“Ni los años ni la fealdad me preocuparon nunca”

“Ni los años ni la fealdad me preocuparon nunca”

Un responso de tango despidió hace 35 años a uno de los cantores fundamentales de la música ciudadana argentina.

San Telmo. La voz se sienta en el empedrado, estremeciéndole la angustia al silencio. Una garganta explota en tango, desbordando un sentimiento en la guitarra. “¡Ya sé que me hace daño! ¡Yo sé que lastimo llorando mi sermón de vino! Pero es el viejo amor que tiembla, bandoneón, y busca en un licor que aturda, la curda que al final termine la función corriéndole un telón al corazón...” El alma deambula aún por las paredes de El Viejo Almacén. Busca en la memoria del olvido aquel eco de un tiempo que ya fue.

1911, junio 8. A pocos pasos de Puente Alsina, ese jueves, “el feo que canta lindo” ve el primer amanecer. Su padre ferroviario lo lleva luego a Saavedra, donde la ciudad, por entonces, se extravía en el campo. Una galería. Un patio. Siete higueras. Allí, brotan pasiones: la guitarra, el tango, el lunfardo. Los dedos del tío Alberto le revelan en la infancia los secretos de las seis cuerdas.

La broma y el azar

El canto despierta en la década del 30. “En esos años se cantaba en la radio, más por cariño que por plata. Nunca se nos pasó por la cabeza que podríamos vivir de la música. En casa de un amigo solíamos reunirnos para tocar y cantar. Y se nos ocurrió una broma inocente. Tomamos el teléfono y marcamos al azar y si quien nos atendía era una mujer yo le cantaba. Ese día nos atendió una mujer. Ella dijo: ‘¿ustedes han puesto un disco o es una persona?’ Mi amigo le contestó que era yo. ‘¿Por qué no canta un poco más?’. Cuando concluí, me pidió que fuera por su casa. Allí vivía Julio De Caro; su hermano José estaba formando una orquesta y necesitaba un cantor. Me contrató. Cosas como estas me pasaron muchas. Por eso creo en el destino”, recuerda.

Al despuntar los años 40, su registro de bajo-barítono choca bruscamente con la moda de los cantantes atenorados: “las orquestas comenzaron a rechazarme; me escuchaban, pero no me daban trabajo”. Abandona durante cinco años el canto. Nuevamente la casualidad. En Radio El Mundo, le piden que cante dos piezas. La mujer de Horacio Salgán lo escucha y este lo convoca. “Vea, si me aplaude la gente, me quedo. Si no, terminamos como amigos”, le dice con humildad al pianista. Se queda tres años.

Florando en el adiós

Un pedazo de barrio, allá en Pompeya, lo arrima a Pichuco Troilo. La voz arrulla esta vez a un bandoneón. Hay tangos que se vuelven emblemáticos en su garganta: “tus veinte años temblando de cariño bajo el beso que entonces te robé. Nostalgias de las cosas que han pasado, arena que la vida se llevó, pesadumbre del barrio que ha cambiado, y amargura del sueño que murió…” Se toma algunas licencias con la letra de Homero Manzi: “cambié florando por flotando. ¡Qué hermoso término, florando! Lo que pasa es que cuando comencé a cantarlo, el público no comprendía el significado de ese verbo; me preguntaban qué quería decir. Entonces, con el consentimiento de Manzi, lo reemplacé por flotando. También en la segunda parte hice un cambio: troqué ‘y mi amor y tu ventana’ por ‘y mi amor en tu ventana’. Por supuesto, Homero estuvo de acuerdo”, explica.

Estudia canto en el conservatorio. A partir del 50, sigue solo. “No voy a decir que soy un tipo lindo. La ‘napia’ me anduvo siempre delante de los pies; el mentón es tirando a prominente. Tampoco digo que, por ser fiero, uno es más macho o mejor cantor. Pero ni los años ni la fealdad me preocuparon nunca”, dice.

El lunfardo es un amigo de la adolescencia. La jerga de payadores carreros y malandras habita varios de sus tangos y milongas: “sos cadenera, flor sin berretines, que currás a los cuores con tu rango; pero el choma que aceita tus patines es canchero y varón, se llama tango…”

Giras, éxitos. Estados Unidos. Japón. “La última curda”, “Yira yira”, “El último organito”... 1969. Funda en un desvelo de San Telmo “El viejo almacén”. Allí, el dos por cuatro suelta sus duendes. Integrante de la Academia del Lunfardo, admira a El Zorzal: “el único que las tuvo todas: voz, inteligencia, pinta, emotividad fue Carlos Gardel. Después de él, cada uno se defendió con lo que pudo. Desde que tengo uso de razón, el tango está en crisis. Siendo una expresión popular, es lógico que atraviese por las mismas experiencias de los argentinos. El tango no es más que un reflejo de nuestra realidad cotidiana”.

Abstemio, pero no de noches, indiferente al tabaco, su felicidad es ejercer de pájaro: “desde los 17 años me acuesto a las cinco. Canto, estudio, escribo, toco la guitarra, camino, tengo proyectos y una persona de 74 años no hace todo esto”.

1986, enero 18. Un “cuore” averiado viene en picada por el empedrado de San Telmo, ese sábado. “No le tengo miedo a la muerte. Es más difícil vivir que morir. La muerte es más natural que la vida: uno nace por accidente, pero muere por destino”, piensa. “Un farol... un portón... -igual que un tango- y este llanto mío entre mis manos y ese cielo de verano que partió…” La melodía de ese yuyo verde arropa tal vez el sueño inmóvil de Edmundo Rivero.

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