Especial para LA GACETA

Durante la semana que acaba de concluir se cumplieron 80 años de dos hechos que, a la vez que representan uno de los mayores oprobios de la era contemporánea, representaron instancias fundacionales de un nuevo paradigma internacional. La detonación de las bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, respectivamente el 6 y el 9 de agosto de 1945, inauguraron la era nuclear. En 1949, la Unión Soviética dispondrá de esa tecnología. Le seguirán Francia, Gran Bretaña y China. Luego, la India, Israel y Pakistán. En definitiva, la capacidad del ser humano para destruir el planeta dejó de ser una moraleja para devenir certeza estadística. Dicho en términos de Albert Camus, aquellos que presumían de encarnar la civilización, a partir del uso del arma atómica, alcanzaron el último grado de salvajismo.

La conciencia sobre ese espanto, sin embargo, no fue inmediata. Por el contrario: el horror fue cubierto por un manto de eufemismos. Las bombas, de repente, eran otra cosa. Fundamentalmente, eran “poder”. Se hablaba del poder del átomo, del poderío de Estados Unidos, del poder de la ciencia, del poder disuasivo de la tecnología nuclear. Y, por supuesto, el país que ostentaba el monopolio de este infierno hablaba de que había logrado ponerle fin al último frente abierto de la Segunda Guerra Mundial y, llevando al paroxismo aquello de que “a la historia la escriben los que ganan”, sostuvo que se había logrado salvar cientos de miles de vidas.

Nadie, o casi nadie, hablaba, justamente, de los cientos de miles de vidas que habían sido cegadas. Eso cambio con un reportaje que es considerado el artículo más famoso de la historia del periodismo. Se llamó, secamente, “Hiroshima”. Lo escribió John Hersey y lo publicó The New Yorker en una edición que mereció, acabadamente, el calificativo de “histórica”.

Hiroshima fue escogida como objetivo primario en El Álamo, donde se montó el laboratorio del “Proyecto Manhattan” para el desarrollo de estas armas de aniquilación masiva. ¿La razón? Era un puerto de aprovisionamiento de armamento del ejército japonés, enclavado en una zona industrial. Sobre ella, el bombardero B-29 bautizado “Enola Gay” lanzó la bomba de uranio 235, bautizada como “Little Boy”, que produjo una explosión de 13 kilotones (un kilotón equivale a 1.000 toneladas de TNT). El radio de destrucción fue de 1,6 kilómetros. Es decir: si se hubiera detonado sobre la plaza Independencia, su poder de devastación hubiera ido tres cuadras más hacia el norte del Estadio de Atlético Tucumán. Y una cuadra más al oeste del ex Mercado de Abasto, en el barrio de La Ciudadela.

El 70% de los edificios de la ciudad fue arrasado por completo. Antes de la guerra, la ciudad tenía unos 380.000 habitantes. Pero había disminuido en un 30% como consecuencia de las evacuaciones cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial. Especialmente, cuando EEUU entró en la conflagración tras el ataque de las fuerzas niponas a la base de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. El 6 de agosto de 1945, a las 8.15, cuando “Little Boy” fue detonado a unos 600 metros de altura sobre la ciudad, la vida de unas 100.000 personas llegaría a su fin.

A la explosión, y los incendios que desató en una superficie de casi 12 kilómetros cuadrados. sobrevino una lluvia negra, cargada de polvo, hollín y partículas radioactivas que generaron contaminación a zonas largamente más allá de Hiroshima. Se estima que, como consecuencia del envenenamiento por radiación, el número de muertos para finales de 1945 se duplicó.

Sobre Nagasaki fue detonada la bomba “Fat Man”. Era de plutonio 239 y fue lanzada desde otro B-29, bautizado como “Bockscar”. Esta ciudad fue otro enclave portuario e industrial relevante para el ejército japonés, porque allí se fabricaba desde artillería hasta naves de guerra.

Pero no era el blanco primario, que era Kokura, la cual se salvó por la densa nubosidad con que amaneció el 9 de agosto de hace ocho décadas. Así que el bombardero se dirigió al objetivo secundario.

