La oportunidad de ser mejores

El coronavirus apareció para desafiar a la humanidad. Obliga a la solidaridad y al consenso, a pensar en salvarse entre todos y a desechar las miserias y el egoísmo que hace suponer que en cualquier crisis hay que privilegiar el pellejo propio y olvidarse del dolor ajeno. Sin tender la mano. O bien permanecer indiferentes, por ejemplo, frente a las aglomeraciones en los bancos sin instalar sillas para los jubilados o aprovechar para alquilárselas. Sí, el mundo tuvo que sacudirse con un virus para enrostrarnos que en el tercer milenio ¡aún no le encontramos la vuelta a las colas! Resulta preocupante que desde el Gobierno no se haya anticipado semejante violación a la cuarentena y al distanciamiento social y que no se hayan previsto, otra vez, las incomodidades que soportan siempre los mayores y los más necesitados de pesos para vivir el día a día. ¿Habrá que aguardar otra pandemia para que apuren la solución definitiva a semejante dificultad organizativa? No debe ser oneroso resolver este inconveniente; facilitar la atención rápida no es un acto revolucionario sino de generosidad. El detalle en sí mismo revela una característica nacional, y también que hay demasiados culpables.

La costumbre es gestionar atando todo con alambres -ya lo dijo un cantor-, parchando la realidad y posponiendo los arreglos definitivos. Condición criolla de patear para adelante los problemas y las soluciones de fondo. Aún en las peores circunstancias se actúa igual, de apuro, con más improvisación que imaginación y planificación. Que la pobreza alcance a cuatro de cada 10 argentinos es consecuencia de este estilo de conducción, porque pergeñaron soluciones de momento, apresuradas, sin programas de largo plazo. Sin visión de país. Las responsabilidades le caben a oficialistas y a opositores, todos han actuado de la misma forma. Hoy el 40% de los argentinos es más vulnerable porque otros no hicieron bien sus deberes. Lo pensaron, pero les fallaron. La pobreza es la peor calamidad nacional en medio del covid-19 y de la crisis socio-económica. El remedio a tamaño cóctel explosivo debe hallarse entre todos, por consenso, deponiendo rencores y sin abrumar con señalamientos al otro -cual deporte nacional-, porque semejante tarea no puede acometerse en solitario.

El desafío es mayor que encontrar una fórmula para las largas filas, sino ver cómo, entre todos y juntos, se sale del drama. Justamente, la oportunidad de generar un gran consenso nacional la ofrece esta pandemia. El gran reto. Lamentablemente, entre la dirigencia escasea la humildad y sobran los que creen que promoverán etapas fundacionales a partir de slogans, de recostarse en los propios camaradas, sin abrir el juego y construyendo enemigos para alimentar la épica propia. Se convierten en marketineros que emparchan realidades, facilitadores de decadencias y empobrecimiento. Todo a causa del peor virus que castiga a los argentinos: la grieta. Llamémosle A-2000, aunque sus raíces se hundan en el siglo XIX y atrapen al siglo del cambalache.

El quiebre de la sociedad es un buen negocio en términos políticos, ya que les reditúa a los que la fomentan con una gran dosis de oportunismo. Esa grieta, precisamente, es la que viene facilitando la alternancia en el gobierno en el último lustro. Alimentarla ofrece dividendos en términos democráticos. Así los que se fueron lo hicieron con el mote de fracasados e inútiles y los que los sucedieron aseguran que volvieron mejores. Sin embargo, no es el voluntarismo lo que lo determinará, hoy es la pandemia la que conmina irremediablemente a ser mejores, a todos y en unidad de propósitos. Pero no sólo a ser políticamente correctos, como resultan ser los encuentros para socializar fotos y tratar de convencer de que son capaces de gestionar juntos en medio de la crisis. Lo que lleva a preguntar si debía aparecer un virus mortal para que florecieran los desprendimientos. Hoy manda la corrección política más que otra cosa: todos son solidarios, se reducen los sueldos, donan excedentes, se piensa en los vulnerables, en la salud ajena. Abundan los gestos humanitarios. Necesarios, pero surgidos por la demanda popular hacia una clase dirigente desprestigiada. Ahora bien, cuando el coronavirus sea un mal recuerdo ¿todo volverá a la normalidad? ¿Regresarán las peores prácticas, la de los dedos acusadores y del agrietamiento? ¿Del me salvo solo? Si no se sale mejor de esta crisis se habrá desaprovechado una gran ocasión y se seguirán alimentando ciudadanos resentidos. Esos que prefieren vivir agrietados y no reconocerles virtudes al que piensa distinto; para esos el defecto siempre está en los otros. No hay amplitud, sólo encierro.

