Reliquias gauchas: el comandante invencible de 1.000 combates

Reliquias gauchas: el comandante invencible de 1.000 combates

El 16 de junio se cumple el bicentenario del fallecimiento de Manuel Eduardo Arias, por quien se busca instaurar un nuevo feriado nacional en el calendario. La estrecha vinculación del jujeño con Tucumán.

Reliquias gauchas: el comandante invencible de 1.000 combates
29 Mayo 2022

Por José María Posse.

Abogado, escritor, historiador

La luz lunar sombreaba imágenes inexistentes enmarcando las heladas cañadas y valles, en aquellas soledades montañosas, ásperas y ralas de vegetación. Una partida de siete milicianos gauchos tucumanos rompía el silencio, deslizándose por los deslaves para acortar distancia. Llevaban apuro, impaciencia, como si el diablo mismo picara sus talones.

Se iluminaban por el reflejo solar de ese satélite bienhechor, que parecía vigilar sus movimientos. ¡¿A dónde podrían ir con tanta prisa y de noche?! ¡¿Acaso se ocultaban abrazados por el manto de la nocturnidad?! ¡¿Que misión podía arrastrarlos por el Zenta, en la inmensidad de las montañas jujeñas!?

Montaban mulas acostumbradas al pedregullo de los cerros del Norte, animales duros, de andar seguro y sin descanso.

El manco Díaz oficiaba de guía; había vivido un tiempo en la zona, donde cabalgó al lado del comandante Manuel Eduardo Arias, el Aquiles de los gauchos, el invencible en 1.000 combates. La lanza de la revolución en el Norte; quién dirigió la proeza inaudita de la toma de Humahuaca, venciendo con un puñado de gauchos a la retaguardia del Ejército del general De La Serna, el vencedor de Napoleón.

Arias fue sin dudas, el más osado y valiente de los comandantes de don Martín Miguel de Güemes; una leyenda que crecía en su tiempo. Al enemistarse con el salteño, a quién le exigía la autonomía de Jujuy, partió al exilio con sus capitanes. Éstos, al estilo de los Mirmidones que acompañaron a su legendario héroe en Troya, eran reputados por su habilidad guerrera y la absoluta lealtad al jefe.

Se dirigieron al Tucumán, donde fueron recibidos con los brazos abiertos por el gobernador Bernabé Aráoz, quién puso al comandante Arias de inmediato en su Estado Mayor. Los jujeños querían al tucumano. Cuando el éxodo en septiembre de 1812, los había auxiliado con 200 reses de su propia hacienda para alimentarlos; son atenciones que nunca se olvidan.

Se avecinaba la invasión de Güemes y Juan Felipe Ibarra, afanosos de consolidar su poder en la Región, y los tucumanos necesitaban líderes con experiencia militar. En el combate del Rincón de Marlopa, Arias volvió a demostrar que había nacido para mandar y vencer en lides imposibles. En una maniobra envolvente de caballería (la que encabezó) desbarató el ataque de los coaligados. Luego le siguieron las victorias aplastantes en Acequiones y Trancas. Los partidarios del salteño, no olvidarían aquellas jornadas, donde tuvieron que volver derrotados… y humillados. Entre ellos regresó mascullando su rabia el comandante José Ignacio Gorriti, un hombre valiente en grado sumo, pero feroz y vengativo con sus enemigos.

Manuel Eduardo Arias había heredado muchas tierras en San Andrés, de su padre, quién a su vez las recibiera de su abuelo. A este reputado guerrero se las había otorgado el propio Rey, como premio a sus servicios a la Corona. El paraje quedaba a medio camino entre Humahuaca y Orán.

Arias, antes de entrar de lleno en las luchas por la libertad, había acordado con un grupo de puesteros, un canon por el derecho de pasturas en sus heredades. Las largas temporadas en medio de los incontables combates, le habían impedido poder cobrar sus acreencias; y allí se dirigió con la intención de hacerse de sus créditos. Pero cometió el error de comentar en una reunión en su casa de Humahuaca, de que sacaría a balazos a los que se negaran a pagar sus deudas, pues ya estaba enterado que sus arrendatarios se habían envalentonado en su ausencia y presumían de ser legítimos propietarios.

