El papel higiénico
 LA GACETA / FOTO DE DIEGO ÁRAOZ LA GACETA / FOTO DE DIEGO ÁRAOZ

El voto está sobrestimado. Aunque el acto eleccionario navegara por ríos de transparencia, riguroso respeto a la constitucionalidad, a las leyes electorales, y a un férreo apego a la ética, virtudes que en Tucumán no se encuentran en cualquier almacén, de igual modo el sufragio está sobrevalorado.

La acción ciudadana de emitir un voto es un hecho sustancial en una democracia, pero es apenas un eslabón en el sistema republicano que debería regir en este país y en esta provincia, por mandatos constitucionales, también bastardeados, según Juan Alberdi y Juan Manzur, dos constitucionalistas tucumanos.

De hecho, la República es superior en rango institucional y constitucional a los comicios como modelo de organización.

Sin caer en el farragoso -y apasionante- historicismo cívico griego y romano, y luego su evolución en el mundo occidental, europeo y americano, coexisten en el “mundo libre” diferentes modelos de democracias y de sistemas de gobierno plurales, participativos, igualitarios, representativos o pluripartidistas, entre varias otras adjetivaciones más o menos democráticas.

Algunas de las democracias más evolucionadas del planeta son monarquías constitucionales, como Dinamarca, donde el poder político lo ejerce un régimen parlamentario. Son sistemas donde la autoridad se distribuye entre todos los partidos con representación parlamentaria y donde, a veces, el cargo de primer ministro o de otros ministerios clave pueden recaer sobre sectores minoritarios.

Es así que los controles administrativos son más rigurosos y efectivos, la división de poderes es real, o se aproxima bastante, la alternancia es casi permanente y existe escaso margen para hechos de corrupción, clientelismo, nepotismo, autoritarismo o discrecionalidad. Igual ocurren estos problemas, pero, a escalas tucumanas, parecen microscópicos.

Paradójicamente, en una monarquía constitucional la única que no gobierna es la monarquía, salvo en carácter ceremonial. Y en repúblicas presidencialistas, como la argentina, donde se abolieron los reinados, estamos repletos de monarquías perpetuas, hereditarias, como hemos visto en Formosa, Santa Cruz, Catamarca, Santiago del Estero o Tucumán.

Otras monarquías constitucionales o parlamentarias que contradicen el exitoso populismo “democrático” argentino son Canadá, Australia, Bélgica o Suecia, entre muchos otros países, incluso provincias o municipios en el mundo donde el republicanismo funciona con autonomía real. Barcelona, por ejemplo, tiene más gravitación internacional que toda la Argentina. Obviemos a Europa: Sidney, Montreal, Singapur, Montevideo… Cualquiera de estos “municipios” cuenta con más respaldo político y económico que toda la Argentina.

El director del colegio

El progreso, la igualdad de oportunidades, la libertad y el bienestar de una sociedad no dependen necesariamente del sistema de gobierno ni del método con que la población elige a sus autoridades, a quienes preferimos denominar, simplemente, representantes.

Representantes millonarios, con chofer y custodia, para no enojar a la clase media madrugadora.

Son la calidad institucional y la fortaleza del sistema republicano -en el caso argentino- los que garantizan el desarrollo de un pueblo.

El acto eleccionario, en sí mismo, no es más que el salto de una administración a otra, donde, con instituciones fuertes, objetivos en común claros y asuntos de Estado acordados, pactados y preestablecidos, no debería producir mayores sobresaltos.

Nadie supone que porque cambie el director de un colegio secundario, y aunque este cargo fuese electivo, ese colegio después se privatice, o se estatice, o se transforme en un supermercado o en una playa de estacionamiento.

Esta es la mayor deuda argentina, la de un acuerdo programático estratégico, consensuado, sobre datos científicos -no sobre relatos convenientes y mezquinos- de cinco, diez o cien puntos si se quiere, de qué se quiere hacer con este “colegio”, aunque cambie de director.

Desde esta perspectiva el voto es lo de menos, o algo menor, en todo caso, porque el colegio seguirá siendo un colegio y no un shopping, se garantizarán los días de clases, sueldos dignos para docentes y empleados, una currícula moderna, la enseñanza de valores y la excelencia académica. Serían, en este ejemplo, los asuntos de Estado consensuados y estratégicos.

Después, si un director quiere pintar las paredes de rojo, cambiar los uniformes de los alumnos, construir un teatro o una cancha de fútbol son otros temas. Esos que se deciden en elecciones.

El sufragio está sobrevalorado en Argentina en general, y en las provincias feudales como Tucumán en particular, por varias razones.

