¿Quién gobierna?
¿Quién gobierna?

En este convulsivo 2021 se cumplen 60 años de un libro señero del politólogo estadounidense Robert Dahl. ¿Quién gobierna? fue publicado en 1961 y esas dos palabras bastan para interrogar un universo de cuestiones. Por ejemplo, “cómo se gobierna” y “para quién”, para rescatar la anatomía de procesos gubernamentales de Karl Loewenstein en su Teoría de la Constitución. O cómo garantizar la alternancia y “hacer circular” a las minorías organizadas para impedirles degenerar en oligarquías, en la síntesis de Gianfranco Pasquino en su Nuevo curso de ciencia política.

Pero todas esas discusiones que connota la pregunta “¿Quién gobierna?” están un paso adelante de la regresiva realidad argentina. Aquí, el interrogante es absolutamente denotativo: preguntar quién gobierna en este país, por toda respuesta, tan sólo busca un nombre. Lo dramático del asunto no radica en que esa pregunta, así de pedestre, no pueda ser respondida, sino más bien en el hecho de que ya está contestada por la Constitución: “El Poder Ejecutivo de la Nación será desempeñado por un ciudadano con el título de ‘Presidente de la Nación Argentina’”, dice el artículo 87. El gobierno mediante la ejecución de las leyes es unipersonalísimo. Pero eso que está contestado por la Carta Magna desde 1853 no es, hoy, conteste con la realidad.

Hace casi dos meses, cuando lideró la peor derrota electoral de un gobierno peronista en la breve historia nacional, Alberto Fernández enfrentó una docena de renuncias de ministros y funcionarios kirchneristas y contestó: “La gestión del gobierno seguirá desarrollándose del modo que yo estime conveniente. Para eso fui elegido”. Cristina Fernández de Kirchner le mandó una carta en la cual le recordó que ella lo escogió para que sea candidato a Presidente. El resultado: el mandatario cambió su gabinete. Y no se fue ninguno de los renunciantes. Hubiera sido preferible guardar silencio y que muchos pensaran que estaba “de prestado”, que decirse y desdecirse para que a nadie le quede ninguna duda.

Desde entonces, los pisos de gastadas maderas de los despachos de la Casa Rosada crujen más que de costumbre, porque el edificio del poder es una cáscara vacía de poder. En la sede del Gobierno no reside quien gobierna.

No menos cierto es que Alberto conserva las vastísimas facultades inherentes al cargo que ostenta. Es decir, no tiene poder real, pero goza de atribuciones formales que no son poca cosa. Por ende, la Vicepresidenta tiene poder real, pero tampoco gobierna. No puede porque está institucionalmente vedada de hacerlo. A lo que suma otra cuestión: la unidad del peronismo en 2019 se consiguió, precisamente, porque ella no iba a ser la que gobernara si se conseguía el triunfo. Mientras Cristina se anunciaba presidenciable, en 2018, algunos parlamentarios y gobernadores lanzaban el “Peronismo Federal” y otros armaban “rancho aparte”. Sólo cuando ella dio un paso atrás y postuló a Alberto fue posible articular a todos los socios del PJ. Cristina mostró ser “la jefa” política, pero la unidad fue con la condición que no fuera la “jefa de Estado”.

Probablemente, en las concepciones verticalistas del poder una cosa es sinónimo de la otra, pero en la oposición plantean esquemas diferentes. Horacio Rodríguez Larreta, por ejemplo, no se reivindica como el jefe político de ningún sector. El jefe de Gobierno porteño no quiere liderar ningún espacio: sólo quiere ser el candidato Presidente.

Por allá

Que en el contexto de un gobierno peronista no pueda responderse algo tan básico como “¿quién gobierna?” representa una grieta fenomenal. No es, meramente, “la grieta” discursiva e ideológica que propone el maniqueísmo como única manera de analizar la coyuntura. Estamos ante una rajadura estructural. Thomas Kuhn definía un paradigma como un universo de interrogantes que contenía, en su interior, el universo de sus soluciones. El problema surge cuando hay preguntas que no pueden responderse dentro del paradigma: esos dilemas lo fisuran y, finalmente, lo colapsan.

La pregunta incontestable, que ha colocado al peronismo en una crisis estructural y a las puertas de una segunda derrota electoral consecutiva, es el gran activo de Juan Manzur como jefe de Gabinete de la Nación. No se trata de que el tucumano sea quien gobierna hoy, sino de que se ofrece como aquel que dialoga con todos los sectores de ese mosaico estallado al que se asemeja el justicialismo después de un traspié en los comicios.

Claro está, el “relato” manzurista debe ser tamizado, para separar la paja del trigo. ¿En qué consiste la propaganda de la Jefatura de Gabinete? En que Manzur es alguien en quien confía el Presidente, con buena relación con la Vicepresidenta, con muy buena relación con Sergio Massa, con ascendencia sobre un número importante de “compañeros” gobernadores y con predicamento en la CGT. Dicho así, más que un “Menemcito”, Manzur sería una suerte de “Peroncito”. Y no cualquier Perón, sino el del 73.

