Amigos enfrentados, el gran desafío en Tucumán

Amigos enfrentados, el gran desafío en Tucumán

Educar a sus hijos en el corazón del Imperio es el lujo que se dan las familias pudientes americanas. Enviarlos a estudiar Derecho en la Universidad de Salamanca, por ejemplo. Y allí están, cuando el siglo XVIII recorre la recta final y la Revolución Francesa se cocina a fuego lento en las calles de París, dos criollos dispuestos a devorarse el mundo, impulsados por el hambre de la juventud. Manuel Belgrano, porteño. Pio Tristán, arequipeño. Y traban amistad, cómo no. Belgrano es tres años mayor, pero no dejan de ser dos adolescentes desarraigados, deslumbrados a la vez por los oropeles de las aulas más antiguas y prestigiosas del mundo hispánico. Allí están Belgrano y Tristán, codo a codo, ignorantes de la vuelta de tuerca que la historia les ha preparado. Los compañeros de España serán los rivales de Tucumán.

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Entrevistada por LA GACETA, la Doctora en Historia Marisa Davio tocó un interesante tema de debate, referido a cómo la historiografía reciente está revisando la Guerra de la Independencia. “Es a fin de cuentas una guerra civil, porque la mayoría de las tropas -realistas y patriotas- son americanas. Sólo algunos oficiales eran españoles, el resto eran americanos que luchaban con otra identificación. No es que unos eran buenos y otros malos, realmente era así”, explica Davio. La adscripción a cada bando obedecía a distintos motivos, algunos más loables -como las convicciones ideológicas-, otros más terrenales -como la conveniencia política y económica- y otros, simplemente, por una cuestión de obligación. Se entiende entonces que los cambios de camiseta estaban a la orden del día y el propio Tristán fue un ejemplo en ese sentido: de soldado del dominio imperial español, con el tiempo mutó en soldado del republicanismo peruano.

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Belgrano regresa de Europa en 1794 y de inmediato es designado funcionario del Virreinato del Río de la Plata: asume la secretaría del Consulado. En 1797, el virrey Pedro de Melo lo nombra Capitán de Milicias. ¿Y quién está en Buenos Aires en esos momentos, desempeñándose -justamente- como ayudante de Melo? Pío Tristán. Los caminos de los camaradas vuelven a cruzarse. Pero se aproxima el año bisagra, 1809, cuando estallan las rebeliones en el Alto Perú y Tristán es convocado por su primo, José de Goyeneche -otro arequipeño-, para que le aporte su experiencia militar al ejército realista. La causa de Tristán, decididamente, no será la Independencia americana. No al menos en esos instantes cruciales, cuando se enciende la llama emancipadora.

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El ritmo que les imprime Belgrano a sus acciones es vertiginoso. Clave en la urdimbre de la Revolución de 1810, el 25 de mayo ocupa en una vocalía de la Primera Junta. En septiembre parte al Paraguay y en marzo de 1811 cae derrotado en Tacuarí. Vuelve a la carga en 1812 y crea dos baterías a orillas del Paraná -Libertad e Independencia-, a las que hace formar el 27 de febrero frente a una bandera celeste y blanca. Mientras, del norte llegan pésimas noticias: la derrota en Huaqui fue un desastre y los realistas avanzan. De ese Ejército Auxiliar del Perú -conocido como Ejército del Norte-, casi en desbandada, debe hacerse cargo Belgrano. No hay forma de sostener las posiciones y consigue del pueblo jujeño el máximo sacrificio: acompañarlo en un éxodo, dejando tierra arrasada. Los enemigos, envalentonados, superiores en número y en poder de fuego, están embarcados en una carrera que puede depositarlos en Buenos Aires. En el camino, claro, aparece Tucumán. Los comanda Pío Tristán.

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Entre toda esta fiebre bélica, durante aquel 1812 determinante para la suerte de la futura Argentina, Belgrano toma la pluma y el tintero para escribirle una carta a su amigo. “Mi querido Pío: ¡cuán distante estaba yo de venir a escribirte en estos lugares! La enfermedad de Pueyrredón me ha conducido hasta aquí desde las orillas del Paraná, donde me hallaba con mi regimiento, poniendo una puerta impenetrable para todos los enemigos de la patria. Fui el pacificador de la gran provincia del Paraguay. ¿No me será posible lograr otra tan dulce satisfacción en estas provincias? Una esperanza muy lisonjera me asiste de conseguir un fin tan justo, cuando veo a tu primo (Goyeneche) y a ti, de principales jefes”. La “esperanza lisonjera” se acrecienta cuando el 3 de septiembre los patriotas dispersan a los realistas en el río Las Piedras. Es un espaldarazo para quienes aconsejan a Belgrano que desconozca las directivas de Buenos Aires y se plante en Tucumán. La “dulce satisfacción” de no retroceder para salvar la Revolución en un todo o nada la jornada del 24. Contener al muy querido amigo Tristán y rechazarlo hacia el norte. Criollo contra criollo.

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Tristán estaba convencido de que el ejército patriota se había marchado. De allí la sorpresa que se llevó el 23 de septiembre, cuando su avanzada le confirmó que Belgrano no había dejado un destacamento en Tucumán, sino que lo esperaba listo para combatir. Lo sucedido el día siguiente fue tan confuso y cambiante que el General Paz confesó lo mucho que le costaba describir la batalla, condimentada además por el ventarrón que se levantó en el fragor de la lucha y por la manga de langostas que desconcertó al enemigo. La diferencia la había marcado la arrolladora caballería gaucha, pero tras la retirada realista Belgrano prefirió cerciorarse del estado de cosas y para eso acantonó el ejército en la ciudad. Tristán quedó en una posición ambigua, pero peligrosa. Dudó algunas horas y recién la tarde del 25 decidió marcharse a Salta. Belgrano redactó el parte victorioso el 26.

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A todos esos criollos que combatían bajo los estandartes españoles Belgrano esperaba convencerlos para que cambiaran de bando. Por eso, cuando la batalla de Salta estaba ganada y Tristán ofreció capitular, Belgrano le dijo que sí y en el mensaje dejó escapar un lamento: “se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana”. Pero Belgrano hizo mucho más: no aceptó la espada que Tristán le tributaba al rendirse y lo abrazó; prohibió los fusilamientos y dejó ir a los jefes enemigos. Todos habían jurado no volver a combatir contra la Revolución, pero varios faltaron a su palabra. No así Tristán, porque colgó el uniforme y regresó a Perú para dedicarse a uno de sus pasatiempos infalibles: engrosar la fortuna familiar.

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El rumbo de los amigos diverge. Belgrano morirá no mucho después, en 1820, pobre y solitario. A Tristán lo aguarda toda clase de peripecias. En 1824 y durante seis días fue el último Virrey del Perú, y una vez entregado el poder se convirtió en un ferviente republicano. Jamás resignó sus aspiraciones políticas y en 1838 lo vemos presidiendo el Estado Sud Peruano. Murió en Lima en 1859, a los 87 años. Era uno de los hombres más ricos del país y su condición de bastión del poder colonial constituía apenas una nota al pie. De la Batalla de Tucumán habían transcurrido 47 años. Del paso por Salamanca, junto a Belgrano, el recorte de dos jóvenes empeñados en beberse la vida a bocanadas.

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