La primera y más importante es porque en 111 años hubo en este país apenas diez traspasos de mando entre dos presidentes elegidos por el voto popular. Y tres de estos diez no fueron traspasos sino segundos mandatos: Juan Perón, Carlos Menem y Cristina Fernández. Deberían haber sido 26. Desde la perspectiva de una democracia con aspiraciones europeas y primermundistas, Argentina es un fracaso.

Esto produjo profundas heridas en la sociedad democrática, que con el tiempo se transformaron en estigmas, y así llegamos a canonizar la posibilidad de votar. Algo que no está mal, pero sí lo está cuando la democracia empieza y termina ahí, cada dos años, sólo en las urnas. No logramos sacralizar la base de esa democracia, que no es el voto, sino la República y sus instituciones.

De ese modo, el sufragio sólo produce cambios de nombres, no de políticas de Estado. Surgen los personalismos, los mesianismos, los feudalismos. La política se mira el ombligo y se transforma en un eterno enroque entre los mismos nombres de siempre.

La segunda razón por la que el voto está sobrestimado es por la feroz campaña de las pymes electorales. “Votar es hermoso”. “No te quedes en tu casa, ejercé tu derecho”. “Viva la democracia”. Un martilleo electoral que parece público y democrático pero esconde un negocio privado.

¿Quién se atrevería a ir en contra del sufragio, más en un país golpista como Argentina, sin sentir alguna culpa?

Las urnas son sagradas

No alcanza con meter un sobre en una urna para terminar con la pobreza, para sanear kilómetros de cuadras inundadas con líquidos cloacales, para arreglar los caminos más destruidos en el territorio más pequeño del país, para generar infraestructura y atraer inversiones, para dejar de usar los impuestos para engordar las panzas de las pymes electorales.

Más de 18.000 personas prestaron su nombre en Tucumán para un puñado de personas que conducen un gran negocio millonario: se llama política. Se trata de una gran estafa con necesaria y esencial participación empresaria y sindical.

Este fraude oculto bajo un falso republicanismo lleva muchos años y la gente, de a poco, se va enterando, según consta en la permanente caída en la participación electoral.

En las elecciones provinciales que van transcurriendo este año la merma fue, en promedio, del 10% con respecto de 2019. Y hace cuatro años cayó otro 10% en relación a 2015. Todavía no llegamos a los niveles de escepticismo del que “se vayan todos” de 2001, quizás por el surgimiento de anarquismos mesiánicos, como el de Javier Milei, que solapan el descontento.

En Tierra del Fuego el voto en blanco ocupó el segundo lugar, con el 20% de los sobres vacíos. Sumado al 35% de los electores que no fue a votar, entendemos que el 55% de los fueguinos, de forma pacífica, le dieron la espalda al teleteatro.

El candidato Osvaldo Jaldo, un artero sofista, argumenta cada vez que puede que antes de que la Corte Suprema de la Nación suspendiera las elecciones en Tucumán, sólo había un 10% de indecisos en la provincia. En base a ese dato afirma que el 90% de los tucumanos quería votar. Sofismo del más básico. ¿Jaldo es o se hace? Si sabe que de ese 90% que no está “indeciso”, según las encuestas, un gran porcentaje está “decidido” a no ir a votar, a votar en blanco, o a votar con bronca. En 2021 estas opciones superaron el 40%. Y quizás más, porque el “voto bronca” es difícil de mensurar.

El sistema de acoples es una de las mayores estafas democráticas, y por esta trampa se explica que haya 18.000 candidatos, gente que será remunerada de alguna manera, o evitará castigos posteriores, conservando su empleo en la comuna, municipio o algún plan social.

¿Tanto dinero gastado en campañas para servir al pueblo? ¿Nadie, en la Justicia, se hace esta pregunta? Tucumán exhibe una tremenda vocación cívica a escala mundial.

Sólo cuatro provincias mantienen este sistema electoral clientelar y fraudulento: Santa Cruz, Formosa, Misiones y Tucumán. En todas gana el oficialismo desde hace más de 20 años. Ahora se sumaron San Juan y San Luis, otros feudos históricos, uno de ellos advertido hace 15 días por la Justicia nacional, que le impidió a Sergio Uñac perpetuarse.

En la otra, la monarquía Rodríguez Saá privatizó el Estado desde 1983.

En Misiones hubo ahora 753 candidatos a intendentes. Récord Guiness de la desvergüenza, en un país donde seis de cada diez niños no se alimentan bien.

El negocio electoral se amplifica en las provincias más atrasadas. En Tucumán deberían colocarse en los accesos a la provincia, sucios, oscuros y abandonados, carteles que le anuncien al turista: “Bienvenidos a la cuna de la dependencia”, un lugar donde algunos al voto lo usan de papel higiénico.

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