Los esfuerzos por esconder el horror fueron grandes y equivalentes a toneladas de escombros con las que se intentó sepultar la realidad. Fue enorme también el ímpetu para descubrir la verdad. A 40 años de la vuelta de la democracia, la Justicia Federal de Tucumán selló este año la excavación arqueológica en el llamado Pozo de Vargas, un viejo ducto de agua en una finca en Tafí Viejo en el que se arrojaron clandestinamente cuerpos de detenidos-desaparecidos durante el terrorismo de Estado.

Los peritos del Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán-CAMIT (trabajaron en la excavación y asociación del material) y del Equipo Argentino de Antropología Forense-EAAF (se encargan de la identificación de los restos) batallaron contra el tiempo, el agua, el ocultamiento y la clandestinidad, y rescataron personas e historias desde las entrañas de la tierra. De las profundidades extrajeron ladrillos antiquísimos, vigas de quebracho, bloques enormes de mampostería; y en el medio de estos materiales también había ropa, zapatos, cinturones, proyectiles, vendas, ataduras y huesos humanos.

De acuerdo con la documentación oficial, 117 ciudadanos pasaron de tener el estatus de desaparecidos a la confirmación de que fueron ciudadanos asesinados en los 70. Durante los diversos juicios por delitos de lesa humanidad que se celebraron en la provincia, los testimonios y las pruebas dieron cuenta de que, tras los secuestros, las víctimas eran llevadas a distintos centros clandestinos y luego trasladadas a sitios como el Pozo.

Estudiantes universitarios, trabajadores ferroviarios y azucareros, amas de casa, sindicalistas, un senador provincial (Guillermo Vargas Aignasse) y un vicegobernador (Dardo Molina) forman parte del universo de habitantes que tuvieron como destino común el Pozo. Quedan aún restos sin identificar y el proceso continuará a medida que familiares se acerquen y den sus muestras para cotejarlas con las de los hallazgos.

La historia

Las versiones sobre la existencia de una fosa en la finca de la familia Vargas (su dueño falleció), a la altura de Francisco de Aguirre al 4.700, eran vox pópuli en Villa Muñecas, populoso y tradicional barrio de la Capital. Los relatos indicaban que se producían apagones durante la noche y que se escuchaban disparos. La denuncia que dio pie a la investigación fue radicada por el dirigente Enrique Romero en 2002. Meses después, los peritos de la UNT confirmaron la existencia del pozo. Se trataba de un ducto centenario -como una chimenea invertida- que estaba tapado. Originalmente, se había usado para abastecer a locomotoras de vapor. Como era un acuífero, la pelea contra la humedad fue intensa. Miembros de reparticiones estatales y de la UNT diseñaron un sistema de bombas.

El agua resultó primero un inconveniente para acceder y luego, una aliada para la conservación. En 2004, el geólogo Juan Carlos Valoy, según consta en los expedientes, hizo el hallazgo de los primeros restos humanos. En los años siguientes, el ritmo de las tareas fue irregular por problemas técnicos.

Conclusiones

Los familiares de afectados y los organismos de Derechos Humanos no cesaron en empujar la causa en los Tribunales y en visibilizar la existencia del mayor sitio de enterramientos clandestinos hallado en la provincia. “El Pozo de Vargas es muchas cosas, pero sobre todo es una verdad implacable, inapelable. Conforma un límite brutal al negacionismo; alguien puede elegir no saber o hacer que muchos miren hacia otro lado, pero igual esa verdad siempre estará ahí. Esa verdad es que hubo un plan sistemático de persecución y exterminio de opositores políticos; que no fueron ‘excesos’ sino un plan coordinado y generalizado, que involucró al Estado y tuvo colaboración de varios sectores de la sociedad”, valoró el fiscal federal Pablo Camuña, titular de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad en Tucumán.

Camuña recordó que la desaparición forzada lesiona a las familias de modo permanente y que las excede para volcar su daño a la comunidad: “cuerpos sin nombre y nombres sin cuerpos, daño intergeneracional, dolores heredados”. Subrayó que el sitio es un símbolo de la victoria  de los familiares sobre la impunidad y las dificultades.

“Quien conoce el Pozo sabe que no se puede permanecer indiferente; la mente nos propone un ejercicio que consiste en preguntarnos cómo se llegó a eso -apunta Camuña-. Todas las respuestas que se dan miran hacia el futuro, todas se reducen a pensar de qué manera generamos alertas o detectamos el inicio de un proceso que termina allí, para impedirlo. Se mira ese pasado de terror y dolor para que nunca más ocurra, para que nunca más familias encuentren huesos de sus hijos, hermanos, parejas, madres, padres, compañeros, 45 años después de desaparecidos, en un pozo oculto, o -peor- se mueran sin haberlos encontrado, preguntándose hasta el último minuto qué habrá sido de ellos. El Pozo es, a la vez, verdad, justicia, memoria, presente y futuro”.