Eternamente niña
04 Diciembre 2022

Por Walter Gallardo

Para LA GACETA - MADRID

No es extraño que en invierno un aire glacial envuelva a Bruselas y que el día se parezca a un interminable crepúsculo; tampoco es extraño, en otro orden, que las historias naveguen en el tiempo hasta llegar a quien se disponga a contarlas. Lo infrecuente, y mágico quizás, es que una situación se confabule con la otra para concebir el germen de una novela.

Ocurrió en el barrio de Sablón. Aquella tarde de enero caían pequeñas púas de aguanieve y las calles eran galerías por donde el viento hostigaba a los transeúntes.  El frío me obligó a buscar un refugio y tal vez por eso, o porque lo fortuito es indescifrable, al pasar por la Rue des Minimes decidí entrar en el Museo Judío de Bélgica. Allí conocería el caso de Jacqueline Bernheim.

Fue un acto íntimo, en un recinto blanco. Se diría que había pocas cosas que ver; sin embargo, era precisamente la escasez de piezas, además del silencio, lo que lograba ahondar el aire de pesadumbre. A la izquierda, una pequeña estantería sostenía carpetas amarillentas usadas por los nazis para archivar los expedientes de judíos en la Segunda Guerra Mundial. Más arriba, resguardados tras unos cristales, dos de esos expedientes colgaban de la pared. Las hojas, de color sepia, mostraban los datos de personas obligadas a registrarse ante el ocupante, y también los de su familia, especificando vínculo, lugar y fecha de nacimiento y domicilio. En el extremo superior derecho de cada folio, un sello en grandes letras rojizas, como una alarma encendida, en mayúsculas, las palabras “JUIF-JOOD”. Como si aún fuera necesario, un rótulo explicaba que esos pormenores habían facilitado la cacería humana.

Más allá, destacaba una bicicleta envuelta en papel madera (sólo el manubrio estaba a la vista), como si la intención hubiera sido cubrir con un velo la tristeza de un rostro. Por el tamaño, se trataba de la bicicleta de un niño. O niña.

Me enteré entonces que Jacqueline nació el 11 de mayo de 1938, en Bruselas, y que pronto dejó la ciudad. La información central la ubica en Cahors, Francia, y a tan solo cinco días de que cumpliera los seis años. Hasta allí se había trasladado toda su familia para ponerse a salvo.

Era primavera y la guerra en Europa se volcaba a favor de los Aliados. Jacqueline paseaba en aquella bicicleta que ahora yo tenía enfrente y Olga, su madre, iba cuidando de ella cuando la Gestapo las detuvo (en otro operativo, detendrían también al padre de Jacqueline y a su abuela). A partir de ese momento la suerte cambiaría definitivamente para todos ellos. Recorrerían varios destinos tenebrosos: Drancy, Rheinbach y, por último, Auschwitz. De este famoso infierno sólo sobreviviría la madre de Jacqueline.

Me acerqué a la bicicleta y puse una mano sobre el manubrio helado. Al acariciarlo, intenté imaginar la escena de aquel día. Aún no había visto las fotos que más tarde encontraría en Internet, pero esa era una carencia que me llevaba a inventar un rostro, unos ojos grandes y una risa festiva; la vi -sí, la vi- pedaleando, disfrutando del aire que le envolvía la cara y le desordenaba el pelo. También vi a su madre, en una tarde triste, guardando esa misma bicicleta en algún cuarto de su casa y, antes de cerrar la puerta, observarla por un rato, atormentándose con la memoria de su hija eternamente niña.

Días más tarde, en el Kazerne Dossin de Malinas, daría con algún detalle no del todo inesperado, aunque despreciable: la tragedia familiar sobrevino por la delación de un amigo, un traidor que obtuvo en pago un puñado de muerte. La empleada que me mostró el archivo se quedó mirándome y ni ella ni yo supimos decir nada.

Caí entonces en la cuenta de que los aspectos emocionales o narrativos de la historia habrían sido olvidados si Olga Kouperman-Bernheim no hubiera decidido deshacerse de ese recuerdo aciago. En efecto, casi 45 años después de la guerra, donó la bicicleta de su hija al museo (en el catálogo recibió el número 11.855) Era ya una señora mayor, residía en París y tenía una posición económica acomodada; no se había vuelto a casar ni había tenido más hijos. Quienes la conocieron atestiguan que llevó su dolor con discreción, aunque ese dolor fuera cada día más injusto.

© LA GACETA

Walter Gallardo - Periodista tucumano residente en España.

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