El miedo a la guerra o la guerra del miedo

El miedo a la guerra o la guerra del miedo

Un tucumano residente de Alemania habla en su análisis de “la impotencia de las supuestas potencias”. Y advierte sobre las derivaciones que podrían surgir de este conflicto.

DESTRUCCIÓN. Los evacuados que huyen del conflicto bélico entre Ucrania y Rusia, cruzan un puente destruido en la ciudad de Irpin en la región de Kiev, la capital ucraniana. dfdfdfdfdf DESTRUCCIÓN. Los evacuados que huyen del conflicto bélico entre Ucrania y Rusia, cruzan un puente destruido en la ciudad de Irpin en la región de Kiev, la capital ucraniana. dfdfdfdfdf
06 Marzo 2022

Por Gustavo Robles, Doctor en Filosofía y miembro del Grupo de Investigación Internacional sobre Autoritarismo y Contraestrategias de la Fundación Rosa Luxemburgo (Berlín, Alemania)


Cuando el número infecciones de Covid no paraba de aumentar y el temor colectivo ante el virus convivía con el agotamiento tras dos años de pandemia, se sumó en los últimos días la amenaza de una guerra de proporciones inimaginables. Y no es que hayamos estado disfrutando de los ensueños de Paz Mundial -basta ver lo que ocurrió y sigue ocurriendo en Afganistán, Libia, Siria, Somalia, Kenia, Colombia, etcétera-, sino que lo que sucede ahora en Ucrania parece contener consecuencias para la vida de cada habitante de este planeta.

Sin caer en el tipo de análisis geopolíticos que abundan en los medios, y que se parecen más a un juego de TEG que a un ejercicio de comprensión, lo que está ocurriendo en Ucrania es claro y confuso a la vez. Claro porque no caben dudas que una potencia militar como Rusia, dirigida por un régimen autoritario y belicista, ha invadido contra toda legalidad a un país soberano para derrocar a un gobierno elegido democráticamente, lo que ha provocado la matanza de cientos de civiles, la destrucción de sus ciudades y el éxodo de ya más de un millón de personas en poco más de una semana. Esto es claro: se trata de un crimen de guerra, y un crimen de guerra es un crimen de guerra.

Al mismo tiempo, la situación tiene complejidades que van más allá de la simple acusación unilateral: la expansión mundial imperialista de la OTAN (el brazo diplomático-militar de los negocios de Estados Unidos), la subyugación de Europa (fundamentalmente de Alemania y Francia) a las aspiraciones de norteamericanas, el ascenso mundial de nacionalismos autoritarios que alientan soluciones armadas a diferencias políticas. Lo que sucede actualmente en Ucrania, entonces, parece tratarse de la resolución de un conflicto entre dos potencias imperialistas. Aunque habría que agregar: entre dos potencias imperialistas heridas, tal y como lo muestra el humillante fracaso de EE.UU. en Afganistán o el creciente aislamiento ruso en lo que considera su propia zona de influencia. Pero aquí vale la pena recordar también ese viejo dicho de sabiduría de cazador: el animal herido es el animal más peligroso.

Combo de varias cosas

A lo que me refiero es que tal vez esta escalada sea el resultado, paradójico y funesto, de la impotencia de estas supuestas potencias. En los últimos años hemos visto una y otra vez la incapacidad de las elites mundiales -económicas y políticas por igual- de afrontar con realismo y responsabilidad problemas que no dejan de multiplicarse: la pandemia, la crisis climática, las crecientes desigualdades mundiales, una crisis capitalista que no termina, y ahora una escalada bélica de países con armamento nuclear. Puede que la invasión a Ucrania por parte de Rusia y las amenazas de EE.UU. y sus aliados sean más la muestra de debilidad y/o incapacidad que signos de fuerza y poder. Ante este desconcierto generalizado, la respuesta parece ser un combo de belicismo, nacionalismo xenófobo, persecución ideológica, suspensión de libertades civiles y de derechos políticos.

Por poner algunos ejemplos concretos. En Alemania, país en el que resido desde hace algunos años, el conflicto ocupa el centro de todas las conversaciones en situaciones sociales de todo tipo. Por motivos obvios, es actualmente imposible habitar o circular por cualquier espacio social sin que surja la preocupación (sincera, por cierto) por lo que sucede en Ucrania. Todas estas circunstancias están atravesadas, en mayor o menor medida pero de forma generalizada, por el miedo y el temor. Los alemanes suelen referirse al miedo como un sentimiento casi nacional, el famoso German Angst, tal como lo denominan, así entre el inglés y el alemán (la popularidad de la contratación de seguros contra todo tipo de eventualidades en este país indica que hay algo de cierto en esto). Sin embargo, este miedo ha despertado en los últimos días una suerte de paranoia colectiva que ha dado lugar a otros sentimientos y reacciones menos serenas.

