Los hijos de la gran brecha

Los hijos de la gran brecha

20 Septiembre 2021

Walter Gallardo

Madrid, España

En ocasiones, las palabras no alcanzan. Es posible que vocablos de peso como injusticia, olvido o tragedia acaben siendo débiles ecos en una habitación vacía, disociados de imágenes, si no van acompañados de una historia y de un contexto que conecten el cerebro con las emociones. Sucede cuando se habla de desigualdad apelando a útiles e imprescindibles detalles estadísticos, pero sólo a ellos, como si detrás de cada dígito no hubiera una persona desdichada, un niño malnutrido, jóvenes sin empleo, muchedumbres buscando quimeras en el exilio o miles de seres humanos sin acceso a la educación o a la atención sanitaria. Crónicas de la vida diaria que no caben en un documento de Excel.

“Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo”, dice con acierto Lev Tolstói en el magistral primer párrafo de “Anna Karenina”. De la segunda parte de esta frase es de la que no se ocupan las generalizaciones, ni los discursos políticos oportunistas y de promesa fácil, ni las mezquindades de quienes niegan la realidad o la trastocan para no admitir que en gran medida son parte del problema o el problema. Sin embargo, la desigualdad no entiende de indiferencia: está hecha de evidentes y humillantes contrastes.

Hace unos años, mientras recorría una larga avenida en el viejo Delhi, la zona más antigua de la capital india, me llamó la atención la cantidad de carteles colgados de las columnas de iluminación que decían “Thank you” en nombre del diario The Times of India, el periódico en inglés de mayor circulación en todo el mundo. Agradecía la fidelidad de sus lectores, aunque no estoy seguro de que fuera consciente del sarcasmo: alrededor del 30 por ciento de los ciudadanos indios no sabe leer ni escribir, lo que en números son casi 300 millones de analfabetos, 300 millones de seres que viven a oscuras en el universo de la palabra escrita. Pese a ello, la economía del país, si bien puede sonar contradictorio -y casi todo lo es en la relación entre riqueza y desarrollo en un sinfín de casos-, está entre las 10 más importantes del mundo.

“¿Cómo se llama esto? Y, aún más, ¿cómo se explica?”, me pregunté entonces. Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía, tiene la respuesta: “La gran brecha”, título también de uno de sus libros. La brecha entre el uno por ciento que acumula los ingresos y maneja los hilos del poder y el 99 restante que obedece las reglas de aquel para acabar donde siempre ha estado o peor. “Distribuir mal la riqueza deslegitima la democracia”, argumenta. “Se traduce en una menor igualdad de oportunidades para los ciudadanos”.

En aquel viaje tuve la oportunidad de visitar una fábrica en las afueras de la ciudad, en el camino a Jaipur, y, después del recorrido, de hablar con su propietario. Me encontré con unos mil trabajadores apretujados en cuartos donde no era fácil respirar, con un régimen de 12 horas por jornada, 6 días a la semana y salarios de unos cien dólares mensuales. Entre ellos había muchos niños y adolescentes, delgados y con los ojos luminosos, aún dispuestos a sonreír pese a su aire melancólico. Sentí que no debían estar allí sino en un aula o en sus juegos con amigos. Ante las visitas, no obstante, tenían que parecer felices.

El propietario, un hombre calvo y voluminoso, vestido de blanco, esperaba en su despacho a salvo del calor húmedo y agobiante del exterior. Antes de entrar en su oficina, vi en el garaje un automóvil lujoso de marca alemana, con el motor en marcha y sin ocupantes, custodiado por dos hombres. La conversación duraría un par de horas. En cierto momento quise obtener su impresión sobre la economía del país. Hizo entonces una larga pausa un tanto teatral, con la mirada en alto, oculta tras unas gafas oscuras, y, al cabo de un desesperante minuto, apenas dijo: “it’s growing” (está creciendo) Y unos segundos después, repitió con apatía: “it’s growing”. Me pregunté qué detalles callaba el silencio que había precedido a las palabras, sin duda la parte más interesante de toda su respuesta. No quiso profundizar. Prefirió hablar de sus millonarias exportaciones y, como toque personal, de sus años locos como estudiante en California. Al salir, comprobé que los custodios no se habían movido y que el motor del coche alemán seguía en marcha. No aguanté la curiosidad y les pregunté qué hacían. Con orgullo, respondieron que se encargaban de que el vehículo estuviera bien refrigerado para cuando su jefe decidiera subir. ¿Hablábamos de desigualdad? Bien, creo que ese día aprendí una lección.

