La trayectoria de Pablo Saraví es tan excepcional que resumirla siempre será un ejercicio injusto. Por cuestiones de espacio quedarían afuera episodios que para cualquier otro músico resultarían trascendentes, pero que en la carrera del maestro se tornaron habituales. Pero si de algo carece Saraví es del divismo propio de muchos de sus colegas. Es así que café de por medio, en el bar del hotel que lo aloja en Tucumán, quien fuera concertino de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y del Teatro Colón durante más de tres décadas se prestó a una entrevista extensa, sin urgencias, meditada. Y con tuteo autorizado.

Había visitado la provincia en ocasiones anteriores, a veces para tocar, en otras por el vínculo que mantiene con la carrera de Luthería de la UNT. En este caso llegó como una de las figuras invitadas a la Trienal de Luthería, y además de brindar capacitaciones oficia de jurado en el Concurso Internacional de Construcción de Violín, Guitarra y Charango. Porque no sólo es un experto pulsando las cuerdas; lo suyo pasa también por develar los secretos escondidos en cada recoveco del instrumento.

- ¿Por qué son tan importantes encuentros como esta Trienal de Luthería que te trajo a Tucumán?

- Son fundamentales porque reúnen a constructores, estudiantes y músicos en un mismo espacio de intercambio. Los concursos permiten que los instrumentos sean evaluados desde el punto de vista técnico y acústico por jurados especializados, lo cual da proyección a los luthiers y les abre posibilidades profesionales concretas. Pero no se trata sólo de la competencia, ya que hay conferencias, clases y charlas abiertas en las que los asistentes pueden preguntar, debatir y aprender. Muchos de ellos son estudiantes que, además, reciben puntaje académico por participar. La Trienal genera un verdadero movimiento cultural: acerca a músicos con luthiers, pone en valor la enseñanza de la luthería y le da visibilidad a una tradición que en Tucumán existe desde la década de 1940, gracias al legado del italiano Alfredo del Lungo. No siempre se dimensiona lo suficiente lo que significa tener una escuela universitaria de luthería en América del Sur.

- ¿Qué impresión te llevás de la calidad de los instrumentos que se fabrican en la región?

- El nivel es muy bueno. Los alumnos egresados de la escuela de Tucumán siguen una línea de trabajo característica, que con el tiempo fue adoptando rasgos propios. La luthería es un arte tradicional, con modelos y técnicas muy precisas, pero aquí se generó una impronta particular que se transmite desde hace décadas. Además, esta escuela no solo recibe estudiantes de la provincia, ya que llegan de todo el país e incluso de otros países, porque es la única con rango universitario en Sudamérica. Eso marca una diferencia enorme. Hay escuelas de luthería en otros lugares, por ejemplo Buenos Aires o Córdoba; en Cafayate también hay una, pero solamente de charango. Son talleres en general privados y mucho más chicos. La de Tucumán es una carrera en la que se reciben como licenciados, tras cursar materias académicas propias de una universidad, y esto tiene un valor muy alto. No se trata sólo de aprender a usar herramientas, sino de recibir una formación integral, con materias académicas, históricas y culturales. Ese marco le da un valor agregado a la labor del luthier.

UNA RELACIÓN DE TODA LA VIDA. Saraví y el violín.

- ¿Qué condiciones son imprescindibles en un luthier? ¿Pesa más la sensibilidad, la técnica o el oído?

- Todas eso junto. Cualquiera con destreza manual puede aprender a cortar, medir y ensamblar, pero fabricar un buen instrumento exige mucho más. Está la acústica, la comodidad para el músico, el conocimiento profundo de la madera y la sensibilidad para percibir sus características sin depender siempre de los medidores. Con el tiempo, el luthier desarrolla un oído y un tacto que lo guían en su trabajo. El talento natural cuenta, pero también la capacidad de escuchar y de comprender cómo un instrumento responde al intérprete. Por eso recomiendo siempre que el luthier aprenda a tocar. Aunque no sea profesional, debe poder probar sus instrumentos y asegurarse de que son aptos para un violinista de nivel. Esa es una enseñanza que la escuela de Tucumán incorpora con acierto. De hecho, en la apertura de la Trienal se presentaron en el Virla algunos alumnos formando una pequeña orquestita de cámara y tocaron tres o cuatro cosas. Eso fue muy lindo.