Por ejemplo, la ciudad de Munich separó al director de origen ruso de su orquesta filarmónica porque no había condenado con el énfasis deseado a Putin, la famosa cantante lírica ruso-austríaca Anna Netrebko canceló sus actuaciones por Europa debido a las presiones recibidas por el mismo motivo. Es como si la censura ya no operara mediante la cancelación de la libertad de expresión, sino mediante la obligación de expresión, exigida por supuesto a todas aquellas personas sospechadas de no estar lo suficientemente alineadas contra lo que se considera el Mal Absoluto. Una obligación de tomar partido público que está dando lugar a todo tipo de persecuciones ideológicas y absurdas sobreactuaciones moralizantes.

La persecución

Por supuesto que esto no es exclusivo de Alemania, sino que es una situación que se expande actualmente por muchos lugares de Europa. En Italia, una universidad de Milán decidió cancelar un seminario dedicado a la obra del escritor ruso Dostoievski o el festival de cine de Glasgow, en Escocia, resolvió sacar de competencia a dos películas rusas solo por ser rusas. Por supuesto que del lado ruso la cosa no es muy distinta: hace unas semanas el gobierno ruso le quitó la licencia de transmisión al canal público alemán Deutsche Welle o, lo que es mucho más brutal, el régimen de Putin está reprimiendo todas las expresiones públicas en contra de la guerra a lo largo de todo el país en el marco de un estado de excepción militarizado.

Pero si hay algo más alarmante que estos gestos ciegos de persecución ideológica, es el hecho de que esta situación de paranoia colectiva en una población desconcertada y aterrorizada habilita que se tomen decisiones de enormes consecuencias de la noche a la mañana. Y es justamente en este espiral de miedo y autoritarismo en el que parecen estar cayendo muchas sociedades liberales, en una competencia casi adolescente por ver quién es más “duro”, más “implacable” y más “decidido” en su postura anti-rusa.

Y no se trata solo de gestos de bravuconería. En las últimas horas, el Parlamento alemán aprobó una suba permanente anual del presupuesto en armamento al 2% del PBI y el canciller Olaf Scholz anunció un financiamiento extraordinario de 100 billones de euros para el ejército alemán. Luego de esto, el ministro de finanzas (el liberal Christian Lindner) salió muy entusiasmado a declarar que esto significará recortar gastos sociales para invertir en “nuestra libertad”. En esta nueva carrera militarista el miedo es el mejor aliado de aquellos que promueven recortes sociales y negociados militares.

La emoción

En términos un poco más filosóficos digamos, no se trata de negar ni la existencia ni la función del miedo, como si la especie humana fuera omnipotente y no tuviera nada que temer. El miedo es tal vez la emoción más temprana en la vida humana, aquella parte de nosotros que está más visiblemente cerca del reino animal. Tal vez sea eso mismo lo que convierte al miedo en una herramienta esencial para nuestra supervivencia, ya que activa mecanismos de defensa que permiten hacer frente a aquello que nos amenaza. Es por esta condición casi natural pero problemática del miedo (y de emociones similares como el temor, el shock, el pánico o el espanto) que el pensamiento político ha girado, desde sus orígenes hasta nuestros días, en torno a la pregunta por cómo forjar comunidades que sean capaces de convivir con el miedo sin aniquilarse mutuamente.

El problema no son nuestros miedos, por lo demás inevitables, sino cuando es el miedo lo que determina todas nuestras acciones, nuestros valores y aquellos proyectos que deseamos llevar a cabo. Lo preocupante surge cuando las decisiones políticas se concentran en demandas motivadas únicamente por el miedo sin ninguna otra consideración, sin considerar incluso si las respuestas que se piden no conducirían a volver nuestra situación aún más precaria y, por ende, a acrecentar el miedo que queríamos superar.

Más allá de las responsabilidades, acusaciones y culpas lanzadas como proyectiles en estos días, algo que parece seguro es que vendrá un nuevo período marcado por el aumento de gastos militares, nacionalismos belicistas y, por supuesto, grandes negocios vinculados a la guerra (las tres grandes empresas de armamentos alemanas han subido en un 40% su valor en apenas días). Y en este futuro próximo, el miedo podría dejar de ser un mecanismo humano de supervivencia para convertirse en un mecanismo político de autodestrucción.

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