¿Para qué siguen midiendo la pobreza?

¿Para qué siguen midiendo la pobreza?

¿Para qué se mide la pobreza en la Argentina? La pregunta surge, en una primera instancia, desde un planteo netamente instrumental. Es decir: ¿cuál es el uso que se le da a la herramienta estadística que determina el índice de pobreza en el país?

Ese interrogante se actualiza a partir del ajuste por $ 660.000 millones que ha consagrado por ley el Gobierno de Alberto Fernández, en sintonía con los ajustes largamente desplegados por Mauricio Macri, su opositor en lo ideológico pero no en política económica. En la “solidaridad” del fernandismo cayó la movilidad de los jubilados argentinos, con excepción de los que gozan de retiros de privilegio de seis cifras porque han sido jueces, diplomáticos o mandatarios. Para el resto, la garantía por ley de que sus haberes se indexarían por una fórmula (tenía en cuenta los aumentos salariales de los trabajadores activos y de la inflación) desapareció. Ahora la reemplaza la discrecionalidad del jefe de Estado, que establecerá aumentos por decreto.

De ese universo de jubilados sin privilegio, el Gobierno nacional ha dispuesto un bono de $ 5.000 solamente para los que ganan “la mínima”, esto es, menos de $ 20.000 en números redondos. ¿Por qué? Para la política y el humanismo queda la pregunta acerca de por qué ajustar a los jubilados. Pero, una vez concretada la medida, queda preguntarse por qué a todos los que están debajo de las jubilaciones de privilegio y arriba de la “mínima”. Y si bien es obvio que una vez resuelto el tijeretazo la Casa Rosada tenía que aplicar el recorte en algún punto, la pregunta es por qué se aplicó en ese nivel y no más arriba. Específicamente, en el nivel que marca la pobreza. La última medición del Indec divulgada el mes pasado determinó que, para no ser pobre, una familia argentina de cuatro integrantes necesitó $ 38.000 en noviembre. Entonces, ¿por qué no hay bono también para los jubilados que ganan entre 37.000 y 21.000 pesos, y que son oficial y legítimamente pobres? O, dicho de otra manera, ¿para qué se mide la pobreza en la Argentina si a la hora de aplicar políticas paliativas respecto de la pobreza el indicador de pobreza va a ser olímpicamente ignorado?

Inabarcables

Cabe entonces una mirada ya no instrumental sino axiológica. Valorativa. Acaso, de conciencia colectiva. Se podría asumir que en este país se mide la pobreza no para hacer materialmente algo con ello, sino para contar con una dimensión cabal de cuántos compatriotas sufren esa ignominia. Porque, ciertamente, determinar cuántos pobres hay no los estigmatiza, como pretendió el ahora gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, esa vez en que siendo ministro de Economía no supo responder a cuánto ascendía la pobreza en el país. Y la pobreza tampoco es virtuosa, como la proclaman legiones de personas que no tienen ninguna coincidencia con Kicillof y que sin embargo a los barrios y a las viviendas pauperizadas les llaman “humildes”. La humildad es una dignidad; en cambio, nadie es digno de nacer pobre.

Sin embargo, la realidad se empecina con desmentir esta pretensión: en la Argentina, las mediciones que se realizan no permiten determinar cuántos son los pobres. La más agria de las polémicas se ha desatado al respecto justo cuando terminaba 2019 y se mantiene aún hoy, en los albores de 2020. Durante el electoralísimo octubre, el Indec dio a conocer que, en la primera mitad del año pasado, la pobreza ascendió al 35,4%; mientras que el Observatorio de la Deuda Social, de la Universidad Católica Argentina, puntualizaba que de acuerdo con su metodología, la cifra era del 40,8%. Pero el sábado pasado, la UCA, tras aclarar que mantiene su guarismo, precisó que de acuerdo con la metodología del Indec la pobreza se ubicó en el 32% durante el tercer trimestre de 2019. Frente a la brecha, la institución universitaria planteó que “seguramente el Indec registrará el impacto de la crisis en el cuarto trimestre”, lo cual -agregó- debería registrarse en el índice que se difunde en marzo. A lo que Jorge Todesca, ex titular del Indec, respondió que resulta insólito que la UCA pretenda anticipar datos de la pobreza, por lo que la acusa de haber politizado el tema y de haber inducido a la confusión.

Nuevamente, ¿para qué se mide la pobreza en la Argentina? Por momentos, parece que se mide para que no se sepa cuánta es la pobreza en la Argentina.

Estructurales

Lo anterior deriva, justamente, en cuestiones metodológicas. ¿Por qué la Argentina, a diferencia de buena parte de América Latina, lleva adelante estas mediciones sobre la base del sistema de la Línea de Pobreza? Los $ 38.000 mencionados arriba marcan esa línea. El valor está dado por el precio de la canasta familiar para una familia “tipo”. En esa “canasta” está el costo de la indumentaria, de la movilidad, de los servicios públicos y de los alimentos, que componen en sí mismos la “canasta básica”. Este sistema mide la pobreza por ingresos. Un sistema bastante útil para los países desarrollados, donde la infraestructura básica se encuentra muy extendida.

