Platón sin chomba

Platón tenía pavor de ser mal interpretado en sus ideas, por lo que desconfiaba mucho cuando quedaban fijas en un escrito. Su genial idea fue escribir diálogos, a medio camino entre la charla y el papiro. Aunque es un caso inofensivo teniendo en cuenta que Sócrates, su maestro, no quiso dejar ni una sola palabra escrita. Si lo pensamos, es en el fondo un miedo similar al que se atribuye a algunas personas de culturas aborígenes que se niegan a ser fotografiadas. Aquello de que una foto “se lleva el alma” del retratado no es más que una expresión religiosa de la mirada del otro y su potestad de interpretarnos a su manera.

Ese terror no ha sido superado por Instagram ni por cualquier otra caverna de fotos. ¿Qué duda cabe de que la imagen que los instagramers, facebookers, etc., nos muestran es una de miles de intentos y horas de selección, cuando no de burda edición? Nos venden un alma, probablemente no la suya. Si me permiten, Borges confesaba su platonismo de modo exquisito: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”.

Tratemos de entender esa fobia de Platón. En primer lugar, es el corazón de su filosofía. Su batalla intelectual es contra lo múltiple, lo no original, lo trucho. En última instancia, lo trucho es una mala versión de la cosa en sí. La consistencia rigurosa de Platón lo lleva en su Opus Magna, “La República”, a echar de su ciudad a los sofistas, que serían los pedagogos de la época, por crear discursos tan bellos y seductores que es peligroso que se confundan como más reales que las cosas mismas. Fuera sofistas. También expulsa a todos los artistas que duplican en arcilla el mundo que ya es bastante populoso como para sumar entes de juguete. Fuera artistas. Hace lo propio con los poetas, que son los artesanos de la palabra, que tuercen con sus versos el buen sentido de lo real y de lo serio. Fuera poetas. Dice de los poetas en el Libro X de la República: “Por lo tanto, es justo que lo ataquemos al poeta y que lo pongamos como correlato del pintor; pues se le asemeja en que produce cosas inferiores en relación con la verdad, y también se le parece en cuanto trata con la parte inferior del alma y no con la mejor. Y así también, es en justicia que no lo admitiremos en un Estado que vaya a ser bien legislado” (las cursivas son mías).

El tráfico de fauna silvestre

Expulsiones, infracciones y multas para lo que él considere trucho, mano dura ante el pueblo que no es a sus ojos más que una indisciplinada manada de ranas. Se puede entender entonces que la dura política de tránsito de Enrique Romero no carece de antecedentes filosóficos. Una vivencia personal me hizo padecer aquel horror de lo doble, el peligro latente de vida trucha que nos rodea. En 2010 organizamos con otros colegas un congreso de filosofía; “Mares del lenguaje” fue el pretencioso nombre. Vinieron participantes de España y de toda Latinoamérica. El relato interesante para el caso se dio cuando una de las eminencias de la filosofía del lenguaje de España me apartó con seriedad. “Profesor Garmendia, tienen ustedes un enorme problema de tráfico de fauna silvestre. Me siento en la obligación de darlo a conocer”. No me podría sorprender de ningún ilícito local, por más que el que se nos imputaba me parecía especialmente extraño. Por otra parte, el profesor mostraba una conciencia ecológica que me avergonzaba. Le pedí que me relatase detalles y él me propuso ir al lugar de los hechos, a pocas cuadras de la plaza Independencia, en la terminal vieja (¡sede de la Dirección de Tránsito tantos años!). Me señaló, entre los vendedores, a un petiso con el pelo cobrizo, como espolvoreado con oro egipcio. Platón y Borges se hubieran indignado ante semejante escena. Sin pudor, sin vergüenza ni escrúpulos, ofrecía la mercadería ilegal. Eran logos de Lacoste para prestigiar las prendas, las vendía al son de ¡Caimán para chomba!

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