Pequeñas (y grandes) historias de la cuarentena

Pequeñas (y grandes) historias de la cuarentena

Dos jóvenes del grupo Alas Solidarias llevaron a vivir a sus casas a personas en situación de calle. El único albergue de 24 horas estaba lleno y la cuarentena por la pandemia ya había comenzado.

ALAS SOLIDARIAS. El grupo en pleno después de participar de “Un día para dar” el año pasado. ALAS SOLIDARIAS. El grupo en pleno después de participar de “Un día para dar” el año pasado.

Salvador tiene el pelo blanco y la barba larga y gris. Su piel, gruesa y arrugada acusa los siete meses que llevaba soportando la intemperie. ¿Será que tiene 60 años, como dice? Mauro Soraire, voluntario del grupo Alas Solidarias, lo conoció durante una de sus rondas nocturnas, en el umbral de la estación del ferrocarril Mitre, sobre Corrientes y Catamarca. Cuando se acercó y le estiró el brazo con la vianda, los faroles de un auto le permitieron mirarlo a los ojos. Y le pareció que podía ser su abuelo.

En ese momento no sabía su edad: “me dieron ganas de llevármelo a mi casa, pero no le dije nada. Hasta que cuatro días antes de que empezara la cuarentena, el lunes 16, lo encontré durmiendo sobre el piso pelado. No tenía ni un cartón siquiera y había empezado a llover. Ahí se me estrujó el corazón y me animé a preguntarle: Salvador, ¿quiere venir a vivir conmigo en mi casa?” Él abrió grandes los ojos y asintió con la cabeza, aunque parecía no estar seguro de haber escuchado bien.

Todo esto cuenta Mauro, un tucumano de 30 años que creció en Buenos Aires, pero que desde hace seis se estableció a Tucumán, aunque ya no le queda ningún pariente aquí. Se gana la vida como distribuidor de golosinas y de cigarrillos. Roxana, su jefa y amiga, le contaba lo que ella hacía los lunes y los miércoles por la noche: repartía viandas a personas en situación de calle. “Me entusiasmé con la idea y me sumé al grupo de Alas Solidarias”, le cuenta a LA GACETA en audios por WhatsApp.

EN CASA. Salvador y Mauro se toman una selfie para esta nota. EN CASA. Salvador y Mauro se toman una selfie para esta nota.

“Ya hace un año que estoy en la organización. Y te puedo decir que me cambió la vida. Me hizo darme cuenta del verdadero valor de las cosas, de lo mucho que se puede ayudar, no con un plato de comida solamente, sino con una vianda como vehículo para conversar un poco y mirarlos a los ojos; preguntarles cómo están, como se llaman”, explica con serenidad.

Aquel lunes 16 por la noche Salvador no sabía bien qué le habían dicho o si había soñado que un chico llamado Mauro se le había acercado para invitarlo a vivir con él. Pero a su lado tenía las evidencias de una bandeja vacía y de su estómago que no le gruñía.

“Terminamos la ronda y lo vengo a buscar para llevarlo a casa”, le había dicho el joven. “Generalmente comenzamos a las 22 y nos desocupamos tipo 2 o 2.30, pero esa noche tuvimos un inconveniente. Uno de los chicos se había tragado un vidrio y tuvimos que llamar al 107. Nos desocupamos como a las 4. Cuando volví por él me estaba esperando despierto”, relata.

Mauro no tiene auto. Un voluntario lo acercó hasta su casa junto con el nuevo huésped. “Llegamos, nos sentamos a la mesa y le pregunté si quería comer algo; me dijo que no. Le ofrecí un té y aceptó. Mientras, me fui a prepararle la cama en una de las dos habitaciones que tengo”. Mauro estaba contento. “Los días previos a todo esto yo venía pensando qué iba a ser de toda esta gente si se declaraban la cuarentena. Me dolía el alma ver a Salvador, que es un hombre grande, cómo se iba deteriorando, semana a semana, cada vez que lo visitaba. A mí no me cuesta nada traerlo. Al contrario, vivo solo, y para mí es una compañía. Pero no me animaba a preguntarle si quería venir a mi casa”, cuenta siempre por WhatsApp.