La emboscada

Gorriti desde su sitial como gobernador de Salta luego de la muerte de  Güemes, era en realidad quién había echado a correr esa versión. A sabiendas de que el orgullo de Arias lo llevaría a regresar a sus tierras, para arreglar las cosas a la manera de los hombres de entonces. Cuidadosamente preparó una partida de 20 milicianos, de la peor calaña que el diablo pudo juntar, al mando del suboficial Mariano Abán, quién mandó a seguir al caudillo gaucho. Un bombero designado iría dando los mensajes a la tropa de asesinos escondida en una población cercana. Se les sumarían algunos de los puesteros, ya que les habían dicho que Arias iba con la intención de fusilarlos. La ratonera estaba armada, sólo restaba que el ratón fuera por el queso.

En el medio de la partida de los tucumanos, marchaba Felipe Bravo, conocido como “el torito”, por su bravura indomable. Iba atento a cada posible peligro hacia ambos flancos puesto que el atravesar los cañadones, los hacía presa fácil para una emboscada. Él idolatraba al comandante Arias; lo había seguido en cada combate, y fue su ladero en los entreveros más sangrientos. De cada uno de ellos tenía una cicatriz; una de ellas le deformaba el rostro de lado a lado.

El coronel Arias tenía por defecto el ser muy tozudo; cuando algo se le metía en la cabeza, nada lo sacaba de su decisión. Y él había determinado que iría solo a San Andrés. Estaba muy confiado en sí mismo y en el respeto que su nombre provocaba en aquella región. Consideraba que armar una tropa que lo acompañara sería un signo de debilidad y se largó sin más trasladando por compañía a un flaco perro cimarrón, montando una mula baqueana y arrastrando otra de carga. Llevaba un par de pistolas y un fusil con pólvora y munición; un sable granadero y su puñal; el lazo y boleadoras. Con esas armas y las lanzas criollas, habían derrotado a los godos; no necesitaba de más para sentirse invencible.

La familia Condorí en pleno se había movilizado. Sus abuelos eran Coyas del Alto Perú, quienes habían llegado a San Andrés para trabajar en la hacienda de los Arias. Siempre fueron tratados con justicia por sus patrones, hasta que dos de ellos, Bartolo y Martín, comenzaron a escuchar el canto de sirena de los partidarios de Gorriti. Les aseguraban de que podían pasar de puesteros a propietarios si se unían a su causa en contra de Manuel Eduardo Arias. A pesar de los ruegos de los ancianos, los demás jóvenes de la familia se sumaron al conjuro. Los insidiosos les aseguraban que, de no apoyarlos los dejarían solos ante la furia del humahuaqueño, quién ya estaba enterado de todo.

La partida de los tucumanos se componía además de cuatro milicianos tranqueños, integrantes del batallón de “Decididos”, quienes habían peleado en las Batallas de Tucumán y Salta. Gauchos duros, curtidos por las faenas rurales más brutales, bajo ese sol inmisericorde. Eran un grupo de élite de la guardia personal del gobernador Bernabé Aráoz, y sólo de él recibían órdenes. Los había mandado en el más absoluto secreto, pues el estado de beligerancia entre las provincias norteñas estaba en su máximo cenit. Sabían que por más cuidados que pusieran, viajando de noche y aún no haciendo fuego para calentarse, pronto serían detectados. Estaban a cientos de kilómetros, detrás de las líneas de sus enemigos declarados. Por la misión, bien valía entregar la vida.

El coronel recorrió el camino entre Humahuaca y Orán sin mayores sobresaltos. El 16 de junio de 1822, llegó temprano a la estancia de San Andrés, de su heredad, y se dirigió al rancho de su amigo, el capitán Pedro Velázquez. Entre abrazos y algarabías se encontró con este compañero de armas, quién lo había acompañado en singulares combates. El hospitalario dueño de casa, ordenó faenar un cordero y le acomodó un catre para que descansara. Pasaron el día rememorando anécdotas y poniéndose al tanto de las novedades políticas de la región. Al caer la tarde, los perros comenzaron a ladrar de manera nerviosa, mostrando los dientes en dirección a un cerro alto cercano a las casas. Arias y Velázquez salieron de inmediato para ver que estaba ocurriendo.