Otras lecciones están hoy aquí. Resulta difícil ignorar noticias que se ubican en polos opuestos y, así y todo, conviven con una naturalidad escandalosa. La pandemia, sin duda, ha sido la luz que nos sorprendió desnudos y el combustible para acelerar dificultades endémicas. Naciones Unidas alerta sobre un “empeoramiento espectacular” de las cifras del hambre a nivel global. “La Covid-19 ha dejado en claro la conexión entre desigualdad, pobreza, alimentación y enfermedades”, afirma el secretario general de la ONU, António Guterres. Los números nos cuentan, por ejemplo, que un tercio de la población de África, 450 millones, vive con menos de 1,25 dólares al día, incluso en territorios con envidiables recursos naturales. Es decir, miseria en medio de la abundancia.

Pero las carencias y el hambre (se usa ahora el eufemismo “inseguridad alimentaria”) no son exclusivos del mundo subdesarrollado o del siempre “en desarrollo”. Según Feeding America, en Estados Unidos 45 millones de personas, con distinto grado de apremio, se enfrentan cotidianamente al desafío de conseguir algo que comer. De ese total, 13 millones son niños; las minorías y los inmigrantes, los sectores más afectados. Paradójicamente, en las ciudades más opulentas es donde más se pide comida y donde, por otro lado, más cantidad se derrocha o se tira a la basura.

Mientras tanto, nada de esto impide que el dinero llueva copiosamente en otros ámbitos o se lo exhiba con vanidad. Según Forbes, el número de nuevos multimillonarios experimentó una “explosión” este último año. Un 86% de ellos mejoró su estatus financiero en medio de la crisis del coronavirus. Curioso, la gran mayoría de trabajadores, con o sin empleo, opina que en el mismo período su situación ha empeorado, como si una cosa llevara a la otra.

En medio de estas turbulencias, créase o no, hubo un hombre que ganó 13 mil millones de dólares en un solo día. Al recordarlo, me pregunto cuál habrá sido el comentario que hizo al volver a casa en aquella jornada. Imagino que algo así como “no sabes lo que me ha pasado hoy”. Ese es Jeff Bezos, presidente ejecutivo de Amazon, ahora entusiasmado con su empresa de viajes espaciales Blue Origin. Y aquí podríamos detenernos en un detalle inquietante: encontrar dinero para causas justas, todos lo saben, es una ardua tarea, pero allí están los más de 600 entusiastas (acaudalados) que ya reservaron por medio millón de dólares un asiento en un cohete para pasearse sólo 11 minutos fuera de la atmósfera, flotar en la ingravidez como en un juego de niños y ver la corteza de la tierra. No será el precio final, por supuesto. El primer turista que pagó el pasaje completo desembolsó 28 millones.

La vacuna contra el coronavirus ocupa otro capítulo de esta historia de desigualdad. De acuerdo con la ONG Médicos Sin Fronteras, 70 países no vacunaron ni siquiera al 1 % de su población, algunos porque no cuentan con dinero para asegurarse el suministro o porque la corrupción lo impide de mil formas, y otros por la torpeza de sus gobernantes. Por el contrario, en ciertas ciudades del planeta se ofrece la dosis a quienes comen una hamburguesa en un lugar determinado, incluso una recompensa de cien dólares (EE. UU.), o una porción de pizza (Gran Bretaña). Y si faltara alguna pieza para este mosaico, dos farmacéuticas -según Financial Times- aumentarán el precio de sus vacunas un 30 %. Así, en 2022 se prevé que Pfizer ingrese 56.000 millones de dólares por su producto y Moderna unos 30.000 millones por el suyo.

En suma y volviendo al comienzo, las palabras no alcanzan en ciertas situaciones: cuando no transmiten sus significados o sus significados ya nada importan; cuando no tienen ningún efecto porque la realidad es sorda y distante, y cuando las grandes decisiones están lejos de la voluntad mayoritaria, de lo que la que gente dice y quiere, como si ninguna pudiera ser tomada sin el permiso de los intereses a los cuales la política se somete en su papel de súbdita en muchos gobiernos y parlamentos. Esto deja al ciudadano indefenso e impotente, a la intemperie. Sus necesidades vitales, como comer o estar sano, jamás pueden ser un engaño o una coartada. Lo recuerda Joseph Roth en “El profeta mudo”: “El cinismo nunca le está permitido al individuo. Sólo pueden hacer uso de él las patrias, los partidos y los que administran el futuro”.

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