El arte rescata mitos que en el campo siguen vivos

El arte rescata mitos que en el campo siguen vivos

La retrospectiva de Víctor Quiroga inaugurada la semana pasada en el Museo Timoteo Navarro incluye una serie inspirada en las creencias populares que cruzan la geografía norteña. En “El narrador de mitos” (imagen), El Familiar se corporiza con los ojos de fuego y la cadena flamígera que lo identifican con idéntica potencia en toda la región. Porque así como la leyenda está arraigada en torno a los ingenios -o a lo poco que queda de ellos- del sur tucumano, del Familiar se habla con la misma propiedad en San Martín de Tabacal (Salta) y en Ledesma (Jujuy).

La obra de “Tito” Quiroga se acomoda en cualquiera de esas locaciones. Sobre las ollas que se alimentan del fogón toma forma la bestia, ante la mirada temerosa de los chicos y mientras circula la ronda de mate. Como es habitual en la imaginería del artista, el cielo estrellado es clave en esa puesta que se alimenta de la más pura ruralidad. La vigencia del Familiar se explica desde el cuadro: es la transmisión oral la que lo cimenta en interminables rondas de narraciones nocturnas. El mito pasa de generación en generación y obras como la de Quiroga subrayan el cómo, el dónde y entre quiénes se renueva ese pacto.

A lo largo del siglo XX fue arraigándose la convicción de que El Familiar hizo pie en el ingenio Santa Ana y por intermedio de su histórico propietario Clodomiro Hileret, cuya vida -de película- dio pie a un océano de interpretaciones. Pero hay quienes sostienen que fue en La Corona donde tomó forma definitivamente el mito. Y también se anota Marapa en esa lista. De uno u otro modo, El Familiar llegó para quedarse y con una doble misión: disciplinar a los obreros díscolos y asegurarle al dueño del ingenio la riqueza, claro que a cambio de un precio altísimo, como entregar el alma a la hora de la muerte. Porque no olvidemos que El Familiar es uno de los tantos rostros del diablo.

Lo llamativo es que no abundan las fuentes escritas sobre El Familiar hasta bien entrado el siglo pasado. Es una pieza teatral escrita por Alberto García Hamilton (“Cañas y trapiches”) una de las primeras referencias documentales. En su faceta dramatúrgica, el fundador de LA GACETA cuenta la historia de un industrial azucarero que cierra trato con el demonio para que lo ayude a apropiarse de las tierras trabajadas por los cañeros independientes de la zona. García Hamilton escribió la obra mientras trabajaba en el diario El Orden y logró que se estrenara en 1909, por medio de una compañía porteña. No hizo otra cosa que recoger las leyendas que circulaban en Tucumán desde el siglo XIX, básicamente gracias a la tradición oral y desde el nacimiento mismo de la industria.

Tampoco es unánime la representación del Familiar como un perro o un monstruo de similares características. Octavio Cejas, entusiasta y hábil recopilador de las típicas historias del campo, hablaba del Familiar como de una víbora gigantesca que anidaba en la chimenea del ingenio.

Quiroga prefirió retratarlo en la más icónica de las formas: el perrazo negro que arrastra la cadena de grúa, siempre alerta y vigilante en sus recorridas nocturnas. El narrador del cuadro bien podría ser el catamarqueño Fernando “Nene” Ríos, quien una noche le contó su secreto a Octavio Cejas:

“Yo lo he visto en la colonia de Iltico, cuando bajaba a la pelada de caña. La noche era muy oscura y fría, por eso no sé si se trataba de un perro, burro o chancho muy chuschudo. Por los ojos le salían llamas que alumbraban hasta los yuyos del cañaveral, al otro lado del camino. Los perros lo bailaban a la vuelta con miedo, sin acercársele. Un miedo como el mío. Esa madrugada me hice el enfermo”.

Así como en el campo tucumano (y en el salteño, y en el jujeño) El Familiar estruja los corazones, en Santiago del Estero la que infunde pavor es el Alma Mula. Los mitos se rozan porque la Mulánima (otro de sus numerosos nombres) lanza llamas por la boca -no por los ojos- y porque también arrastra una cadena. Pero no se trata del diablo, sino de una mujer condenada por culpa de un amor prohibido (hay quienes afirman que se trataba de un compadre; otros, de un sacerdote). Pero a la Mulánima es posible librarla del hechizo. Para eso, el valiente que se tope con ella a campo abierto debe frenarla agarrando la cadena o, al menos, enlazarla. De inmediato debe cortarle una oreja de un certero cuchillazo. Si tiene un hacha, mucho mejor. En cambio, con El Familiar no hay escapatoria posible. Satanás no entiende de conjuros y mucho menos si hay un alma prometida de por medio.

La presencia de los niños es preponderante en la pintura de Quiroga. Son seis, todos atentos a la narración, con caritas llenas de miedo. “Las leyendas, la imaginería de este folklore religioso, donde los ardimientos diabólicos y las delicias del paraíso prometido tienen una importancia fundamental, configuran una realidad secreta, popular (...). Es un culto que alumbra sus imágenes en los pueblos del interior”, apunta el periodista y escritor Arturo Álvarez Sosa en el marco de una investigación sobre mitos y supersticiones tucumanas que realizó para LA GACETA. La del Familiar es una historia que penetra desde la infancia en el campo para tomar esa forma de realidad secreta y popular que trasciende lo racional. En el cuadro de Quiroga, las expresiones de quienes asisten a la narración lo corroboran.

El mito del Familiar viene reinterpretándose de distintas maneras a medida que pasa el tiempo. También se acomoda a las lecturas políticas del momento, lo que lo torna moldeable y transversal. El Familiar acecha con distintas intenciones a quienes lo rodean. Es a la vez tentador e implacable, tal como describe el Evangelio al demonio. El sincretismo que provocó su creación se nutre de tantos elementos que la mirada antropológica jamás se agota.

Lo que le sobra al Familiar es poder. Poder para dominar voluntades -como la del rico que quiere ser más rico- o para disciplinar a los osados que se animan a rechazar el status quo. Poder para renovarse en el imaginario popular, para adaptarse a los cambios de época, para sobrevivir en el seno de una industria y de un oficio que luchan por la supervivencia. Poder para cruzar la historia de la región con la misma ferocidad de los comienzos. Poder para motivar que a un artista le nazca la necesidad de pintarlo y recordarle al público que forma parte de nuestra identidad.

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