La bomba se lanzó a las 11.01 sobre Nagasaki. Detonó a poco menos de 500 metros de altura sobre la ciudad. La detonación fue equivalente a 22 kilotones de TNT. Unas 40.000 personas murieron en el momento. También hubo un radio de destrucción de 1,6 kilómetros, pero no hubo lluvia negra después. La destrucción alcanzó al 40% de los edificios y para finales de 1945 la cifra de víctimas fatales trepó a entre 60.000 y 80.000 personas.

La “conspiración”

En el prólogo de Hiroshima, publicado como libro por primera vez en España hace hoy una década (Editorial Debate, Madrid, 2015), Juan Gabriel Vázquez, quien traduce el original, dice que ese texto vio la luz como resultado de una “conspiración”. En 1946, William Shawn, editor del New Yorker, era parte de una minoría de estadounidenses que no adscribía ni al discurso de que la bomba atómica había salvado vidas ni mucho menos al alegato de una merecida venganza contra el enemigo.

Hersey, un norteamericano nacido en el extranjero (vivió en China hasta los 11 años), estaba apostado en Shanghái como corresponsal para la revista. Decidió pasar tres semanas en Hiroshima, durante mayo de ese año, período durante el cual observó, entrevistó e investigó. Y entregó, como resultado, un único escrito de 150 páginas. Se discutió la posibilidad de publicarlo en cuatro entregas, pero Shawn tomó una decisión que haría la diferencia: le dedicó, enteramente, el número del 31 de agosto (con la sola excepción de la cartelera de novedades teatrales). El número del New Yorker tenía ese solo trabajo. Es decir, era un libro en formato de revista. Las reacciones son imperecederas. Vázquez evoca la de que Albert Einstein encargó 1.000 ejemplares, lo cual fue un pedido de cumplimiento imposible.

A las pocas horas de salir, The New Yorker se había agotado. Su contenido fue reproducido por medios de Europa y de Estados Unidos, y la editorial Alfred A. Knopf lo publicó como libro en 1947. Hersey se convirtió en un referente obligado del periodismo narrativo y de investigación, así como también en un crítico implacable contra el desarrollo de las armas atómicas.

En la Argentina, la editorial Debate publicó en 2016 una renovada edición de Hiroshima con cinco capítulos: los cuatro correspondientes al artículo publicado por The New Yorker y uno más que consiste en una suerte de secuela escrita por el propio Hersey 40 años después. En ese texto analiza lo que les pasó a los sobrevivientes. Justamente, el trabajo original de Hersey gira en torno de seis personas que sobrevivieron al estallido de “Little Boy”.

Vázquez advierte que Hersey no era un gran prosista. Advierte que su ritmo es más bien monótono y que confía en exceso en las cifras. Pero rescata que es un observador que mira Hiroshima a través de sus entrevistados, sin ir más allá. Y, sobre todo, que su artículo batalla a brazo partido contra de la abstracción y sus encubrimientos y cobardías. Bastan dos párrafos de su artículo para dimensionar, a la vez, su calidad profesional y la abominación de lo vivido.

El testimonio

“La suerte que corrieron los doctores Fuji, Kanda y Machii -y, puesto que sus casos son típicos, la que corrió la mayoría de los médicos y cirujanos de Hiroshima-, con sus oficinas y hospitales destruidos, sus equipos dispersos, sus cuerpos incapacitados en grados diversos, explicó por qué no se atendió a muchos ciudadanos heridos y por qué muchos que habrían podido salvarse murieron. De 150 doctores en la ciudad, 75 fallecieron, y los demás resultaron heridos. De 1.780 enfermeras, 1.654 murieron o estaban demasiado graves para trabajar. En el hospital más grande, el de la Cruz Roja, solo seis doctores de 30 eran capaces de trabajar, lo mismo que solo 10 enfermeras entre más de 200. El único médico ileso del personal de la Cruz Roja fue el doctor Sasaki”, describió.

