Media luna fértil del Oriente Boliviano. Selva plena. Uno a uno los jóvenes de la orquesta juvenil de San José de Chiquitos, unos 40 músicos entre 18 y 25 años, van ocupando sus plazas delante del retablo barroco de ocres y dorados rabiosos. En contraste las túnicas claras con guardas barrocas que visten, parecen cándidas y les dan un halo angelical conmovedor. Violines, violas, violoncelos y contrabajos se yerguen detrás de las manos que los sostienen. Tocarán la sonata 1 del archivo misional con sus allegros, adagios y prestos y tocarán también la Primavera de Vivaldi. El director da la señal de largada y los jóvenes evanescentes se vuelven de una corporeidad atronadora, se adueñan con maestría de los pentagramas, hacen magia con los do, re, mi, fa, sol, la, sí, recogen aplausos encendidos. A esta altura la audiencia compuesta de pueblerinos orgullosos y melómanos venidos de todos los rincones del mundo, flota entre los querubines y los santos de sus nichos. Casa de Dios, puerta del cielo reza el frontis del templo. Y se comprende.
Esta escena se repite ad infinitum cada dos años cuando una nueva edición del Festival de Música Renacentista y Barroca de la Chiquitania tiene lugar en alguna de las antiguas reducciones fundadas por los padres de la Compañía de Jesús a fines del siglo XVII.
A 200 kilómetros de la próspera Santa Cruz de la Sierra, la primera misión del circuito es San Javier y luego será adentrarse en caminos de tierra roja sorteando bosques y sabanas de esta Amazonia titubeante hasta llegar a las misiones de Concepción San Ignacio, San Miguel, San Rafael, Santa Ana y San José, donde la jarana sigue. Una semana en que ensembles y orquestas del globo vienen a mostrar lo suyo en las iglesias de factura barroca pero también a ejecutar algunas de las piezas del célebre Archivo Misional jesuítico. Los coros locales hacen también lo propio.
Porque esta historia es una historia viva de un legado cuyos guardianes son los chiquitanos viviendo in illico tempore: nuestros padres, dicen, como si las intrigas cortesanas no hubiesen provocado en 1767 la expulsión de los jesuitas de todas las reducciones junto a la confiscación de sus propiedades. Somos guardianes de este patrimonio, agregan orgullosos, en el almacén, en la plaza y también en los atrios de las iglesias y las escuelas de música donde los niños y jóvenes acuden para apropiarse de su herencia musical y mantenerla latente.
En tiempos de la Compañía de Jesús el modo de evangelización era sobre todo en lenguaje musical así que cada misión estaba dotada por 40 músicos profesionales que se contaban entre los indígenas y que componían la música de la misa íntegramente cantada en lengua local o en latín. También eran luthiers y hacían arreglos a partir de, por ejemplo, las piezas que Domenico Zipoli les enviaba desde Córdoba. Pero el exquisito encuentro entre culturas también se plasmaba en el interior de los templos por donde se filtraron leyendas guaraníes camufladas en bajos relieves, retablos o columnas barrocas.
Pasó el tiempo, estas misiones quedaron fuera de la angurria de bandeirantes y resguardadas de las guerras guaraníticas. Porque no, no son ruinas, son misiones como hace 300 años. Lo cierto es que los locales quedaron esperando el regreso de los Padres mientras mantenían encendida la llama de las tradiciones a como diese lugar. Algunas partituras se perdieron, otras pasaron oralmente de generación en generación. Una buena parte emigró hacia la selva de la mano de una tribu que mantiene aún hoy la forma de vida de aquellos años de evangelización jesuítica.
Afortunadamente hace 50 años desembarcó en este corazón verde Hans Roth. Arquitecto suizo restaurador se enamoró de este patrimonio vivo y hasta su muerte, 30 años después, se dedicó a restaurar las iglesias y los pueblos misionales. Lo hizo en modo jesuita: aunando esfuerzos con los locales, herederos por derecho propio del legado. Aparecieron las partituras perdidas, y como en un ejercicio de orden espontaneo (o de Divina Providencia) apareció quien las restaurase, aparecieron también mecenas como conejos surgiendo de una galera pródiga y sobre todo, florecieron las Orquestas Escuelas según el modelo del venezolano José Antonio Abreu. Es decir escuelas musicales que promueven la inclusión social, los valores, y el aprendizaje a través del hacer, siempre apoyándose entre pares.
Son estos niños y jóvenes de la Orquesta de San José, los que cada dos años emocionan a las audiencias durante el Festival de Música Barroca, los mismos que el Sábado 13 de septiembre visitarán Tucumán y ejecutarán Libertango y una sonata del archivo misional en la Iglesia Nuestra Señora del Valle en Yerba Buena junto a nuestra propia Orquesta Escuela Divino Niño. Ese día el padre Gonzalo Ibarra, junto al profesor Marcelo Ruiz sacudirán por turno las manos para guiarlos en su camino musical hasta que se vuelvan uno. La música, dice el profe Marcelo, no tiene puntos ni líneas y desde el cielo no se ven las divisiones.
© LA GACETA - Solana Colombres