¿Cómo sería el Día Tucumano de la Honestidad?

¿Cómo sería el Día Tucumano de la Honestidad?

“No quiero una cara bonita que me cuente lindas mentiras... Todo lo que quiero es alguien en quien creer”, dice la canción de Billy Joel, infaltable al menos una vez a la semana en las listas de clásicos de las FM. El tema se llama “Honesty” y el estribillo es un canto a la tristeza: “honestidad es una palabra tan solitaria... Todo el mundo es tan falso...” En Estados Unidos cada 30 de abril el hit, que está próximo a cumplir medio siglo y envejeció admirablemente, se reinventa por obra y gracia del escritor y político M. Hirsh Goldberg, propulsor del “Día de la Honestidad”. La celebración nació en 1991 y festeja hoy tres décadas de vigencia, así que allá en el lejano norte los medios le sacan lustre a la canción de Billy Joel y la emplean como telón de fondo para hablar, al menos por un ratito, de ese alguien en quien tanto necesitamos creer. Y funciona.

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A Goldberg lo obsesionó desde siempre esta cuestión de la honestidad. De hecho escribió “El libro de las mentiras: pequeños engaños, cuentos, ardides, estafas, falsificaciones y fraudes que han cambiado el curso de la historia y que afectan nuestra vida diaria”. En esa recopilación se preocupa por determinar cuántas veces mentimos al día. Según una encuesta realizada por el Museo de Ciencias de Londres entre 3.000 ciudadanos británicos, los hombres son más mentirosos que las mujeres: ellos mienten tres veces cada 24 horas; ellas dos veces. ¿Por qué -se preguntó Goldberg- no dedicarle una jornada a la honestidad? ¿Por qué no instituir un día en el que esté prohibido mentir? Se le ocurrió que el 30 de abril era un buen momento, teniendo en cuenta que en Estados Unidos el 1 de abril es la “celebración” contraria: esa de “que la inocencia te valga”. Bien, sostuvo Goldberg, si al principio de mes valen las mentiras y las bromas, por más pesadas que sean, que a fin de mes el efecto sea el opuesto. Entonces, como en esa película de Jim Carrey en la que un niño pide al soplar las velitas que su padre no pueda decir mentiras, hoy en Estados Unidos hay que cuidarse de faltar a la verdad. De ahí a que lo cumplan...

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Que a alguien se le ocurra celebrar la honestidad parece de ciencia ficción. Los estadounidenses lo hacen desde 1991, cuando el concepto de posverdad y de noticias falsas estaba a años luz del desarrollo actual. Pero a Goldberg, como a mucha gente, lo preocupaba la degradación de la clase política, reflejo de una sociedad que se adentraba en la nueva década marcada por el desánimo. La fiesta de los 80, caracterizada por los yuppies, la euforia de Wall Street y las reaganomics, había terminado de la peor manera. No sólo flotaba la resaca de la crisis económica; tambien el fantasma de la Guerra del Golfo espantaba con funestos pronósticos. Si la ciudadanía se sentía engañada, como lo había estado a mediados de los 70 a causa del Watergate, era el momento de volver a las fuentes. A alguna fuente. Por lo menos, buscar una tabla a la que aferrarse. ¿Por qué no la honestidad?

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Mucho más acá, en octubre de 2016, se lanzó en Inglaterra el Día Internacional de los Valores. Una especie de brújula moral para quienes se rinden ante la carga de corrupción, conflictos y vileza que domina buena parte del discurso y de las acciones de sus congéneres. La cuestión de los “valores” siempre es tema de debate: los que para algunos son esenciales, para otros son inservibles; los que para algunos son prioritarios, para otros son descartables. Por lo general se habla de “valores” como un todo difuso y propio de un pasado idealizado. “En esa época había valores”, se repite. Sí, pero ¿cuáles? ¿Y funcionales a quiénes? Consciente de este berenjenal, en el que prudentemente no quiso meterse, el propulsor de la iniciativa -Charles Fowler- habló de cuatro conceptos básicos e indiscutibles: empatía, honestidad, justicia y compasión. Fue así que el Día Internacional de los Valores realizó un llamado al amor por la gente, por el planeta, por la paz y por las generaciones futuras. Y algo más, un punto en el que David Gurteen -uno de los expositores- dio en la tecla cuando apuntó: “debemos ser valientes e iniciar el proceso de cambio primero dentro de nosotros mismos. Esto incluye la necesidad de la introspección y de la humildad”.

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Porque claro, todos queremos formar parte de una sociedad honesta, plural, justa y compasiva, la otra cara de la jungla en la que a duras penas sobrevivimos. Pero eso sí: esperando que los motores del cambio sean los demás. Esto se liga con la calidad de la clase política y de quienes nos conducen, blanco de las quejas que a diario proferimos por mil motivos. ¿De dónde se cree que salieron los gobernantes? ¿De la espuma de mar? ¿Son extraterrestres? ¿O no representan, a fin de cuentas, la expresión más visible de la sociedad de la que forman parte? ¿A quién se le ocurre esperar que surjan estadistas de una ciudadanía que no es honesta, ni justa, ni plural, ni compasiva?

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Aquí vale una leve pero necesaria disgresión, referida a una incómoda rama de la honestidad, y es el honestismo. En más de un artículo Martín Caparrós se refirió a esta cuestión. ¿Qué espera de un gobernante?, suele preguntarse. “Que sea honesto”, es la respuesta casi automática. Y es la respuesta incorrecta. O mejor dicho, es la respuesta incorrecta si no estuviéramos tan mal como para reclamar lo obvio, de lo que ni siquiera debería hablarse. No se le puede pedir como condición excepcional a un gobernante que sea honesto, sencillamente, porque no es algo excepcional, sino natural. Es como armar un equipo de fútbol y ante la pregunta “¿qué esperás del arquero?”, la contestación sea “que tenga dos manos”. A un gobernante lo que se le pide, además de capacidad para resolver los problemas y para anticiparse a ellos, es -como decía Winston Churchill- una visión superadora. Que no piense en las próximas elecciones, sino en las próximas generaciones. Que dialogue y encuentre consensos, y que a la vez no tema cargar con los “costos políticos” si sus decisiones apuntan al bien mayor y a largo plazo. Fortaleza y humildad, que combinadas no son sencillas de encontrar. La sabiduría es la meta, no el honestismo liso y llano. Pero estas cosas siempre llaman a confusión.

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Pues bien, ¿cómo sería el Día de la Honestidad en estas tierras? Un ratito en el que no sólo esté vedada la mentira; también el odio, el rencor, la saña, la antipatía. Tremendo ejercicio para estos tiempos en los que el otro ha perdido su condición ontológica. Como si ese ninguneo basado en tantas posverdades no lo dijera todo del que lo profesa, no del destinatario de la inquina. Tal vez el llamado a un Día Tucumano de la Honestidad llamara a risa -o a indiferencia- a las mayorías. Tal vez no, siempre es cuestión de probar.

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La balada de Billy Joel, el llanto de un corazón roto que necesita alguien en quien creer, es preciosa. Entre las numerosas versiones disponibles en YouTube hay una a dúo con Elton John que es un lujo. “Si buscás la verdad, es mejor que seas ciego”, nos recuerdan. Pero todo corazón puede recomponerse.

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