Violencia desbordada

Hay una dramática correlación entre la elevada cifra de asesinatos que registra Tucumán en lo que va del año (unos 152 homicidios) y el alto número de femicidios (con Yannet Valladares, acuchillada ayer por su pareja en el camino entre Río Colorado y Famaillá sumarían 18 las víctimas mortales en 2020). Esa correlación es la violencia que parece imparable en esta provincia sumida en el estupor y el miedo. “No cuidan a las mujeres”, dijo hace un mes la referente Viky Disatnik, en referencia al crimen de Paola Tacacho, pero su frase se ajusta a la dura realidad. Tanto el caso de la profesora de inglés asesinada por el hombre que la acosaba desde hacía cinco años como el de la mujer de Río Colorado que -según los testimoniuos de sus allegados- se había esforzado por sostener una relación peligrosa para ella mostraron situaciones que reflejan que, pese a los declamados esfuerzos de los operadores del sistema policial y judicial, la violencia ha podido muchísimo más. “La Justicia no tiene perspectiva de género, no investiga, no sabe y no interviene como la situación demanda”, dijo Disatnik hace un mes. Lo mismo la Policía, según se ve en la tragedia actual: los conocidos de la víctima dicen que cada vez que iban a hacer la denuncia en la comisaría de Famaillá los agentes reclamaban a los familiares que ella recibía de nuevo al agresor. ¿Una justificación para decir que estaban atados de manos? Que se sepa, nadie analizó hasta ahora las respuestas dadas a lo largo de 20 años a Claudia Lizárraga, que había denunciado a su pareja entre 1997 y 2017, hasta que fue asesinada en Barrio Jardín. En el juicio que se le siguió al homicida se revelaron situaciones que mostraban las respuestas que había dado el Estado a la violencia.

Este año de pandemia trajo situaciones que parecía que iban a generar un revulsivo en esta sociedad tan llena de reacciones cavernícolas. A poco de iniciada la cuarentena se reveló que se habían incrementado las agresiones de género. Víctimas encerradas con sus victimarios en situaciones explosivas. El Estado, tan lleno de oficinas hechas para auxiliar a esas víctimas, se atiborró de teléfonos y anunció que el 144 estaba resultando efectivo. Pero las inconguencias aparecían. Ocurrió el asesinato de Maira Alejandra Sarmiento. Una muerte anunciada. Había ido a denunciar a su pareja en la comisaría de la Mujer y en las comisarías de Villa Mariano Moreno y de El Colmenar y las dilaciones para recibirle la denuncia hicieron que su caso demorara cinco días en llegar hasta el fiscal. Cuando este ordenó el operativo de protección hacía una hora que el agresor la había asesinado. Esto ocurrió con el sistema judicial nuevo, con oficinas fiscales específicas para responder ante la violencia de género, con un sistema cuyos operadores decían que trabajaban con estadísticas y que ya había obligación en policía y justicia de responder con celeridad en estos casos. Que se sepa, no hubo sanciones para los policías que rechazaron o dilataron las denuncias de Maira. Tampoco las hubo para los operadores judiciales, escondidos en la burocracia estatal.

Para mediados de año, se anunciaba que Tucumán y el NOA estaban al tope del inquietante registro de violencia contra la mujer. Ya se advertía que la provincia iba a superar la cifra de 11 femicidios de 2019. En noviembre se conocerían otros datos inquietantes, como que Tucumán estaba detrás de Jujuy en ese registro, y ya la provincia era centro del debate nacional por el caso de Paola Tacacho, a la que el sistema había ignorado pese a las 22 denuncias para que se actúe para evitar el acoso que sufrió a lo largo de cinco años. hasta que fue asesinada. Otra vez, la burocracia del sistema ha tapado las responsabilidades, en las que los individuos quedan invisibilizados en la telaraña policial y judicial. La diferencia con casos anteriores es que ahora los operatores judiciales quedaron expuestos. Antes se escudaban en la ineficiencia policial; ya no podían hacerlo. Sin embargo, ahí está el reclamo de la familia de Paola para que se vaya hasta el fondo del asunto y se discuta, entre otras cosas, el rol del juez Francisco Pisa, que también está cubierto por la telaraña burocrática.

¿Hasta dónde se va estirando esto? El subsecretario de Seguridad, José Ardiles, contó hace pocos días que en octubre el crecimiento de la violencia de género había obligado a ocupar 1.311 policías para custodiar a 437 víctimas, y que para fines de noviembre el número de agentes para esa tarea era 1.600. “Hace falta trabajo social para enfrentar la violencia, hablar con las familias; así nunca van a alcanzar los policías”, decía Ardiles. La observación, que parece enfocarse en la imposibilidad de dar protección, ponía de manifiesto la falta de estudio del problema. Si uno les pregunta a los distintos operadores del Estado, responderán que sí estudian esta crisis, pero lo cierto es que las reacciones van surgiendo de acuerdo a los casos particulares y sin que se sepa si son respuestas adecuadas y abarcadoras.

Siempre la realidad parece tan desbordante que no parece alcanzar la estructura estatal para hacerle frente. ¿Es la lógica de una provincia ahogada en la violencia o la falta de estudio de lo que está sucediendo? No es poco reflexionar lo que pasa en un lugar que apenas hace unas semanas ha puesto a sus policías a hacer la capacitación en la ley Micaela, siendo que en febrero pasado se había dictado la obligación para todo el personal estatal. De capacitación la justicia, poco se sabe. Las organizaciones en defensa de la Mujer, que sólo son oídas cuando ocurren los dramas, bien han denunciado que hay un sector del poder judicial que no se toma con seriedad las causas de violencia contra la mujer, o bien que muchos operadores -jueces, fiscales y defensores- no tienen perspectiva de género.

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