Sobre esos ladrillos defectuosos no se pueden levantar paredes firmes y, para colmo, los que gestionan suelen recurrir al alambre como método para enfrentar hasta los grandes dramas nacionales. Mala suma, peor resultado. No sirve para enfrentar la crisis, porque a la sociedad debilitada por la grieta se le añade la maña de los que conducen de actuar sólo para salir del trance lo mejor parados posible, y no movilizados por la búsqueda de consensos. Carestía de amplitud y de generosidad. Frente a las dificultades, la fórmula de cajón es buscar soluciones rápidas, improvisadas, sin planificación ni coordinación. ¡Qué mejor que lo que se vio el viernes en las calles para que quede claro! Después de tamaño despropósito lo más fácil para la dirigencia fue salir a buscar excusas y a repartir acusaciones, algo que aconseja el manual de la política tradicional para librarse de responsabilidades. La culpa debe ser del otro. También ese libro no escrito manda demostrar que se tiene preocupación y sensibilidad social. Algunos políticos son sinceros frente al drama, pero otros sólo leen el manual.

La pandemia, en fin, puede sacar lo mejor y lo peor de toda la clase dirigente, y no sólo de la política, porque muchos persiguen únicamente la ventaja personal o sectorial, ya sea para mantenerse, perpetuarse o enriquecerse. Los que merecen el repudio son aquellos que hacen negocios sobre las carencias y las urgencias de los que acusan miedo, allí sólo ven ganancias y no seres humanos. En ese marco, los que gobiernan no podrán hacerse los distraídos respecto de la obligación que les impone el covid-19: gestionar para todos y entre todos, navegando entre garantizar la salud pública y no empeorar las condiciones económicas. Desafío si los hay. La peor crisis les cayó encima y deben demostrar que tienen las agallas y las capacidades suficientes para acometer el reto con éxito, pero sobre todo que no practicarán la ritualidad del agrietamiento con el que llegaron al poder o con el que sólo consiguieron ser oposición. Esa tentación está a la mano siempre. A todos les cabe el sayo, las responsabilidades deben compartirse con generosidad y humildad, con muestras de que están pensando en el bien común y no en la ventaja individual.

No se trata de refundar el país sino de gobernar a la altura de las necesidades ciudadanas y de sacrificar el agrietamiento que supieron construir con tanto empeño. Por lo menos ellos, con los fanatizados ya es otra cosa. Si de esta pandemia los que lideran no salen mejores, ¿qué tendrá que pasar para que eso suceda? A cumplir los roles que les tocó en el reparto a cada uno para que el país salga lo mejor parado posible, porque para después se preanuncia la peor crisis económica. Habrá que desechar la improvisación, el alambre, la pose, esa mala costumbre de parecer y no de ser responsables. La sobreactuación y la necesidad de justificarse puede redituar para vivir de la grieta, pero el coronavirus exige más consensos reales y menos fotos, más acciones concretas que divulgación de propuestas para demostrar que algo se hace. Es vergonzosa la politiquería, es insensible, egoísta y muy poco solidario. Un desafío es no caer en esa tentación diaria. Nadie se salva solo. Si para algo puede servir el sufrimiento colectivo es para hacernos ver que no somos los mejores, que no somos inmunes, que sobre la grieta no se puede construir nada, que el alambre no alcanza y que la política de los parches resulta la peor manera de gestionar. La oportunidad esta ahí nomás, a mano.

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