- Cuando asistís a un concierto, ¿podés abstraerte del análisis técnico y disfrutar de la música?

- A veces lo consigo, a veces no. Es una deformación profesional, así como un periodista detecta fallas en un texto, yo advierto desafinaciones, frases mal resueltas o problemas de interpretación. Pero cuando el intérprete logra una comunicación profunda, me olvido de todo eso y simplemente disfruto. Con los instrumentos pasa algo particular: el sonido de un violín no depende sólo de su construcción, sino en gran medida del violinista. Un buen instrumento ofrece posibilidades, pero es el intérprete quien define el resultado final. El mismo violín puede sonar muy distinto en manos de dos músicos diferentes. Por eso se dice que no es la flecha, sino el indio. Yo mismo lo comprobé muchas veces: el 80% del sonido depende del violinista y solo un 20% del instrumento.

Comenzó la sexta edición de la Trienal de Luthería en Tucumán

- ¿Cómo se explica esto?

- Un violín que nació bien, que está hecho con las medidas correctas, con las maderas correctas, va a depender de quién lo agarre, de quién lo toque para que suene de determinada manera, porque el sonido no nace en el instrumento en sí, sino en la concepción sonora interna del intérprete. El instrumento le va a dar la ecualización final, pero el sonido ya estaba concebido antes, entonces está buscando inconscientemente la forma en que suene así. Por eso el mismo violín en manos de distintos violinistas va a sonar bastante distinto. Es como un auto de carreras que lo agarra un piloto u otro. El mismo auto puede rendir distinto.

- ¿El músico encuentra al instrumento o el instrumento encuentra al músico?

- Creo que, en general, es el instrumento el que encuentra al músico. Claro que uno puede ir en busca de un autor determinado o de un modelo contemporáneo, pero muchas veces ocurre que un instrumento aparece en la vida de un músico de manera inesperada. Si hay atracción, si surge esa conexión con el sonido, ese instrumento puede acompañarlo de por vida. Es casi un encuentro fortuito, pero muy decisivo.

- Suele decirse que el celular ya es una extensión del cuerpo. ¿Pasa lo mismo con el violín?

- Sí, absolutamente. Con los años de estudio y de práctica, el instrumento se vuelve parte de uno mismo. De hecho, un violín llega a acostumbrarse tanto a la manera en que lo toca su dueño que conserva esa impronta unos segundos aunque lo toque otra persona. Eso demuestra que no es un objeto mecánico sino algo vivo, orgánico, que cambia y evoluciona con el tiempo. Las maderas se van cristalizando, vibran distinto, adquieren mayor sensibilidad. Un instrumento bien hecho puede mejorar con los años, pero también los contemporáneos de buena factura pueden sonar tan bien como un Stradivarius. De hecho, en concursos a ciegas en Europa, violines modernos resultaron elegidos por sobre los antiguos. La diferencia para el público es casi imperceptible, lo nota sobre todo el intérprete por pequeñas cuestiones de respuesta inmediata.

- ¿Tenés muchos violines? ¿Hay alguno favorito?

- Sí, aunque en realidad uso tres. El principal es contemporáneo, hecho en 2009 por un argentino radicado en Estados Unidos que restauró la colección de instrumentos del Museo Fernández Blanco. Él construyó una réplica exacta de un Guarnerius, cuidando hasta la última medida y el color. Es un violín fantástico, resistente a los cambios de clima y humedad, algo que no siempre ocurre con los instrumentos antiguos. Es lindo tocar con un Stradivarius o un Guarnerius original, pero requieren muchos cuidados. Los contemporáneos bien hechos ofrecen una gran ventaja práctica para quienes viajamos constantemente.

- Después de tantos años de trayectoria, tocando con grandes orquestas y como solista en todo el mundo, ¿qué te queda pendiente en la música?

