Verdades líquidas, mentiras sólidas

Verdades líquidas, mentiras sólidas

Por Walter Gallardo, especial desde Madrid.

11 Julio 2020

El escritor Michael Crichton gustaba citar lo que decía su profesor favorito en la universidad: “Si no sabes nada de historia, es que no sabes nada. Eres una hoja que ignora que fue parte de un árbol”. Y la historia, según quienes empezaron a contarla con cierto rigor, constituye una forma de evitar el olvido de todo lo que merece ser recordado. Su sustancia está hecha del pasado y, aunque no carece de punto de vista, se exige en su ejercicio el uso de un método para ajustarse a los hechos y, con más ambición, a lo que en realidad ocurrió.

Después de esta experiencia dolorosa, con tantas víctimas y tantas historias personales que aún desconocemos, recordar podría servirnos en la tarea de mejorar el presente y mucho más el futuro. Las pandemias tienen fama, de acuerdo con los epidemiólogos, de ser olvidadas con rapidez. Hay pruebas cercanas en el tiempo que lo corroboran, sobre todo si los afectados son los débiles. ¿Quién habla del ébola o de la malaria en estos días pese a que siguen diezmando a regiones amplias y, sobre todo, pobres del planeta? Si no amenazan al llamado “Primer Mundo”, importan 30 segundos en un telediario, menos que la crónica de un delfín que salta graciosamente en una piscina.

A la etapa posterior al confinamiento, se la llama curiosamente “La nueva normalidad”, como si se tratara de algo tan sencillo como dar vuelta la página y como si la normalidad pudiera diseñarse desde la voluntad o desde una oficina del Estado. Quizás al pretencioso nombre habría que darle un contexto más terrenal, porque viene acompañado de escalofríos y a decirnos algo así como “vaya usted con cuidado que ya se demostró que morirá un día cualquiera”. Pese a la simple dureza del mensaje y ante el carácter efímero de la memoria, deberíamos ser obstinados en repetirlo como un mantra, de la manera en que lo hacía un esclavo en la antigua Roma con los emperadores en su asunción o con los generales aclamados después de una batalla triunfal: “Recuerda que eres mortal” (memento mori, en la expresión latina)

Recuerdo y memoria deberían ser, entonces, los cimientos de la reconstrucción. El primero empieza lo que en la otra perdura. Pero no será fácil en estos tiempos en los que la verdad está devaluada, maltratada e, incluso, para algunos, ya no tiene importancia. Se lo comprueba a diario. Las redes sociales marcan gran parte de ese rumbo ¿Quién no ha recibido un WhatsApp con un contenido verosímil pero falso? ¿Quién no ha creído en estas épocas algo que jamás sucedió? Las verdades han pasado a ser líquidas, es decir, informes y escurridizas, y las mentiras, bien trabajadas, sólidas patrañas que se mueven a la velocidad de la luz en el ciberespacio. Ya lo había explicado Zygmunt Bauman como un concepto en boga y ahora se ha convertido en un modo de vida. Y para algunos, en la vida misma. Una sarta de mentiras puede ganar una elección presidencial, destruir el prestigio de alguien o hundir una empresa. Las desmentidas, ya se sabe, ocupan un sitio al que pocos prestan atención. Ese es el problema de la verdad: es demasiado honesta y le cuesta defenderse.

¿Qué relación tienen pandemia, memoria y verdad? La primera parece haber desajustado definitivamente la manera de vivir y de trabajar, las relaciones interpersonales y el orden de muchos de los factores asumidos como “naturales”. Esa es la imagen más cercana que advertimos. Pero la foto es más grande: ha generado otro contexto en el que se ven, blanco sobre negro, ganadores y perdedores. Si bien casi nadie dudaba de su avance imparable, nunca ha sido tan claro y contundente el triunfo de las grandes tecnológicas, corporaciones que están presentes en la rutina de todos y sin las que nadie parece poder afrontar el día: ¿Alguien se imagina un universo sin Google, Apple, Amazon o Facebook? “No somos consumidores, somos el producto”, dice Rana Foroohar, columnista en The Financial Times, en su libro “Don’t be evil”, cuando analiza nuestro papel frente a estos gigantes. Aceptamos hasta con alegría que se queden con nuestros datos, vigilen esos clicks que parecen tan inocuos pero que generan un mapa de nuestros movimientos y preferencias a la vez que asumen un poder difícil de arrebatar en ausencia de rebeldía. Todo sirve cuando pasa por las redes, todo lleva a un punto del negocio, tanto una protesta convocada por estudiantes como la búsqueda de un cerrajero. Durante el confinamiento, les hemos entregado el alma.

¿Los perdedores? Bendita pregunta si parte de alguien que se declara libre. En el curso de la pandemia, han avanzado las políticas extraordinarias, incluso las declaraciones de estados de excepción que recortan los derechos por un tiempo o para siempre. En China, por ejemplo, un sistema de vigilancia altamente sofisticado y meticuloso ha sido perfeccionado -todavía más si se puede- con la excusa de realizar un seguimiento de la pandemia. Ahora tiende a ser imitado por países como Rusia. Reconocimiento facial en las calles por donde transitan millones de personas, identificación de acceso para búsquedas en Internet y rastreo de cada paso dado por el individuo en una jornada. Una telaraña digital a la que nadie escapa. En otros lugares del mundo, algunos han propuesto un DNI vírico y un sistema de geolocalización a través del teléfono. Todo vale, si luego también sirve para controlar voluntades. El solo hecho de sugerir “te estamos mirando” produce autocensura en las conductas y unos hábitos enfermos. Es tentador para el poder saber lo que hacen los ciudadanos, introducirse en la médula de sus actos, casi en sus pensamientos, como en aquel filme extraordinario “La vida de los otros”.

Intelectuales de posguerra, como Hannah Arendt, sostenían que una sociedad totalitaria es aquella en la que no hay espacio para lo privado. ¿Lo hay en este momento? La memoria puede ayudarnos en este punto a recuperar la conciencia de la libertad, que a estas horas parece haber entrado en un estado de servidumbre vestida de globalización. Pero no es una tarea individual sino colectiva. No se refiere sólo a la actitud ante la pandemia sino, y sobre todo, a una reacción social, a un despertar de este letargo tan prolongado.

Tal vez tengamos que hacernos la siguiente pregunta sin sonrojarnos: “¿Quién nos gobierna?”. En la respuesta necesitamos ser sinceros para reaccionar. Decía Steve Tesich, quien acuñó el término “post-truth” en aquel famoso artículo sobre Nixon y otros escándalos titulado “Un gobierno de mentiras”, que la sociedad había decidido escapar de la verdad porque la equiparaba con las malas noticias. Así comenzó a perdonar muy rápido, a disculpar el engaño masivo, incluso a pedir a los gobiernos que la protegiera de cualquier verdad, aunque esta fuera buena para la salud de la nación (se refería a Estados Unidos, por supuesto) Esas renuncias nos han dejado, poco a poco, en este escenario donde vivimos hoy, a merced de lo que decidan otros. Un mundo virtual y sin libro de quejas. En realidades paralelas. Y los otros son intereses que están por encima de la política y los países. Están en todas partes, son poderosos e inevitables. Hasta parecen buenos.

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