“Migas o grueso calibre” ya seduce desde la portada, una inquietante ilustración -arte de Mateo Ibarra- ajustada a las texturas que la poesía de Luciana García Barraza invita a descubrir. Editado por el sello independiente tucumano Aguacero, para su colección Pluvia, se trata, sin dudas, de uno de los libros del año.

García Barraza, que es profesora de Letras (UNT) y tallerista, ganó el primero premio del Concurso de Poesía Dora Fornaciari por este trabajo. Se tomó su tiempo para terminar de darle forma a la entrevista con LA GACETA, seguramente por esa obsesión por encontrar la palabra inmejorable que destila cada una de sus creaciones. Con 29 años, la suya es una de las voces de la literatura contemporánea que vale la pena seguir de cerca.

- ¿Cómo fue el proceso de escritura que derivó en este libro?

- Diría bastante excepcional, aunque todos los libros en alguna medida lo son. En este caso fue paradójico: llegué a pensar que no estaba escribiendo mientras lo escribía, probablemente porque no eran los poemas que esperaba. Me visitaba con frecuencia una especie de frustración, o rencor frente a la verdad irrefutable de todo lo que la escritura nos da, y más aún de todo lo que la escritura no nos da. Yo le reproché tanto su inconstancia que, con ese tiempo mítico en que se construyen los poemas, fue drenando algo mayor. Supongo que hay un punto donde supe verlo, en algún instante de claridad -porque no me parecería ético publicar si no creyera en lo que escribo, aunque esa aceptación llegue con tardanza-. Que sea un libro es producto de la intervención lectora de unos otros, que le dieron entidad primero y luego una maravillosa materialidad.

- Pasaron siete años entre la publicación de “Broza” y “Migas o grueso calibre”. ¿Qué cambió en la poeta y en su poesía?

- Me gustaría creer que entre un libro y otro hay más testimonio del cambio que de la constancia, sobre todo porque me aterra el agotamiento de mi lenguaje, pero encuentro muchos puntos en común entre mi primer y este mi último libro. Hay algunas preocupaciones recurrentes que a fuerza de insistencia se convierten, casi sin control, en el universo simbólico de mi escritura, y en esa necesidad de explorar la forma, no por su relevancia en sí, sino por su capacidad reveladora de otras capas de sentido. Sin embargo, me siento completamente transformada desde ese primer libro, y por lo tanto, esas recurrencias son sólo aparentes. No importa con cuánta devoción haya mirado una imagen, ella no es la misma porque yo no soy la misma, y viceversa. Pido disculpas de antemano por la autocita, pero creo que no podemos bañarnos dos veces en los mismos ojos.

“MIGAS O GRUESO CALIBRE”. Lo editó el sello tucumano Aguacero.

- Tu madre entra y sale de los poemas. ¿Cómo se produce ese vínculo?

- Creo que mi madre es el primer contacto con algunos elementos que encuentro cruciales para escribir: el misterio, el silencio y la palabra, en sus formas veladas e irónicas. Este libro, particularmente, deriva muchas veces en el interrogante sobre el linaje, la reproductividad, la infertilidad -en sus manifestaciones más abstractas y más concretas- y en la impotencia de la nada, a la que siempre consideré una respuesta posible, y creo que eso es, poéticamente hablando, algo hereditario. Mucho más que una literatura, o un apego a la lectura, mi madre me legó un lenguaje, y una manera de vincularme con él, lo cual considero aún más vital.

- ¿Cómo aparecen los caballos y los felinos en tu vida?

- Me parece que los caballos son animales majestuosos, casi sagrados. En “Elogio de la profanación”, Agamben define la religión como aquello que separa lo divino de los seres humanos, y la profanación, como aquello que restituye lo divino a los humanos. En ese sentido, a los caballos los coloco en un intermedio entre el cielo y la tierra. Por eso, me acerco al misterio de su majestuosidad en los poemas, pero en la vida real les tengo un temor, parecido al de dios, y un respeto inmaculado; son amores platónicos. En el caso de los felinos, hay algo de su sensualidad y despotismo que me permiten, creo, catalizar ciertos pudores, y que el poema sea una zona erógena y atractiva.

- Y siguiendo con referencias concretas en los poemas, ¿y en el caso del agua/mar?

- Podría decir muchas cosas y ninguna sería tan hermosa, tan perfecta y tan precisa como el verso de Inés Aráoz: “Agua debería ser/la escolta del amor”.

- Escribís que la poesía no sabe (o no puede) mirarse a sí misma. ¿Por qué?

- Creo que una autoconciencia plena mataría el margen de ceguera que hay que tener para escribir. Esa distracción de la que nace todo lo que puede crearse. No sé si una montaña sabe de su grandeza; eso es parte de su magnitud.