Cuando la cama estuvo preparada, Salvador entró a la habitación como quien ingresa a un templo. Dice Mauro que despacito se sentó sobre el colchón y que acarició las sábanas limpias. Luego lo miró y trató de sonreír, pero en cambio, explotó en llanto. “Disculpa la emoción, hijo, -se excusó- hace mucho que no duermo en una cama”.

Ahora Salvador está plenamente afincado. “Mirá, te mando fotos”, anuncia Mauro. Y envía imágenes de ellos dos cenando.

“No le di un cuarto. Le di mi casa entera -aclara Mauro-. Él es uno más, mira la tele conmigo, vemos juntos las noticias, usamos el mismo baño. Comemos juntos. Me contó mucho de su vida: que su padre murió cuando él tenía 12 años, que estuvo en pareja pero que ella murió y él no aguantó la tristeza y se fue a vivir a la calle. Ahora está afligido porque tiene parientes en Italia y ve cómo la están pasando tan mal allá con la pandemia”. La preocupación de Mauro es otra: seguir trabajando. Ya no está solo, hay alguien que lo espera en su casa. Para almorzar y cenar juntos. Y charlar un rato antes de irse a dormir.

Una pareja solidaria

Si algo sobra en Alas Solidarias es empatía. Sergio y Lourdes tienen 29 años. Él es Azcurraín de Albarracín y ella, Albarracín de Azcurraín. Viven en Villa 9 de Julio con cuatro hijos en edad escolar. Él hace fumigaciones y ella, en tiempos normales, trabaja dos veces por semana en casa de familia. “Vivimos con lo justo, pero siempre nos ha gustado ayudar a los demás”, dice Sergio. “Con mi esposa salíamos a entregar café a los chicos de la calle. Somos humildes, pero de corazón grande”, se autodefine con cierto orgullo.

EN FAMILIA. Lourdes (izquierda) junto a su hija y a Eliana. EN FAMILIA. Lourdes (izquierda) junto a su hija y a Eliana.

Hace apenas un mes conocieron Alas Solidarias. “El domingo después de que comenzara la cuarentena, había siete parejas en la puerta del único albergue de 24 horas que había hasta ese momento, en San Luis y La Plata. Pero no recibían mujeres y ellos no querían separarse. “A nosotros nos hubiera pasado lo mismo si hubiéramos estado en su lugar”, empatiza Lourdes.

“Una de las parejas tenía dos perritas, a una la dieron en adopción y se quedaron con la otra, Dulce. Nosotros los conocimos a ellos en la estación del ferrocarril Mitre cuando fuimos a llevar las viandas. No tenían dónde pasar la cuarentena; uno de los voluntarios, Mauro, se había llevado a Salvador a vivir con él y nos preguntaron si nos animábamos a hacer lo mismo con esta parejita. Nos aseguraron que era gente buena y que no íbamos a tener problemas. Aceptamos y no nos arrepentimos”, afirman.

Desde el domingo se agrandó la familia de los Albarracín de Azcurraín, o viceversa. Sumaron a Eliana, de 36 años, entrerriana, y a Luis, de 44, uruguayo. Ambos trabajaban en el semáforo de frente de la estación Mitre haciendo un espectáculo de circo. Cada vez que lograban juntar algún dinero alquilaban una pieza, pero últimamente vivían en la estación junto a sus perras y a otras personas en igual condición. “Cuando les robaron la mochila con lo poco que tenían ahí quedaron definitivamente en la calle”, se conduele Lourdes.

Sergio está preocupado. Denuncia que todavía hay gente durmiendo en las calles, debajo del puente de la avenida Sarmiento, y en calle Azcuénaga, entre Italia y España. “Si tuviera más lugar me los traería a vivir conmigo”. Suspira. “Hay gente como Fabio que no quiso ir al albergue para no abandonar a su perrita y muchos otros que faltan socorrer”, dice.

Mientras Dulce duerme en la habitación de Eliana y Luis, Lourdes y Sergio sienten que su cruzada solidaria no ha terminado. Su próximo trabajo será llevar mercadería a la gente de los barrios. Esta vez a los alimentos sumarán barbijos, alcohol en gel y elementos de limpieza. En cuarentena el país se detiene, pero la solidaridad trabaja el doble.

Esta nota es de acceso libre.
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