Se levantó temprano y, como era habitual, se dirigió a la habitación de su hija. A causa de la avanzada ceguera el General ya no podía leer los diarios, así que Mercedes asumía la tarea, mientras él sufría aquellas noticias llegadas de Sudamérica. Pero según relató su yerno, Mariano Balcarce, esa mañana, aunque lo disimulaba, José de San Martín se sentía inquieto y vacilante. Días anteriores, cuando el dolor de la úlcera estomacal que padecía desde la juventud era tan insistente y lacerante que ni el láudano que tenía siempre a mano podía calmarlo, le dijo a su familia: “es la tormenta que lleva al puerto”.
Esa mañana del 17 de agosto de 1850, mientras se vestía con cierta dificultad, observó que sus manos se movían aletargadas por la artritis. Las habrá notado delgadas, con la piel tirante y las venas sobresalientes, expuestas fácilmente al tacto, como señal de una vejez inexorable, de un ocaso irremediable.
Sus dedos estaban tiesos. Ya no tenían la destreza ni la imponente soberbia de su fuerza, como en los tiempos en que vestía el uniforme militar. Habían perdido la costumbre de sujetar la empuñadura de ébano del sable corvo. Lo había colgado en la pared de su habitación y era el arma la que cada día, con un resplandor deslumbrante, lo llevaba al pasado. Tiempos en los que la luz del sol se posaba en su filoso y ligero acero, mientras el General atravesaba las entrañas de la oprimida América. Juntos habían recorrido miles de kilómetros encarnizados, implacables contra el invasor, ávidos de lucha, sedientos de sangre, ansiosos de libertad.
Había llegado a los 72 años, una longevidad inusual para la época, más teniendo en cuenta los innumerables padecimientos que debió afrontar: cólera, asma, reuma; o los originados durante tantos años de campaña en condiciones insalubres, en lugares donde la medicina y sus avances eran casi inexistente, por lo que la cura definitiva nunca llegaba.
Fue durante su estadía en Chile cuando un médico le recetó opio, induciéndolo a un uso desmedido para paliar, en aquel momento, los pesares corporales. Así se generó una adicción que lo acompañaría hasta el final de sus días. Su amigo Tomás Guido ya le había advertido sobre los efectos nocivos del opio en su físico y en su moral. Y se lamentaba de que esa droga se hubiera convertido en “una condición de su existencia, cerrando el oído a las instancias de sus amigos para que abandonase el narcótico”.
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Durante el autoexilio su vida social era tranquila, idéntica a la de cualquier ciudadano común. Sólo se alteraba con las visitas de compatriotas exiliados u opositores al régimen de Juan Manuel de Rosas. Superadas algunas urgencias económicas, sobreviviendo con la devaluada y atrasada pensión que le llegaba del Perú, convivía en el hogar junto a su hija, su yerno y sus dos pequeñas nietas, disfrutando de una vida familiar que siempre había dejado de lado. Solía ocupar su tiempo con la carpintería o limpiando sus armas. Pero a cada día le seguía la noche, y con ella, una soledad insoslayable.
17 de agosto de 1850. Despertar. ¿Se habrá sentido desconcertado y taciturno, resignándose a soportar la resaca producida por los opioides, tratando de comprender aquellos ingrávidos, tormentosos y hasta a veces inconexos recuerdos que lo asediaban? Tal vez en ese letargo que lleva al sueño le pareció sentir aquella calurosa ventisca correntina de su remoto Yapeyú natal, a la vez que escuchaba el dulce y delicado llamado de una difusa figura, la de Rosa Guarú, la aborigen que lo tenía a su cuidado en los primeros años.
Probablemente, entre sobresaltos, como durante las despiadadas tempestades de alta mar que atravesó en sus viajes, reaparecía ese niño recluido en los cuarteles que soportaba las burlas por sus rasgos americanos y por su piel trigueña.
¿Habrá sentido revivir con el torrente y agitado latido de su corazón la evocación de aquellas mujeres que amó?
Ensimismado en el eco de su propia voz, bramando en combate, al grito de ¡a degüello!, ¿volvió a percibir esa fuerza clamorosa que con osadía y arrojo lo tiraba de los hombros? Fue ese brioso y osado impulso el que salvó su vida en San Lorenzo, y quedaría unido a un rostro y un nombre destinado a acompañarlo de manera perpetua: el de Juan Bautista Cabral.
¿Recorría aún su cuerpo aquel gélido e inclemente vendaval andino que enfrentó en la más ambiciosa y temeraria de sus campañas? ¿Se había acostumbrado al cambio -la tibia sangre que brotaba de sus enemigos por la fresca brisa marina de Boulogne-sur Mer-?
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Sin dudas no le tenía miedo a la muerte. Fue a buscarla infinidad de veces, con arrojo y convicción, desafiándola y enfrentándola. Fue una tenaz y persistente compañera. Tampoco le tenía miedo a la agonía. “Si somos libres, todo nos sobra”. Pero el final ahora era inevitable; ¿lo interpelaba haber llegado a viejo?
Guerreros como él pocas veces se quedan a esperar que la última exhalación llegue con placidez y sosiego. ¿En algún momento pensó que hubiese sido mejor morir luchando antes que ver la anarquía en la que se sumía la América liberada? Soportó traiciones, no respondió a calumnias ni a la persecución y el desprecio indecoroso de una Argentina naciente que le reclamaba, desconfiando de su honor, por no interceder y tomar partido en la guerra civil que el poder político había desatado. Un enfrentamiento fratricida que derramó sangre como nunca antes sobre su tierra. Sólo se defendió asegurando: “Jamás derramará la sangre de sus compatriotas, y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Sud América”. Lo condenaron por soberbio y altanero.
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Los dolores estomacales lo estremecieron. Con la poca fuerza que le quedaba hizo señas a su yerno para que retirara a Mercedes de la habitación; sabía que ya era el momento del fin. A las tres de la tarde de un 17 de agosto, 175 años atrás, moría José de San Martín. Dijo adiós alejado de la ostentación y de la opulencia, de diatribas, recriminaciones e injurias, legándonos con grandeza que la búsqueda del bien común y de la prosperidad no sólo se encuentran en la valentía y en el sacrificio de un campo de batalla.