Luciana García Barraza: “Ningún poema es garantía de llegada”

- ¿Cómo es eso de “empujar con odio” un poema?

- Susana Thénon escribió que al poema le incumbe todo, incluso la tierra más ingrata. El germen de un poema no siempre implica un vínculo amistoso con el decir, en primer lugar porque el lenguaje es impotente, y en segundo lugar, porque a veces lo que decimos no está de nuestro lado (la paradoja de aquella frase de no tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso no es aplicable a la poesía en igual sentido, pero la contradicción es inherente). Cuando hablaba anteriormente del rencor, no escribir para mí era estar vedada, y aunque intentara enfrentar el silencio con humildad no siempre pude evitar el terror y que ello derivara, como suele suceder, en el odio. Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo, cita Ariana Harwicz de Kertész. No me siento identificada en su totalidad, pero es verdad que no siempre me he sentido amigada con el mundo mientras escribía.

- Entre los epígrafes y las referencias aparece Kafka. ¿Cómo es tu relación con su legado literario?

- Kafka está entre mis autores predilectos (incluso en mis intentos, inéditos y fallidos, de leerlo en su idioma original e intentar traducirlo). Creo que Kafka me legó una mirada sobre el mundo (espiritual y material) absolutamente inevitable, y ya lo pienso como un amigo y como un espejo (en su casa, en Praga, pude ver sus manuscritos y sorprenderme, con cierta ingenuidad, del parecido en nuestra caligrafía). Particularmente, a este libro lo atraviesa un aforismo suyo muy inteligente: “A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el único punto que hay que alcanzar”.

- “Cosas miradas” te revela como profunda observadora. ¿Sos así en todo momento?

- Cuando a Blanca Varela le preguntaron sobre el lugar de la mirada en su poesía, ella le adjudicaba su capacidad observadora al hecho de haber sido criada en un hogar de mujeres, denunciando, con mucha inteligencia, ese lugar subsidiario que muchas veces nuestro género tuvo que ocupar, en el cual hablar no siempre fue una opción habilitada. Es justamente allí donde se gesta una “treta del débil”, eso negado que se reconfigura y se vuelve, paradójicamente, fortaleza: el saber mirar. En mi caso, creo que debo mi capacidad observadora a la soledad de mi infancia, a la curiosidad contenida en un cuerpo terriblemente tímido pero curioso, a ese horizonte que requiere la salud del ojo (Emerson) y que no dejo de buscar.

- ¿Cómo establecés la relación entre poesía, verdad y belleza? Se nota un equilibrio, por ejemplo, en “Balcones/Fumar de noche”.

- No sé si es una relación que puedo establecer de antemano, o decidir con rigurosidad qué límites pondré entre una y otra (aunque el remordimiento indique que hay algo poderoso y peligroso en ser honesta en el poema); creo que se imponen en la escritura y van creando una verdad que traiciona a la verdad y a la vez le es más fiel que cualquier otro discurso. Denise Levertov, citando a Dahlberg, dice que una ley de percepción deriva siempre en una nueva percepción, y que una poesía orgánica es aquella en la que todos sus elementos pueden dar fe de la manera en que algo fue percibido por quien miraba. Es decir que el poema es el resultado de la experiencia más ese intento de traducción, y allí hay un margen para que la verdad sea otra cosa. El equilibro, en todo caso, no se produce en cuanto a qué lugar les dé yo, o qué tan fiel le sea a la verdad de mi biografía, sino porque la experiencia se pone a disposición en la palabra para construir, junto a otros, una verdad en el poema, que podría convertirse, en el mejor caso, en una verdad más colectiva.

- ¿Cuál es tu análisis de este momento de las letras en Tucumán? ¿Te gusta lo que estás leyendo?

- Creo que es un gran momento, en cuanto al afianzamiento de una comunidad literaria que incluye autores, editores, lectores y otros trabajadores de la palabra. Si bien no recuerdo períodos de mis lecturas donde no haya habido un autor o autora tucumana que me gustara, creo que se están escribiendo cosas muy interesantes (en este momento, estoy leyendo “Barcos que regresan al bosque”, de Valentín Cantón, y “La copa del faso y otras crónicas”, de Exequiel Svetliza, y son dos libros fenomenales en diversos sentidos, publicados por dos sellos editoriales tucumanos, Aguacero y La Papa, que vienen haciendo un trabajo admirable). Actualmente, dictando un taller de lectura y escritura de literatura tucumana en la Facultad de Artes, puedo redescubrir no sólo escritores que producen desde acá, sino toda una audiencia en donde ya circulan libros y autores de nuestra literatura, en cruces con otras tradiciones, regiones y tiempos.

- ¿Te imaginás una vida sin poesía?

- Alguna vez traté de imaginarlo; me pareció imposible. Pero opondría que tampoco imagino una poesía en la que no se tienda a la vida.