Por Carmen Perilli

Para LA GACETA - TUCUMÁN

Jorge Luis Borges nos propone deslizarnos por cartografías que reúnen las “tierras de ciénagas” y los “pesados mares” del sajón; los crepúsculos y los ríos de Heráclito, las últimas naves de Islandia, la casa de Asterión, los secretos del Ganges, las mitologías de Buenos Aires y la nefanda Ciudad de los Inmortales. Una variada superficie que elude cualquier referencia a la geografía de América Latina -excepto a los latrocinios del Mississippi o las tardes de Texas-, proliferando desde la biblioteca paterna de Adrogué hasta los rescoldos de la biblioteca de Alejandría.

Este mapa defiende a su hacedor de cualquier dispersión; en su centro, protegida y protectora, está la letra. Si, como Spinoza la mano “Labra un arduo cristal: el infinito ‘no lo hace’ Libre de la metáfora y del mito”. Ese universo consolida un imperio cuyo centro es una ciudad mitológica, “con un río de sueñera y de barro”, una ciudad eterna, de vastos anaqueles: Buenos Aires. Apela a los Otros lejanos desde la cultura argentina en términos de civilización y barbarie. Postula que “el descubrimiento del Oriente como acontecimiento capital de la historia de las naciones occidentales la conciencia del Oriente como algo vasto, inmóvil, magnífico, incomprensible” y, al mismo tiempo cercano. Recurre a las gestas de normandos y sajones -“Espadas cuyos hombres dieron muerte/ A reyes y a serpientes”- para dotar de una genealogía al malevaje porteño.

Todo texto, como el rostro de Almotásim, es “un juego de espejos que se desplazan. Las transcripciones no son sino “diversas perspectivas de un hecho móvil… ya que no puede haber sino borradores”. Los intérpretes de Las mil y una noches deben “atravesar la enorme distancia entre el primitivo auditorio árabe del siglo trece” pícaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota y los caballeros británicos del siglo diecinueve “aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto y la risotada”.

Borges trata de salvar la distancia entre sus lectores argentinos y la biblioteca, convierte a sus textos en máquinas de traducir. Afirma “la cultura occidental es impura en la medida en que es sólo a medias occidental ya que proviene tanto de Grecia como de Israel”. Traduce los imaginarios imperiales -desde la época helenística hasta Inglaterra- y reescribe los imaginarios criollos de estas orillas, como dice Beatriz Sarlo. Emplea enciclopedias, atlas, manuales, diccionarios en los que espacios y tiempos obedecen a un curioso orden. Así la existencia de Tlön es el resultado de las cuatro páginas de la enciclopedia de Bioy. En realidad, la cultura es la producción de objetos ideales -los hrönir- que no se diferencian de los objetos reales. Las tensiones se resuelven en un atlas de escritura, que incluye los fervores de Buenos Aires y “la vasta red que tejen las arañas del mundo”. Los mundos de papel son los únicos posibles, arman y desarman el mapa de lo real. Los libros nos entregan atardeceres y aldeas, arman la trama de un tapiz “que propone a la mirada / Un caos de colores y de líneas / Irresponsables, un azar y un vértigo, / pero un orden secreto lo gobierna. / Como aquel otro sueño, el Universo”.

El autor reflexiona “¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo está, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres”. El aeda ciego pertenece a esa “dispersa dinastía de solitarios” que intenta descifrar el mundo, cubriéndolo con un mapa de papel.

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Carmen Perilli – Doctora en Letras. Especialista en Literatura hispanoamericana.