“El doctor Sasaki trabajaba sin método, atendiendo primero a los que tenía más cerca, y pronto notó que el corredor parecía llenarse más y más. Mezcladas con las escoriaciones y las laceraciones que la mayoría de los pacientes habían sufrido, el doctor empezó a encontrar quemaduras espantosas. Se percató entonces de que empezaban a llegar del exterior avalanchas de víctimas. Eran tantas que el doctor comenzó a postergar a los heridos más leves; decidió que lo único que podía hacer era evitar que la gente muriera desangrada. Poco después había pacientes en cuclillas sobre el suelo de la sala, en los laboratorios y en todas las otras habitaciones, y en los corredores, y en las escaleras, y en el zaguán de entrada, y bajo la puerta cochera, y sobre las escaleras de piedra del frente, y en la entrada y en el patio, y a lo largo de varias manzanas en ambas direcciones de la calle. Los heridos ayudaban a los mutilados; familiares desfigurados se apoyaban los unos en los otros. Muchos vomitaban. Numerosas alumnas llegaban al hospital arrastrándose. En una ciudad de 245.000 habitantes, cerca de 100.000 habían muerto o recibido heridas mortales en un solo ataque; 100.000 más estaban heridos. Al menos 10.000 de los heridos se las arreglaron para llegar al mejor hospital de la ciudad, que no estaba a la altura de semejante invasión, pues tenía solo 600 camas, y todas estaban ocupadas. En la multitud sofocante del hospital los heridos lloraban y gritaban, buscando ser escuchados por el doctor Sasaki: “Sensei”, “¡Doctor!”. Los más leves se acercaban a él y le tiraban de la manga para que fuera a atender a los más graves. Arrastrado de aquí para allá sobre sus pies descalzos, apabullado por la cantidad de gente, pasmado ante tanta carne viva, el doctor Sasaki perdió por completo el sentido de la profesión y dejó de comportarse como un cirujano habilidoso y un hombre comprensivo. Se transformó en un autómata que mecánicamente limpiaba, untaba, vendaba, limpiaba, untaba, vendaba”, sintetiza Hersey.

La respuesta

Pocos meses después de la publicación de “Hiroshima” en The New Yorker, Henry Stimson, quien fuera secretario de guerra durante la administración de Harry Truman (asumió como presidente de EE.UU. en abril de 1945, tras la muerte de Franklin D. Roosevelt, de quien era vicepresidente) redactó un texto que formó opinión en la mayoría de los estadounidenses: “La decisión de usar la bomba atómica”. Vázquez puntualiza que fue la “respuesta oficial a las perturbadoras revelaciones de Hersey” y sintetiza los tres principales argumentos: la bomba forzó la rendición incondicional del emperador Hirohito; sin su empleo la guerra se habría prolongado durante un año más, tiempo que habría demandado una invasión completa de Japón; y durante ese lapso hubieran muerto un millón de soldados estadounidenses.

Sin embargo, el traductor de “Hiroshima” repara en que hay declaraciones de estadounidenses que desautorizan estas pretensiones. Y no son precisamente la de líderes pacifistas ni referentes del idealismo. “Es mi parecer que el uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no representó ninguna ayuda sustancial en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y listos para rendirse”, sostuvo William Lehay, almirante de cinco estrellas y jefe del Estado mayor durante las presidencias de Roosevelt y de Truman.

“Le expresé mis serias dudas (a Stimson), primero sobre la base de mi convicción de que Japón ya estaba derrotado y que arrojar la bomba era completamente innecesario; y en segundo lugar porque creía que nuestro país debía evitar chocar a la opinión pública mundial mediante el uso de un arma cuyo empleo ya no era, creía yo, obligatorio como medida para salvar vidas americanas”. Esta segunda aseveración corresponde nada menos que a Dwight Eisenhower, comandante de las fuerzas armadas contra Adolf Hitler y, luego, presidente de los Estados Unidos.

El prólogo de Vázquez, certeramente, se titula “Hiroshima y la mentira atómica”. © LA GACETA