Historias de genios que surgieron de la miseria

Historias de genios que surgieron de la miseria

Hace un tiempo conocimos una historia que nos hizo llorar. “Nos emocionó hasta las lágrimas”, rubricaría el lugar común.

Esta historia tenía un protagonista: Colrerd Nkosi. Un hombre de 38 años, nacido y criado en Yobe Nkosi, una aldea ubicada a 300 kilómetros de Lilongwe, capital de Malaui.

Hay lugares pequeños y remotos donde la gente se apellida como su pueblo natal o su ocupación. Como Pablo Córdoba o Sergio Herrero.

Este país está ubicado al sureste de África y no tiene salida al mar, aunque su territorio es un 20% de agua.

Es que parte de su superficie la compone justamente el lago Malaui, el cuarto espejo de agua dulce más grande del mundo.

Explicamos esto porque el agua es importante en esta historia.

Malaui es uno de los países más pobres del planeta.

Su tamaño es como el de Catamarca y Tucumán juntos, 118.000 kilómetros cuadrados. Y su PIB es como el de Formosa, pero con 18 millones de habitantes.

Fue una colonia del imperio británico hasta que se independizó, en 1964.

Colrerd abandonó su aldea durante unos años para ir a estudiar a la capital.

Cuando regresó no pudo adaptarse a lo que ya se había acostumbrado en la ciudad, como tener agua y electricidad, servicios que no había en Yobe.

En la única escuela del pueblo los niños estudiaban con velas.

Gracias a su educación se percató que el río Kasangazi, que fluye frente a su casa, lo hacía con la fuerza suficiente para hacer girar los pedales de su bicicleta.

En ese país hay muchos pequeños ríos caudalosos que alimentan al lago Malaui.

Sin ser electricista pero con sentido común, de nuevo, gracias a que había estudiado, jugó con un dínamo en la bici y logró llevar corriente a su casa.

Pronto comenzaron a visitarlo los habitantes del pueblo para “ver la luz” y de paso cargar sus teléfonos celulares.

Colrerd decidió que tenía que ampliar su proyecto. De paso, suponemos, así podría recuperar su intimidad.

Desvió el curso del río y creó una pequeña cascada. “Hice una turbina hidroeléctrica con el compresor de una heladera vieja y brindé electricidad a seis casas”, le contó Colrerd a Amos Gumulira, corresponsal en Malaui de la Agencia Francesa de Prensa (AFP), la agencia más antigua del mundo.

Hoy toda la aldea de Yobe Nkosi se abastece de electricidad gracias a una pequeña central hidroeléctrica, artesanal, impulsada por el motor de una desgranadora de maíz. Su escuela es la única entre las 17 de la región que tiene iluminación.

Consiguió transportar la electricidad a lo largo de unos dos kilómetros, a través de unos cables parchados, colgados de los árboles como si fueran postes de luz.

Los vecinos pagan un dólar por mes para cubrir los gastos de mantenimiento.

Su sueño es extender la red para abastecer de energía a otros pueblos y escuelas de la zona.

En Malaui el 85% de la población es rural y sólo el 11% cuenta con acceso a la electricidad. En el campo, sólo el 4% tiene luz.

Esta hazaña atrajo la atención del gobierno, que a través del Ministerio de Energía se comprometió a colaborar “tendiendo líneas eléctricas seguras y fiables”, para llevarle electricidad a las 18.000 personas que habitan esa región y que viven sin luz.

En algunas casas de la aldea ya pueden ver incluso televisión. Otras se han equipado con heladeras, bombas de agua o herramientas eléctricas para desarrollar distintos oficios.

Del agua al viento

Este testimonio inspirador que publicó AFP hace dos meses nos trajo a la memoria otra historia emocionante, que conocimos hace un par de años, gracias a la conmovedora película, “El niño que domó el viento”, disponible en Netflix desde 2019.

Este filme está basado en la memoria “The Boy Who Harnessed The Wind”, de William Kamkwamba y Bryan Mealer.

Curiosa y mágicamente, las dos historias ocurrieron en Malaui. Algo estará haciendo Dios, pensará un creyente, para compensar a esa nación con tanta hambruna.

Kamkwamba era un niño que a los 13 años, en 2001, fue expulsado de su escuela porque no podía pagar la cuota.

Esta crisis personal lo empujó a construir, en 2002, un molino de viento (aerogenerador) para llevar electricidad a su casa en la aldea de Wimbe, ubicada a 32 kilómetros de una ciudad llamada Kasungu, un poco más grande que Monteros.

Este niño utilizó madera de eucalipto, piezas de bicicleta y materiales recogidos del basurero del pueblo, para construir una bomba de agua que funciona con energía eólica.

A partir de allí logró suministrar por primera vez agua potable a su pueblo.

Luego hizo otras dos turbinas eólicas, la más alta de 11,8 metros.

Al no poder asistir a la escuela, Kamkwamba empezó a visitar la biblioteca del pueblo.

Era un niño inquieto, curioso y ávido por aprender. Allí se topó con el libro “Using Energy” (Utilizando Energía), que lo inspiró para crear el aerogenerador.

Empezó con un dínamo barato y terminó construyendo una turbina eólica.

Cuando esta historia comenzó a difundirse, su fama se disparó por todo el país y después por el mundo, hasta que finalmente sus memorias se convirtieron en un “best seller” y luego en una película.

Pobreza rodeada de agua

Cuando leímos la magnífica crónica sobre la hazaña de Colrerd Nkosi lo primero que se nos vino a la mente fueron las decenas de ríos y arroyos tucumanos, de montaña y de llanura.

¿Cuánta energía estamos dejando de producir, dejando que fluya en medio de cursos de agua contaminados?

Con lo muy poco que hoy se hace en la provincia en materia hidroeléctrica, a Tucumán le alcanza para producir más del doble de la energía que consume. El resto se exporta.

Si este muchacho de Malaui le dio luz a seis hogares con una heladera vieja, en esta región bendecida por la naturaleza la electricidad debería ser gratuita.

Sin embargo, una familia tucumana paga en promedio una tarifa de luz ocho veces más cara que una familia del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA).

En este país unitario y desigual hasta el hueso, la ciudad más rica abona los servicios más baratos, la mayoría de ellos subsidiados por las provincias.

Por ejemplo, según el Indec, por cada $1,6 que paga un porteño por el transporte público, en el NOA se pagan 12,6 pesos. En Córdoba, $ 18,8, y en Cuyo $21,3.

Volviendo a las inspiradoras experiencias de Malaui, nuestras autoridades deberían extender y fomentar estos ejemplos, sobre todo entre los sectores más postergados y vulnerables, tanto rurales como urbanos.

Y con seguridad deben existir ejemplos nuestros de superación y genialidad que no se conocen, que no han trascendido.

Películas como “El niño que domó el viento” deberían proyectarse en todas las escuelas.

Historias como la de Colrerd Nkosi y su bicicleta que “fabricaba luz” también tendrían que enseñarse en las aulas, con gráficos y dibujitos, para que todos aprendan que con un poco de imaginación y escasos recursos se puede progresar un montón.

Sin dudas estos relatos podrían inspirar y entusiasmar a cientos de chicos tucumanos.

En épocas proselitistas, como ahora, los candidatos deberían aprovechar los espacios publicitarios para difundir historias como estas, en vez de gastar millones repitiendo las mismas consignas vacías de siempre.

Según el último censo, en 2010 había en la provincia 13.515 viviendas sin energía eléctrica, donde residían casi 60.000 personas.

Es criminal, y tristísimo, que ocurra esto en una potencia hídrica como Tucumán.

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