Mariano Abán era un gaucho malo, amigo de las copas y de aprovecharse del más débil, especialmente de las mujeres. Un cobarde, que escondía su miedo rodeándose de sujetos ruines. En grupo se envalentonaban. De a uno, eran los primeros en escapar de los entreveros. Pero esa noche finalmente la fama y la fortuna estaban al alcance de su mano. Les habían prometido pingües ganancias del producido de los bienes de don Manuel Eduardo. Luego irían por la cabeza de otros partidarios del caudillo; José Ignacio Gorriti se había propuesto descabezar en una jugada de mano, a toda la dirigencia jujeña que pugnaba por la autonomía provincial.

Los Condorí habían divisado a Manuel Arias un día antes de la llegada a San Andrés y habían mandado mensajeros a la partida que se encontraba emboscada en un punto intermedio. Por ello, habían podido llegar justo para aprovechar las sombras de la noche. La mesa de la venganza estaba servida, ya imaginaban un opíparo banquete.

El capitán Velázquez le pidió a Javier, su yerno, que fuera a ver que ocurría en los corrales; sin duda el alboroto no podía ocurrir por algo menor. Estaban apoyados junto al coronel Arias en la puerta del rancho cuando comenzaron los disparos: de inmediato se escuchó el grito lastimero de Javier, quién cayó muerto de un tiro en el pecho.

La partida se abalanzó entonces sobre los hombres y comenzó aquel desigual combate. Velázquez recibió el culatazo de fusil y quedó en el piso, sangrando y sin sentido, mientras Arias, a duras penas pudo cerrar la puerta, no sin antes ultimar a dos de los atacantes con feroces estocadas de su espada. Cerró con una tranca la portezuela y por las pequeñas ventanas de la casa, comenzó a disparar sus pistolas y fusiles contra los atacantes. Hirió a uno y mató a otros dos, hasta que atinaron a prender fuego al rancho desde lados opuestos. Arias se cubrió la cara con un trapo mojado y siguió resistiéndose, en medio de amenazas e insultos, pero ya casi al borde de la asfixia tuvo que salir. Los retó a venir de a uno, que de todos se encargaría, lo que no fue contestado; no podía imaginar el terror que se dibujaba en los rostros de los atacantes. Pero la superioridad numérica era tremenda.

Bajo el dintel del rancho fue atacado salvajemente con palos por al menos 10 de aquellos cobardes. Cayó muerto allí mismo, con los ojos bien abiertos, mirando al cielo estrellado. Ante esto, estalló la algarabía de sus asesinos, quienes entre brindis nerviosos con aguardiente arrojaron al rancho en llamas el cuerpo del héroe y esperaron que el fuego consumiera todo, para asegurarse.

La persecución

A la mañana siguiente, el capitán Velázquez se reponía de sus heridas, ayudado por sus peones, mientras veía el escenario de horror que lo rodeaba. El cadáver desnudo de su yerno, atravesado por las balas; su rancho reducido a cenizas y todo su ganado robado por aquellos bandidos, quienes aún merodeaban la zona. Ordenó que buscaran el cadáver carbonizado del comandante Arias y se le diera sepultura en el cementerio del caserío cercano.

Estando en esos menesteres, llegaron los Condorí y le ordenaron retirarse de inmediato, prohibiéndoles sepultarlos junto a sus mayores, pues sería una afrenta para ellos. En las cercanías del rancho, el patrón ordenó que se cubriera de piedras los restos de Arias. Ante la superioridad numérica de los Condorí y sus aliados, Velázquez se retiró rumbo a Jujuy, a efectos de denunciar el magnicidio.

Pero la conjura no terminó allí: los autonomistas jujeños Ibañez en Orán y Cajero en San Pedro fueron asesinados por los esbirros de Gorriti; sólo se salvó el teniente de gobernador Agustín Dávila del Moral, quién resultó gravemente herido en la ciudad de Jujuy, y fue dado por muerto por sus atacantes. Un chasque partió a matacaballos rumbo a Tucumán, para poner en conocimiento de todo lo ocurrido al gobernador Aráoz. Claramente, él sería también parte del complot que tejían en el norte los partidarios de la “Patria Vieja”.

Los milicianos tucumanos llegaron a las proximidades de los restos del rancho de Velázquez. Ya sabían que habrían sido detectados y que probablemente, una partida estuviera detrás de ellos. Los mejores tiradores, Bravo, Cruz y Díaz, se colocaron en un promontorio con sus fusiles listos, mientras los otros cuatro disponían de los restos del coronel Arias. Para aquellos hombres bravos, esos huesos constituían verdaderas reliquias, que podían ser profanadas en cualquier momento. Además, se les debía cristiana sepultura en un Campo Santo, para que su alma descansara en la paz del Señor, tal cual era su ancestral creencia.