Hay otro sistema, que mide pobreza estructural: Necesidades Básicas Insatisfechas. La pobreza está hecha de viviendas donde predomina la madera, pero no como revestimiento sino como las paredes mismas. Son casillas que no demoran en inclinarse. La pobreza se ve. Y en estas casas “silbadas”, porque el viento se cuela entre las hendijas, también se oye.

La pobreza tiene aroma a bosta y a orines de caballo, porque no hay haras sino, tan sólo, un espacio contiguo a la casilla donde se atan los equinos que tiran los carros con los cuales se trabaja, para subsistir, de recolectar la basura que los otros descartan en su diario vivir. Y en el invierno, durante los pocos días que hace mucho frío, hay quienes hacen entrar al caballo a la casilla, porque el “socio” no se puede enfermar. La pobreza también se huele.

De todo esto está hecha la pobreza estructural. Como así también de hogares donde duermen más de tres personas por habitación; donde las viviendas no tienen baño interno ni retrete ni agua; donde algún niño en edad escolar no va a clases; donde de cada familiar ocupado dependen cuatro o más personas; donde el jefe o la jefa del hogar tienen bajo nivel educativo.

Subordinados

Hasta ahí la pobreza medida por NBI se presenta sectorial. Casi, geográfica. Pero la cuestión se torna más amplia, y más alarmante, cuanto a la pobreza estructural se le añaden otros criterios, como los que Amalía Eguía y Susana Ortale refieren en el libro “Los significados de la pobreza” (Biblos, 2007). Porque la pobreza es también la falta de correspondencia entre los derechos reconocidos por la sociedad y el efectivo goce de estos derechos. Para decirlo de otro modo, los pobres no viven en una sociedad de iguales, sino en una sociedad donde los iguales son los otros y ellos se encuentran subordinados. Esto también es exclusión social. Los pobres no están privados sólo del acceso a determinados bienes y servicios, sino que se encuentran conculcados en el ejercicio de derechos civiles, políticos y sociales.

Para mayor masividad, la pobreza también abre sus brazos para incorporar a los que están excluidos del trabajo registrado, estable y protegido. Y abraza a quienes no pueden brindar una educación de calidad para sus hijos, o tampoco pueden brindársela a ellos mismos. Y se estrecha con quienes no pueden garantizarse, ni garantizar a los suyos, cuidados de salud adecuados. Es decir, el deterioro no se reduce únicamente a lo económico.

Entonces la pobreza ya no tiene ubicación geográfica específica, sino que se torna ubicua. La pobreza, vista desde este punto, está aquí, allá y en todas partes. Lo que habría que entender también es que, en términos de lógica capitalista, no hay un perjuicio distributivo de la riqueza, sino un intercambio liso y llano: para procurarse sustento, el pobre, desprovisto de dinero, tiene que pagar con salud y educación, a falta de otros recursos que entregar.

Entonces, la inadecuada alimentación produce desnutrición, pero también obesidad, además de anemias, hipertensión y diabetes. Eguía y Ortale puntualizan, precisamente, que la anemia por deficiencia de hierro trastorna el funcionamiento de todo el organismo del niño y provoca baja capacidad de aprendizaje y reducción en algunos mecanismos de defensa y en el rendimiento escolar. La pobreza no se gusta: se disgusta.

Abundan, además, las parasitosis intestinales y las infecciones en la piel, propias de las condiciones ambientales del barrio, los basurales, las aguas estancadas y los animales domésticos enfermos, entre otras plagas decimonónicas. En la pobreza, el tiempo no pasa. El presente es eterno, como un laberinto infernal en el cual es imposible distinguir la diferencia entre un día y cualquier día. Hace apenas un año, los niños de Los Vázquez jugaban en una laguna pestilente, que acumulaba el agua de las lluvias con la basura del vaciadero contiguo y los lixiviados de esos desperdicios, y sufrían todas las patologías descriptas anteriormente.

Muchos se ven sometidos a trabajos que los exponen a diversos factores de riesgo, propio de trasladar cargas pesadas, hurgar en la basura, manipular elementos cortantes y riesgos de tránsito por la venta ambulante o la limpieza de parabrisas en las avenidas. La pobreza se toca.

Transformados

La pobreza, entonces, trasciende la estrechez material y muestra su aberrante poder transformador: la pobreza conforma un modo de vida que despedaza el concepto de igualdad sobre el que se fundamentan la república y la democracia. La igualdad se sintetiza en la noción de que el origen de una persona de ninguna manera debería ser su destino.

La pobreza, desde hace décadas, no ayuda a construir la unión nacional, ni a afianzar la justicia, ni a consolidar la paz interior, ni a proveer a la defensa común, ni a promover el bienestar general, ni a asegurar los beneficios de la libertad, ni para nosotros, ni para nuestra posteridad ni para nadie que quiera habitar este suelo.

Si no van a hacer nada en serio para conjurarla, ¿para qué la miden?

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