Cuentan que, en una ocasión, el filósofo Ludwig Wittgenstein charlaba con una colega en la estación de Cambridge y que, apasionados polemistas como eran, el tren ya estaba partiendo cuando se avivan. Salen entonces corriendo por el andén y sólo Wittgenstein logra colgarse de la baranda del último vagón. Ante la escena y la cara de estupor de la muchacha, el jefe de la estación se acercó y la quiso tranquilizar: en diez minutos sale otro tren y entonces alcanzará a su compañero. Ella se lo agradeció, pero le dijo: “No, no. Es que él sólo había venido a despedirme”.
La veracidad de la escena es poca; de todos modos, enseña. Sería la versión “pollo Sobrero” del tropiezo de Tales de Mileto.
Al mal tiempo: ¡Qué changuitos!Vamos a tratar de caracterizar al despiste. La distracción es otra cosa. Muy común en nuestro tiempo lleno de estímulos y problemas, vivimos con mil ventanas abiertas. Pero lo que nos interesa en esta situación es el despiste y su capacidad liberadora.
El despiste que caracterizamos es un fenómeno de la modernidad, de la urbanidad. Pero nos sale al encuentro otro personaje: el flâneur, del que también nos tenemos que desmarcar. El flâneur camina sin rumbo; sale a deambular sin objetivo. No está perdido. Las calles no son un medio, sino un fin. Charles Baudelaire fue uno de los primeros etólogos de paseantes parisinos:
Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito.
Dicho sea de paso: es imperdible el libro de Ramón del Castillo, Filósofos de paseo, donde desarrolla las ideas de Walter Benjamin, M. Heidegger y otros dementes del caminar.
Vamos a lo nuestro, al despiste. Quizás la mejor forma de pensarlo sea con casos como el de Wittgenstein. No quiero universalizar, pero todos conocemos a alguien despistado. M., por ejemplo, se pierde en cualquier lado. Pero lo cierto es que lo hace con una gracia especial, con una genuina ingenuidad. Anda por la ciudad como si cada esquina fuese una sorpresa recién estrenada. Ella lo hace al revés de lo que uno haría si se pierde. Claro, porque lo primero que hacemos es disimular: por caso, hace preguntas tangenciales acerca del lugar; pregunta, como quien no quiere la cosa, por qué hay camellos y pirámides si usted juraría haber tomado el Trébol rumbo a Aguilares. En cambio, M. se maravilla de su propio extravío: relata su día como una verdadera hazaña. Suele serlo. No es una flâneur idealista; sale con una hoja de ruta. Lo que pasa es que el mapa termina siendo como esos dibujos en los que uno va uniendo puntos y se sorprende del resultado que va tomando forma. En el caso de M. no hay números que permitan anticipar un orden.
Los que caminan, corren o pedalean por la Av. Perón saben siempre dónde están, cuánto tiempo llevan en su actividad, los pasos que han dado, las calorías quemadas y las gotas sudadas. Los flâneurs como Darío Stajnschreiber dan vueltas al cementerio pensando en la inmortalidad del mosquito. Salen a perderse. En cambio, M. llega a casa a las dos horas, cuenta que tomó el colectivo equivocado, que se volvió caminando para el otro lado (no estaba volviendo, pero así lo describe) y trae una bolsa de churros y tres capibaras —¡son carpinchos!, ¿vieron?—.
Al mal tiempo: la burbuja de la vidaDesde luego, despistarse está mal visto en estos días. Quizás, como diría Marx, la clave del despistado haya que buscarla en los enfocados: les discute la ilusión de control. Gente como M. (que anda por ahí, ya va a llegar) guarda un arte secreto para volver extraña la rutina, algo que no conviene subestimar. Si hubiera sido la colega de Wittgenstein, sin dudas lo habría saludado feliz y le habría deseado buen viaje: que vuelva a casa cuando quiera. O cuando pueda.