En el presente de la Liga Tucumana, pocos nombres brillan con la intensidad de Mauricio Miranda, delantero de Ateneo Alderetes. Con 33 años, el jugador vive un renacer futbolístico que contrasta con un pasado lleno de altibajos, frustraciones y pausas prolongadas. Su historia, como la de decenas de jugadores del interior, es la de un futbolista que nunca dejó de creer, aunque muchas veces estuvo cerca de rendirse.
“Desde 2023 me siento en mi plenitud, es el momento en que estoy mejor físicamente. Es contradictorio porque trabajo de noche, pero así y todo, me siento mejor que nunca”, relata Miranda con una sonrisa que esconde los años de lucha. Tras un largo paréntesis entre 2017 y 2021, durante el cual estuvo alejado de las canchas, el regreso no fue sencillo, pero sí determinante para su carrera.
Las razones de su pausa fueron diversas, pero principalmente laborales. “Trabajé de chofer entre 2018 y 2021, con horarios rotativos que no me permitían entrenar. Por suerte, mi jefe, Oscar Sandili, me pasó al turno noche en el lavadero, y eso me dio la chance de volver al fútbol”, explica. El cambio de rutina fue clave para que pudiera reintegrarse en un deporte que muchas veces pareció darle la espalda. “Estuve cinco años sin jugar y pensaba que no iba a volver nunca. Pero algo dentro mío me empujó a no rendirme”, cuenta, y aclara: “Si mi esposa Mariela Moyano no me acompañaba en todo este proceso, hubiera sido imposible”, resalta el goleador.
En su juventud, Miranda ilusionó a más de uno. Hizo inferiores en San Lorenzo entre 2004 y 2006, y luego pasó por Ben Hur de Rafaela. Incluso tuvo una experiencia breve en Brasil, donde una mala gestión de su representante lo dejó varado. “Fui a probarme en Inter y Gremio. Creo que no me daba” —dice, soltando una carcajada— “pero quedé en Juventude, entrené bien, pero esta persona empezó a pedir autos, departamentos... Allá me dijeron que no y me tuve que volver con una mano adelante y la otra atrás”, recuerda con dolor.
Ese golpe fue uno de los más duros, aunque no fue de nocaut. “Después de eso no tenía ganas de jugar, sentía que todo mi sacrificio era en vano”, confiesa. A los 19 años, había perdido la motivación. Volvió a Tucumán desilusionado, sin club y sin rumbo, y aunque trabajaba en otros oficios, nunca se desvinculó del todo de la pelota. “Trabajaba con mi viejo vendiendo cosas en la calle: ventiladores, sábanas, encendedores. Nos metíamos en el campo, donde a la gente le costaba llegar al centro, y llevábamos la mercadería nosotros”, relata.
Su carrera siempre fue así: una sucesión de idas y vueltas. Pasó por Amalia, Sportivo Guzmán, Juventud y otros equipos del interior. Jugó también en ligas de Salta y Santa Fe, pero siempre con el sabor amargo de la falta de continuidad. “Acá en Tucumán no se les da muchas oportunidades a los chicos. Se confía más en el grande por necesidad de resultados, y es entendible, pero así se pierden talentos”. Esa falta de minutos le impidió consolidarse en sus años más jóvenes, algo que hoy lamenta: “Quizá si hubiese tenido esa continuidad, hoy estaría en otro nivel”, se sincera.
Aun así, no reniega del presente. “Hoy soy otro tipo de jugador. Me quedo con el que soy ahora: con experiencia, con serenidad, con la cabeza puesta en cada partido”. En 2022 salió campeón con Sportivo Guzmán, un título que marcó el punto de inflexión para su resurgimiento. Desde entonces, su rendimiento no paró de crecer hasta llegar a ser uno de los goleadores de la actual temporada con Ateneo. “Tengo tres objetivos: clasificarme a segunda ronda, ser campeón con Ateneo y comprarme mi casita”, dice ilusionado, con la seguridad de que los cumplirá.
Para ello, el apoyo de su familia es esencial. “Mi esposa me sostiene. Si no fuera por ella, no podría dedicarme al fútbol. Yo trabajo de noche, entreno de día y nunca tengo descanso. Ella hace todo en casa, se pone el overol”, afirma, emocionado. Junto a Mariela, su esposa desde hace seis años y pareja desde hace once, formaron una familia con su hijo Benicio, de tres años. “Juego por la gloria, para que mi hijo cuando crezca se acuerde de mí y vea algo de lo que hice. Eso no tiene precio. Dejar una pequeña marquita en el fútbol es mi motivación”, afirma.
Eligió ser futbolista, aunque también soñó con ser boxeador, y hoy, a los 33 años, parece curtido por los golpes que le dio su carrera. “Me encanta el boxeo. Entrené un poco, pero nunca tuve el tiempo para dedicarme en serio”, cuenta. El deporte, cualquiera sea, siempre fue su válvula de escape. “No importa si no tenés condiciones. Con esfuerzo y sacrificio se puede. Eso es lo que les diría a los chicos de 14 o 15 años que sueñan con hacer deportes: que no bajen los brazos, que entrenen, que vayan al gimnasio, y si les dicen que no sirven, que lo demuestren corriendo, tirándose de cabeza por sus compañeros”, responde con confianza.
Miranda habla con conocimiento de causa. Sabe lo que es ser descartado, que le digan que no tiene nivel, que no sirve. “Muchos me dijeron que no era bueno para esto, que me dedicara a otra cosa. Pero siempre traté de compensarlo con entrega. Creo que eso vale tanto como la técnica”. Y así lo sigue demostrando en la cancha. “Mauri” es de esos delanteros que no dan una por perdida, que contagian, que levantan a su equipo con actitud.
Su historia, tejida entre frustraciones, viajes truncos, sacrificios y sueños por cumplir, muestra una pasión inquebrantable por la pelota. Es también el reflejo de muchos jugadores que pelean cada fin de semana por su sueño. Y aunque no aparezca en los grandes titulares, Mauricio Miranda ya dejó huella en la Liga Tucumana y promete que irá por más, como esos boxeadores que están a punto de caer, pero no se rinden porque saben que tienen la mano pesada y, con un golpe, pueden cambiar la historia en un segundo.