Les echaron encima una buena cantidad de sal y los colocaron en unas bolsas grandes de cuero, a las que cerraron cosiéndolas con tiento. Ello evitaría en algo el hedor de la putrefacción del cuerpo, que de seguro atraería a los buitres, delatando su posición en el largo camino que les esperaba en su huída rumbo a Tucumán. Mientras realizaban el trabajo, alumbrados apenas por unas antorchas de las que emanaba una luz mortecina, sus rostros se desfiguraban surcados de lágrimas incontenibles. Todo ello ocurría en medio de un silencio mortal, como si el universo entero los acompañara en su dolor.

Los dos días siguientes, estuvieron escondidos entre cañadones. Marchaban de noche, iluminados por una luna creciente. Habían elegido justamente esa época del mes a sabiendas que podrían transitar con una luz nocturna propicia. Comían charqui endurecido, galletas y ya racionaban los chifles del agua, pues estaban en tiempo de sequía. Viajaban sin proferir palabras, sumidos en pensamientos profundos, aunque atentos a cada ruido y a cualquier cosa que alterara el paisaje.

Al tercer día, una columna de polvo a lo lejos, delató la posición de sus perseguidores: los Condorí habían denunciado el hecho al funesto Abán, quien armó una partida persecutoria. Ya no había caso de ocultarse, los tucumanos debían imprimir velocidad a la escapatoria. El quinto día, dos de las mulas se mancaron y otra murió de repente. Pero sus perseguidores no cejaban en su intento por darles alcance y recuperar los restos del coronel Arias, los que de seguro serían presa del escarnio. Hubo que tomar una decisión: Bravo, Cruz y Díaz se quedarían en lo alto de un peñón con todos los fusiles y municiones, para retrasar la partida de los esbirros de Gorriti. Los otros debían escapar, aprovechando la distancia que pudieran obtener.

Nunca se supo que ocurrió con aquellos tres valientes. Las versiones fueron variadas, según el lado que la contó. Pero lo cierto es que los cuatro milicianos restantes  pudieron regresar con la preciada carga hacia Tucumán. Cruzaron por los Valles Calchaquíes,  atravesaron San Carlos y bajaron por el Yocavil, por caminos de cornisa hasta Trancas. Allí fueron anoticiados de que el gobernador Bernabé Aráoz había sido derrocado por sus enemigos internos, apoyados por Gorriti e Ibarra. El caudillo se encontraba rearmando sus fuerzas para retomar el gobierno, para lo cual había movilizado a los gauchos de toda la provincia.

Enviaron un mensajero para que les diera la noticia del éxito de su misión, y se dirigieron a la iglesia para hablar con el cura del pueblo. Horrorizado, el sacerdote don Miguel Laguna de inmediato ordenó que se llevara la carga al cementerio del pueblo, donde se le dio cristiana sepultura en medio del hermetismo que la situación requería.

Cosas del destino: el 23 de marzo de 1824 en una jornada aciaga, el coronel mayor Bernabé Aráoz quien se encontraba prisionero en la casa del párroco de la antigua Iglesia de Trancas, fue anoticiado de que sería fusilado al día siguiente. Luego de confesarse y hacer sus disposiciones de última voluntad con el cura Laguna, pidió como gesto de última voluntad que se lo llevara en custodia hasta el cementerio próximo. Allí rezó de rodillas ante la tumba de su amigo Manuel Eduardo Arias, a quién pronto vería en el más allá. De vivir, el jujeño ya estaría cayendo sobre los guardias del tucumano para liberarlo de su infausto final; él tan sólo pudo rescatar sus huesos del alcance de sus enemigos. Ya tendrían la eternidad para hablar sobre lo que podría haber sido… si tan sólo hubieran tenido un poco más de tiempo.

La mañana del 24 en el muro sur del templo, mirando desafiante a los ojos de los atemorizados soldados del pelotón que le apuntaba, Bernabé Aráoz ordenó él mismo que le dispararan.

Dedicado al profesor Manuel Armas, jujeño de ley.

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