La metáfora de Yokavil, entre el relato político y la realidad

La metáfora de Yokavil, entre el relato político y la realidad

Viajábamos zigzagueando con el viento por la ruta que une Santa María, en Catamarca, con Amaicha del Valle, en Tucumán.

Es un trayecto de unos 22 kilómetros por la columna vertebral de una cuenca sobrenatural. “Sólo en el medio del océano se puede ver tanto cielo junto”, pensamos.

Las flores salvajes muy rojas al costado del camino contradicen al paisaje rocoso del valle de Yokavil.

No hay fronteras en esa inmensidad de cumbres y horizontes infinitos. No hay administraciones ni gobiernos. El hombre es apenas una huella breve que erosiona el viento en un sendero de millones de años.

La política es una carcajada en ese lugar. Las leyes humanas chocan y se desintegran contra las rocas. El ser humano sólo existe en nuestra imaginación ególatra y tacaña.

Este valle exorbitante debe haberse creado para los dioses, no para nosotros. Somos demasiado pequeños y ordinarios para semejante magnificencia.

Hasta que, súbitamente, el auto empezó a sacudirse y a temblar. En un acto casi reflejo empezamos a bajar la velocidad mientras abandonábamos las reflexiones existenciales.

La ruta ya no era la misma. El asfalto suave, ancho, recién pintado, se había transformado repentinamente en un camino más angosto, con el pavimento destrozado, repleto de pozos, sin banquinas ni una sola línea de pintura.

También habían desaparecido los carteles que venían acompañándonos, guiándonos, avisándonos, recordándonos.

Un golpe a la mandíbula

Habíamos cruzado la frontera provincial. Habíamos entrado a Tucumán. Si bien en el límite hay un letrero que te anuncia que estás abandonando Catamarca y te desea feliz viaje, el brusco cambio del estado de la ruta es un despertador mucho más elocuente.

Era el ser humano el que nos decía acá estoy, yo existo. Ustedes, que se reían de la política frente a la inmensidad ancestral de este valle. Ustedes, que decían que las leyes humanas explotan contra las piedras. Acá están los gobiernos, estas son las administraciones que los sacuden y los despabilan de ese sueño ingenuo y zonzo.

Llegar a Tucumán se siente como una trompada. Por el norte salteño, por el este y sur santiagueño o por el oeste y sur catamarqueño. Las diferencias son tan evidentes que no hacen falta carteles que te anuncien que estás en Tucumán.

No sólo por el mal estado de los caminos, nacionales o provinciales, es lo mismo, sino porque de golpe desaparecen las señales y la pintura asfáltica, y son reemplazados por matorrales en las banquinas, por baches y ondulaciones en el asfalto, además de un ejército de motociclistas sin luces ni cascos como en ninguna otra provincia argentina.

Decenas de miles de tucumanos que se han volcado a las motos como alternativa al escaso e ineficiente sistema de transporte público. Incomprensible que esto pase en la provincia más pequeña del país.

Cuando se ingresa al área metropolitana los problemas se multiplican diez veces. En el caso de que se llegue a ingresar, ya que un foráneo no sabe cómo hacerlo y debe adivinar o detenerse y preguntar.

Al pavimento destrozado se le suman los ríos y lagunas de desechos cloacales, las pérdidas de agua potable y los más de 500 basurales clandestinos que contaminan el Gran San Miguel de Tucumán, según un relevamiento de la Facultad de Arquitectura de la UNT.

Nada de esto dirá mañana el gobernador Juan Manzur, durante el discurso de apertura de sesiones ordinarias de la Legislatura costosa y atestada.

Manzur no hablará del grave deterioro en materia de infraestructura que ha sufrido la provincia en los últimos 20 años.

No dirá que han dejado colapsar el sistema de agua y cloacas por falta de inversiones. Dinero que fue desviado para sostener cientos de pymes políticas que son los acoples y para contratar ñoquis a los que hoy ya ni siquiera se les puede pagar el sueldo.

Manzur dirá que todos los problemas que tenemos los tucumanos son culpa de Macri y que por eso no hizo ninguna de las obras que prometió en 2015.

No le queda mucho tiempo a este relato. El gobernador deberá pensar pronto en otra excusa, porque en un par de meses esta piedra terminará cayendo en el despacho de Alberto Fernández.

La inseguridad toca fondo, sin fondos

Manzur tampoco hablará de inseguridad. Por lo menos no dirá que Tucumán es el segundo distrito más inseguro del país, según la Nación, después de Santa Fe, donde Rosario vive una verdadera guerra con el narcotráfico.

Tucumán gasta la mitad en seguridad (6% del presupuesto) que Salta, Córdoba y Mendoza, donde desembolsan el 12% de lo que recaudan para cuidar a la gente.

El gobernador tampoco hablará de que en Tucumán no existe la independencia de poderes y que por eso nunca un funcionario será condenado por una causa de corrupción.

Trece mil millones de pesos es el presupuesto de la Justicia provincial. Un poder que hasta tiene el privilegio de poder ahorrar millones de pesos por año, en una provincia donde más de la mitad de los habitantes está en la pobreza y donde ya casi el 15% está por debajo de la línea de indigencia. En la miseria absoluta.

Es improbable que Manzur, cuando mañana lea su propio relato de la realidad, admita que un Estado que destina más del 70% de su presupuesto para pagar sueldos es inviable. El resto se va en “gastos de funcionamiento”.

No sólo ya no hay dinero para hacer las obras públicas imprescindibles que necesita la provincia, sino que ni siquiera alcanza para mantener la estructura ya existente, como rutas, escuelas, comisarías, puentes, canales pluviales, o las redes de servicios públicos, entre muchas otras urgencias postergadas.

En su alocución, el gobernador seguramente abundará, como en años anteriores, en logros de su gestión, apuntalados en estadísticas que contradicen de palmo a palmo del día a día que soportan los tucumanos.

La política construye su propia narrativa

Como en una fábula, donde generalmente los personajes principales son animales o cosas inanimadas que hablan y actúan como seres humanos, la política construye su propia narrativa, muchas veces épica, que el resto de los mortales escucha entre incrédulo y estupefacto.

La frontera Calchaquí con Catamarca es una metáfora pasmosa que describe de forma elocuente el abismo que separa al relato político de la realidad en la que convive la gente.

El discurso de mañana expondrá magníficamente sobre la belleza del paraíso que es Yokavil, de sus paisajes omnipotentes, de sus flores rojas que crecen en medio del desierto, y todo gracias a los gobernantes, pero no hará ninguna mención, ni una sola palabra, acerca del destrozado y abandonado camino que atraviesa el valle.

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