mi memoria, en una asociación libre de ideas, evoca este recuerdo: en 1987, el enorme maestro Fernando J. López de Zavalía, disconforme con el régimen de exámenes entonces implementado en la Facultad de Derecho de la UNT que, a su juicio, terminaba impidiendo el dictado de clases, no promovió una objeción de conciencia para que se lo excluyera de cumplirlo, se limitó a dejar su cátedra.
Como ciudadano y abogado, sostengo que, entre muchos otros, los jueces tienen el rígido deber de no escandalizar para no afectar la majestad que es inherente a la magistratura. En el caso, un daño tal ya se consumó, cualquiera sea el desenlace que tenga finalmente la situación.
Mientras discutimos si la conciencia del juez es compatible o no con una oficina administrativa, se nos escapa la oportunidad de un debate serio y profundo sobre cómo mejorar el servicio de justicia que recibe la sociedad, el que -huelga decirlo- deja bastante que desear.