El regreso

El regreso

Por Fabián Soberón - Escritor.

26 Septiembre 2021

Verdad es que otra vez vine aquí abajo

conjurado por aquella Ericto cruda…

Dante, Infierno, Canto IX

Un minuto antes de su muerte, Dante decide huir. El viaje dura 700 años y aterriza, en septiembre de 2021, en una azotea de Roma. Desciende por una escalera rudimentaria y camina por una calle angosta hasta que alcanza una esquina proverbial. Allí conversa en una lengua heteróclita con unos vecinos sorprendidos que apenas lo entienden. El hombre calvo le sugiere que visite la biblioteca municipal. El otro, con un cigarrillo en la mano, lo invita a entrar al sitio de internet de la Universidad de Florencia.

En noches ubérrimas Dante Alighieri revisa las bibliotecas digitales y los múltiples lomos que se han escrito sobre la Comedia. Una tarde, asombrado, se instala en un puente del río Tíber. Mientras contempla las ruinas, las siluetas violáceas y los círculos de agua, repasa en su memoria los nombres de los que han pensado su vida, ya casi irreconocible: Bocaccio, Auerbach, Borges…

Se instala en un departamento en los alrededores de la Piazza Navona: días y noches cuenta los artículos que lo mencionan. Advierte que el original de su Comedia está perdido y que las millones de copias repiten una versión que no es la suya. El poema es de los otros, de los millones de lectores que pululan en los rincones del mundo. Un mes más tarde, azorado y extrañamente culposo, se sienta en un bar ubicado al frente de la Fontana di Trevi. Saca un cuaderno y anota: “Jamás imaginé el cúmulo numeroso de estudios sobre mi poema”.

No puede controlar el pasmo que lo invade ante la miríada de traducciones. Toca con los ojos el número inabarcable y la acumulación del pasado tiembla en sus párpados: sitios web, libros sobre libros acerca de su obra, catálogos y revistas que siguen estudiando el poema inagotable. Las citas y las cifras inventan un laberinto. ¿Hay algo más feliz que la serie de libros que surge cuando conectamos un volumen con otro? En el cemento incipiente, dibuja una línea que une una sombra con otra sombra, una página con otra página, y así hasta el infinito.

Dante descubre, incrédulo, que es menos un poeta que una zona de la historia literaria. Se toca la piel –para constatar si lo que vive es una alucinación– y mira la multitud indiferente. A pesar de todo lo ocurrido en el exilio, supone que hay algo inusual en su experiencia. La realidad lo abisma y un mareo lo obnubila: ¿quién, en su sano juicio, puede imaginarse como la forma corporal de la literatura?

Afiebrado y compulsivo, Dante regresa al departamento. Arma un índice provisorio con los estudios sobre su obra en unos cuadernos negros que ha conseguido en una librería pequeña ubicada al lado del Coliseo.

A la madrugada, un tren lo traslada a una ciudad que podría ser la capital de un país sudamericano. Por instinto, sigue los pasos de un hombre que recoge cartón y papeles tirados en un barrio arenoso. Dante carga en su mochila los cuadernos y los últimos versos.

La ciudad le parece extraña, al principio, un oasis urbano en medio del periplo. Aunque no la conoce -nunca ha estado allí- siente un aire de familia, como si en un sueño hubiera visitado sus contornos difusos. Guiado menos por la razón que por la pasión, ingresa a un museo. En los salones apretados contempla una serie de pinturas planas y sencillas: ve el encuadre de una inundación, el retrato de un hombre calvo, la barcaza que cruza el río y la imagen agrandada de Virgilio o de alguien que se le parece. Dante lanza una palabra agitada, una especie de rezo:

- Maestro.

Al salir de los angostos pasillos llenos de pinturas, el florentino recorre las callecitas de tierra del villorio. Las chapas, los cartones y las puertas estrechas pululan entre el polvo y las piedras. Un chico desnutrido lo increpa. Él se toca la cabeza y se pellizca la piel. Supone que es un desvarío. Su maestro le ha dicho en uno de los tramos del viaje irrepetible: “No es la primera vez que vengo por estos senderos. Hice este viaje por pedido de la cruel maga Ericto”. Dante piensa que está repitiendo el destino del maestro; está empezando de nuevo.

Un viejo desdentado le sale al paso y le explica que es el último círculo del infierno. Dante sobreentiende que se trata del noveno. ¿Es un déjà vu? Se arremanga la camisa y mira el color aceitunado de su piel. Levanta los brazos hacia el cielo y observa detenidamente. Comprueba que las nubes corren lentamente por el manto azulado y tenue. Frente al anciano desconocido, esboza una crítica a los gobernantes que rechazan a los refugiados. “Son exiliados”, dice. El viejo apenas lo mira. Luego le dice que está en contra de los tibios. 

Cuando se da la vuelta, el viejo desdentado se ha ido. Una pena incontrolable lo abraza: ha perdido para siempre a su nuevo Virgilio. Camina sin rumbo hasta que se topa con una cola larga hecha de mujeres y hombres que esperan una vianda de comida. Más adelante, un grupo de adolescentes alimentan un fuego encendido con los retazos de unas leñas arruinadas. El humo alto lo hace toser. Los muchachos se ríen y uno de ellos lo empuja. Dante se queja y les pide que lo dejen tranquilo. Advierte que lo tratan como a una  sombra viva.

Se mete en el mercado. Come un plato de carne en el corazón del bullicio. Un vendedor ambulante se acerca con interés espurio. Dante no se achica. La idea del infierno invertido inunda su mente. La idea de orfandad -la que sintieron sus hijos en la perdida patria florentina- lo atraviesa y lo hace correr. Se aleja tanto del barrio que llega a una planicie llena de basura. Agotado, cae de rodillas y gime, solo. Se encuentra en medio del estiércol y los desechos tóxicos. 

Por un instante, siente que ha vuelto a su mundo: está habituado a la intemperie.
Se duerme entre las ramas, las botellas vacías y los sachets de yogur. El frío del alba lo despierta. En el horizonte límpido, Dante contempla una rosa blanca, tan clara como la nieve, y en el centro de la flor cándida ve una mujer que le remite, vagamente, a Beatriz. Cubierto por una pequeña manta, advierte que ya está en Rávena y que continúa su penosa odisea en el exilio. Al instante siguiente, muere. Es una mañana helada de septiembre de 1321.

© LA GACETA

Fabián Soberón - Escritor.

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