- Tuve la suerte de hacer mucho de lo que soñaba: tocar grandes conciertos como solista, dirigir la fila de violines del Colón durante 36 años, integrar la Camerata Bariloche y formar el Cuarteto Petrus, que ya lleva 15 años. Nunca me limité a un solo rol: me gustó el repertorio solista, pero también el de cámara y el orquestal. Cuando sentí que en el Colón mi aporte era menor que las demandas extramusicales del cargo, decidí retirarme. No me arrepiento, porque toqué las obras más importantes con los mejores directores que pasaron por el teatro. Lo que me queda es seguir tocando mientras sienta que puedo hacerlo con el nivel que el escenario exige. Si algún día no es así, lo haré en privado.

- ¿Y con la docencia?

- Enseñé muchos años y tengo alumnos que hoy trabajan en orquestas argentinas o en el exterior. Pero hace unos 15 años decidí dejar las clases regulares porque necesitaba dedicar ese tiempo al estudio personal. La música clásica no admite improvisación, exige horas de preparación para que una obra suene espontánea, como si fuera propia. Las clases me quitaban ese espacio, así que opté por priorizar mi carrera performática. Sí doy masterclasses en distintos lugares y me gusta aconsejar a los jóvenes, pero no me dedico a la enseñanza formal.

- ¿Es un lugar común o realmente la música puede ser un instrumento de paz?

- Sin dudas. Puede sonar a cliché, pero lo viví en carne propia con la Orquesta Mundial por la Paz, fundada en 1995 por Georg Solti para el cincuentenario de la ONU. Fue una iniciativa anterior a la de Daniel Barenboim. La idea era reunir a concertinos y primeros atriles de las mejores orquestas del mundo para mostrar a los líderes políticos que el diálogo y la cooperación son posibles. Recuerdo aquel primer concierto en Ginebra, con dirigentes de países enfrentados como el Ayatollah Khomeini y el primer ministro israelí sentados uno al lado del otro, en paz, escuchando música. En un momento hasta pensé “ahora volamos todos” (risas). Fue una experiencia reveladora. Este año se cumplen 30 años de la orquesta y, aunque el mundo atraviesa momentos difíciles, seguimos intentando dar ese mensaje, así que vamos a juntarnos a celebrar este aniversario en Salzburgo, aunque con una formación más reducida. Pero creo que lo más importante es que la música es capaz de tender puentes donde las palabras fracasan.

- Al cabo de más de medio siglo de carrera, ¿seguís emocionándote con los mismos repertorios, los mismos autores?

- Sí, y a veces me sorprende. Obras que me conmovieron hace 40 años pueden volver a emocionarme hoy, aunque de un modo distinto, porque uno cambia y las vive con otra sensibilidad. Un repertorio que conozco al detalle me exige conmoverme para poder conmover al público: si no estoy compenetrado, difícilmente pueda transmitir algo. Por eso dejo descansar ciertas obras para no saturarme y luego las retomo con otra madurez. Me pasó con el Concierto para violín de Mendelssohn: lo toqué mucho, lo dejé 10 años y al volver a él lo amaba más que antes. La música tiene ese poder de renovarse en uno mismo.

El protagonista

- Pablo Saraví nació en Paraná (Entre Ríos) el 4 de abril de 1962, aunque muy poco después su familia se afincó en Mendoza. Allí empezó a formarse en violín con el maestro Miguel Puebla.

- Fue discípulo de Szymsia Bajour, Alberto Lysy y Yehudi Menuhin, quien lo nombró Profesor Asistente en su Academia Internacional. Junto a Lysy y Menuhin tocó en numerosos conciertos como solista en escenarios de todo el mundo.

- Es Primer Violín y miembro fundador de la World Orchestra for Peace, iniciada en 1995 por Georg Solti y continuada por Valery Gergiev.

- Fue concertino de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, del Teatro Colón y de la Academia Bach. Actuó como Director/Solista de la Camerata Bariloche durante 17 temporadas.

- Fundó en 2009 el Cuarteto Petrus, elegido dos veces Mejor Conjunto de Cámara por la Asociación de Críticos Musicales de la Argentina.

- Reconocido experto en instrumentos de arco, escribió tres libros sobre el tema y regularmente realiza conferencias sobre luthería en distintas partes del mundo.

-  Obtuvo dos veces el Premio Konex: en 1999 y en 2009 (este último de Platino).