A medida que, dentro de la Casa Rosada, se toma distancia del despacho del Jefe de Gabinete, algunas de esas pretensiones se relativizan. Claro que Manzur ha llegado hasta ese escritorio porque goza de la estima del Presidente (están a un picaporte de distancia uno del otro), y porque la propia Vicepresidenta lo validó en su devastadora carta de septiembre. Pero Alberto no le despeja de vallas el camino al gobernador de licencia: Manzur (como se viene advirtiendo en el Enfoque del Domingo) ya no es el vocero del Gobierno, porque la comunicación de la Casa Rosada viene siendo desperdigada antes que concentrada. La debilidad del jefe de Estado es todo un obstáculo: el martes, Máximo Kirchner se apersonó sin previo aviso en la Casa Rosada y se sumó imprevistamente a una reunión del ministro coordinador con los principales sindicalistas del transporte. Oficialmente, fue una muestra de apoyo. En los hechos, resultó excesivamente espontánea. En todo caso, el episodio deja en claro que el único que puede decir que cuenta con el aval de Cristina es su hijo.

Massa quiere ser presidente en 2023 y, cuando viaja a EEUU, toca a algunas de las puertas a las que también llama Manzur. Y lo atienden. En cuanto a los gobernadores, el sanjuanino Sergio Uñac transita su segundo y último mandato como gobernador y busca proyección nacional. Otro tanto acontece con el cordobés Juan Schiaretti, encarnación del peronismo republicano, y que con 72 años ve en 2023 uno de los últimos vagones para subirse al tren presidencial. Lo que sí es incontestable es la proyección sindical del tucumano: la CGT ha recuperado influencia en la administración federal de la mano de Manzur.

¿Entonces? Entonces, más que un “factor aglutinador” de diferentes sectores, como propone de manera exitista el “relato”, el tucumano opera como un factor de equilibrio entre las diferentes partes, para tomar prestada la figura de otro funcionario nacional que se pasea por el primer piso de la Casa Rosada. Esa sí parece una clave posible: no sólo porque Manzur mantiene los canales de diálogo abiertos con todos los actores del desorganizado peronismo, sino porque ha demostrado ser un gran articulador de intereses. Nada como el escenario provincial para comprobarlo.

Por aquí

Si el gobernador con licencia de jefe de Gabinete decidió abrir el frente nacional y lanzarse a explorar un futuro federal para 2023 es porque ha cerrado el frente provincial que mantenía abierto con el vicegobernador con licencia de mandatario provincial, Osvaldo Jaldo.

Si el escenario político provincial pudiese reducirse a un tablero del TEG (el egregio “Plan Táctico y Estratégico de la Guerra”), entre Manzur y Jaldo rige un pacto bien delimitado. Los ministros que manejan los grandes presupuestos de la Casa de Gobierno (Economía e Interior) reportan directamente con Buenos Aires. Y las secretarías y subsecretarías que administran el presupuesto de la Legislatura reportan directamente al palacio tucumano de 25 de Mayo y San Martín. Es decir, el acuerdo de Manzur y Jaldo en el TEG del poder tucumano no es por “fichitas” sino por continentes.

La pregunta “¿Quién gobierna?” en Tucumán también es compleja de contestar. Pero Manzur y Jaldo encontraron, antes que una respuesta, una estrategia: gobierna la confluencia de intereses. La de uno por consolidar su proyecto nacional; y la del otro por consolidar su proyecto en la provincia. Eso sí: el acuerdo es individual, no sectorial. Es entre Juan Luis Manzur, DNI 20.284.232, y Osvaldo Francisco Jaldo, DNI 12.295.839. No entre “el manzurismo” y “el jaldismo”. Y los chisporroteos que aún se dan se deben a que los respectivos entornos no han terminado de entender que el asiento del que gobierna es un sillón unipersonal, no un sofá de varios cuerpos. Entonces, siguen reclamando escarmientos que, para sus líderes, no tienen lugar en estos momentos. A Juan y a Osvado (como han vuelto a llamarse entre sí) no los une el amor, sino las metas particulares que, hoy, se están cumpliendo para uno y otro.

Tarde o temprano, dicen desde los despachos con vista a la Plaza de Mayo y a la Plaza Independencia, los “compañeros” van a entender. Pero tarde no es lo mismo que temprano, considerando que en nueve días hay que ir a las urnas.

Ahí se sabrá si la capacidad del peronismo para digerir alternativas es tan veloz como pretende el mito. O si los manzuristas que se declaran expuestos y abandonados ante el jaldismo, y los jaldistas que se lamentan ninguneados y sin revancha ante el manzurismo, van a hacer de la digestión lenta un mensaje electoral para sus referentes.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios