El reloj valoriza ciertos momentos. Muchas veces, sin saberlo, tenemos la historia frente a los ojos. No se percibe como tal, porque se disfraza de rutina, pero está ahí: firme, silenciosa, esperando deslumbrar. En el fútbol tucumano, la década del 70 estuvo llena de episodios así. Uno de los más emblemáticos ocurrió el 21 de diciembre de 1975, cuando Atlético enfrentó a Rosario Central por la sexta fecha del Torneo Nacional. Un duelo que, más allá de los dos puntos en juego -como se contabilizaban las victorias por entonces-, representó mucho más que un simple cruce entre dos equipos. Ese día, en la cancha de San Martín, Mario Alberto Kempes y Julio Ricardo Villa compartieron escenario por última vez antes de hacer historia con la Selección, con la que ambos serían campeones del mundo tres años después, en 1978.
Por aquel entonces, Villa era una de las grandes apuestas del “Decano”. Había llegado al club tras un paso por Quilmes y San Martín, y se estaba ganando el cariño de la gente con buenas actuaciones y una entrega constante. Kempes, por su parte, llevaba apenas dos años como profesional, pero ya era la figura indiscutida del “Canalla”. Su nombre empezaba a sonar con fuerza, y su capacidad goleadora lo perfilaba como uno de los grandes talentos del fútbol argentino.
Ambos equipos, sin embargo, no atravesaban un gran presente. Atlético y Central habían sumado apenas un triunfo, dos empates y dos derrotas en las primeras cinco fechas. Las chances de clasificar a la siguiente fase eran mínimas.
“Aspiro a la mejor colocación entre los equipos del interior”, decía resignado “Pituco”, el personaje que Ceferino Sirgo retrataba en sus viñetas de LA GACETA. El equipo tucumano llegaba de perder 2-1 frente a River en el Monumental.
Como dato de color, el plantel de Rosario Central debió viajar en colectivo a Tucumán debido a la suspensión de los vuelos hacia la provincia. El viaje fue largo y agotador: llegaron al amanecer del día del partido y pasaron la noche previa en la provincia.
El escenario también fue particular. A pesar de que Atlético era local, el partido no se disputó en el Monumental José Fierro, sino en La Ciudadela, el estadio de San Martín. ¿El motivo? “Ese partido se juega en San Martín porque toda la rueda final se jugó en canchas ‘neutrales’. Entonces Atlético no pudo jugar como local: así lo hizo con San Lorenzo, Estudiantes de La Plata, Gimnasia de Jujuy y Rosario Central”, explica Silvio Nava, historiador del “Decano”.
El encuentro estaba programado para las 20.30 de aquel domingo. Y cuando la pelota comenzó a rodar, fue Central quien tomó la iniciativa. A lo largo de los 90 minutos generó más de 11 chances de peligro, principalmente a través de Kempes y Oscar Lamberti.
Según la crónica de LA GACETA, Kempes tuvo al menos tres mano a mano con el arquero tucumano Francisco “Pancho” Ruiz, que terminaría erigiéndose como la gran figura del partido. Con reflejos felinos, Ruiz desvió todo lo que pasó cerca de su arco y sostuvo el cero con una actuación memorable.
Atlético, en contraste, mostró una preocupante falta de peso ofensivo, un déficit que había mostrado a lo largo de todo este torneo: en los últimos 270 minutos solo había anotado un gol a través de la vía del penal. Y en ese partido, apenas logró rematar tres veces al arco defendido por Central, sin generar verdadero riesgo. La jugada más clara fue un cabezazo de Ángel Antonio Guerrero, bien contenido por el arquero rival. Raúl Agüero y Juan Francisco Castro también intentaron desde media distancia, pero sus disparos fueron controlados sin mayores complicaciones.
Villa, una de las grandes esperanzas del equipo tucumano, tuvo una actuación discreta. No logró gravitar en el juego y fue reemplazado a los 75 minutos por René Alderete. Su influencia en el partido fue menor, aunque su historia recién comenzaba a escribirse.
El encuentro también tuvo momentos calientes. Daniel Killer, defensor de Central y otro futuro campeón del mundo en 1978, fue expulsado a los 59 minutos por agresiones a Ruiz y a Bulacio.
Finalmente, el resultado fue un empate sin goles, pero el verdadero valor de aquel partido no estuvo en el marcador. Estuvo en los nombres que compartieron cancha, en las promesas que luego serían leyenda, y en el testimonio silencioso de un fútbol que, sin saberlo, presenció un capítulo más de la historia grande del deporte argentino.