El mejor domingo de todos

El mejor domingo de todos

Hoy los ciudadanos vuelven a ejercer sus derechos de elegir en libertad. La democracia se sostiene en este ejercicio aún cuando la dirigencia hace esfuerzos para quitarle calidad. No obstante, también evita mayores crisis.

¿Te acordás cómo fue la primera vez que lo hiciste? Son cosas que no se borran. Son emociones que quedan guardadas para siempre en la piel, en los ojos, en el corazón. Acordate. Seguro te temblaban las piernas. Era el acontecimiento de tu vida. De tu corta vida. Por eso todavía era más difícil asumir semejante hecho. Era un grito de libertad. Era íntimo y a la vez público. Vos, que sos un millennial que empezó a gatear en este siglo, debés tener fotos, videos, posteos y tu imagen deben andar dando vueltas por las redes. Vos que tenés canas guardás sólo en tu memoria aquella primera vez. Para vos era más difícil porque la dictadura no te había dejado ver a tus viejos votando muchas veces. Seguro los viste un puñado de veces. En cambio, los niños de hoy ya se cansaron de entrar a la escuela. Son ellos los que llevan a sus padres a ejercer sus derechos. Los chicos ya saben lo que es vivir esa rarísima mezcla de alegría y tensión que se transpira en los establecimientos escolares llenos de gente grande. Y las aulas están desordenadas, pero siguen enseñando. En ellas hoy no se estudia, se decide el futuro.

Uno de esos que ya transitó por este mundo más de medio siglo experimentó su primera vez el 3 de noviembre de 1985, cuando la democracia volvía a caminar después de tantas quebraduras. Entrar al cuarto oscuro fue, para aquel joven, un acto de libertad, de respeto y de brutal satisfacción. La escena –premonitoria tal vez- transcurría en la escuela Periodismo Argentino en el mediodía soleado de aquel domingo en el que se elegían diputados nacionales. En la puerta del aula y frente a la urna lo esperaba un padre emocionado por el acontecimiento. No había fotos, ni cámaras ni celulares para registrar ese hecho trascendental. Había miradas húmedas y, por sobre todo, la compartida convicción de la responsabilidad ciudadana. ¿A quién se votaba?, ¿la boleta de qué partido había dentro del sobre? No cabían esas preguntas. Eran intrascendentes. El voto era secreto, era propio, era íntimo, como la primera vez. Y después de votar el joven y el viejo se fueron caminando a la puerta de la escuela con la tranquila sensación del deber cumplido, de la decisión tomada. Hoy, aquel padre ya no está, pero aquella vivencia seguramente espera al hijo en la mesa de votación, como siempre después de la primera vez.

La democracia argentina se ha endurecido. Ha perdido aquella ternura ingenua. Hay vecinos que saben a quién se votará porque se suben al mismo auto que algún caudillo de la zona les puso a su disposición. El ciudadano sabe que no está obligado a votarlo. Sin embargo, teme que se puedan dar cuenta. El miedo se ha metido en la libertad. El miedo es un fantasma que merodea en las escuelas. Tiene una hermana mayor que cuando algo no le gusta se enoja, estalla, protesta, se queja, grita y hasta prende fuego: la violencia.

Nuestra democracia se ha hecho adulta y se ha dejado seducir por una dirigencia política que, como la ha visto crecer, cree que no siempre tiene que cuidarla. Esa dirigencia política se ha ido alejando del ciudadano y, en muchos casos, le ha soltado la mano. El puntero de los 80 ha sido reemplazado por los dealers del barrio que además de droga tienen dinero para solucionar algunas urgencias del vecino. También algunas ideas o ideales han trocado en órdenes o advertencias sobre el otro, sobre el rival. Las plataformas de los partidos se han convertido en un listado de críticas para no votar al rival y no son ideales que carga el líder mismo. Se ha ido agrietando el país. Los partidos políticos prácticamente han desaparecido para convertirse en espacios. Modernos espacios donde cabe cualquiera.

Ni bueno, ni malo, distinto. Pero muchos dirigentes políticos no han sabido adecuarse a estas transformaciones y han terminado más preocupados por ellos mismos. A tal punto que han profundizado la grieta más con la sociedad que conducen que con los que disienten a diario. A los ciudadanos más empobrecidos –que cada vez son más- se les complica diferenciarlos porque durante muchos años los bolsillos siguen sin remendar y porque sus líderes cambian de camisetas como si fueran medias sucias.

No es un fenómeno o un producto que sólo se consigue en la Argentina. En Francia se pusieron chalecos amarillos y salieron a gritarlo. En Chile ni siquiera tuvieron tiempo de ponerse alguna vestimenta. Arrasaron con todos. Y se mataron. No sólo los poderosos contra los más débiles, también los ciudadanos envalentonados por la bronca, se sacaron el miedo y escupieron la violencia, incluso entre sí.

La bronca es como un grito que sale de adentro. Y, mata. ¿Por qué en la Argentina, no ocurrió lo mismo? Seguramente los expertos encontrarán el porqué. Dentro de las respuestas, simples y apuradas que se escriben en la prensa, se puede inferir que esos políticos (sí, los mismos que profundizan la grieta) son los que frenaron una crisis peor. Y que la intuición ciudadana también sirvió para ponerles coto a estos problemas. Las PASO fueron un ejemplo. Ayudaron. Allí hubo una solución. Allí se descargó la bronca.

Durante la campaña que vino después y que hoy se sentencia, volvió a profundizarse la bronca, por esa incapacidad dirigencial. No hubo contención. Por eso se llega con tensión a votar y no con alegría. Por eso el elector sabe los defectos de los otros, pero no puede enumerar cuatro ideas que propugnan o defienden los candidatos. En esa intuición colectiva que es una sociedad se llega al final de la carrera con la ilusión de que mañana sea un lunes normal. Con alegrías y tristezas, pero con madurez y responsabilidad para que empiece la concertación –aún en la hipótesis de un balotaje- porque las crisis exigen más de los dirigentes.

La enfermedad

El tucumano ha afrontado estos tiempos con una enfermedad muy cercana a la esquizofrenia. Ha vivido en tiempos y realidades que no son las que le tocaba vivir en el aquí y ahora de estas comarcas. Los dirigentes los han llevado a eso. Ha sido tan brutal que las discusiones, los datos, las miradas, los aviones, los relojes y hasta los dirigentes políticos se ajustaron a lo nacional. Hoy, muchos votantes pondrán una boleta dentro del sobre sin saber la lista completa de diputados por la que está sufragando. Casi todo se habló en nombre de Nicolás Del Caño, de Roberto Lavagna, de Mauricio Macri, de José Luis Espert, de Alberto Fernández o de Juan José Gómez Centurión.

En ese mundo escindido el gobernador Juan Manzur estuvo más descolocado que nunca. Le pasó lo que a la dirigencia política en las últimas décadas: desatendió el rol central que le dieron los tucumanos y que dentro de 48 horas volverá a jurar para desempeñarse como corresponde. Manzur es un político indescifrable. Está encriptado en sus silencios y en sus sonrisas, como el Guasón. Se puede vestir de canciller o de oflador, pero nadie sabe bien cuál será su decisión final. Como el personaje de la película que protagoniza magníficamente Joaquín Phoenix, ha trepado las escaleras del poder. Se ha sacado todos los pesos y hoy baila y disfruta de las mieles del éxito. Mareado en ese mundo escindido lo sorprenden hechos como el acto del jueves pasado. Era tal vez innecesario pero su desesperación por mostrar más lo llevó a subirse al escenario y terminó magullado por una pelea de dirigentes (aunque los palazos se los daban los militantes) que no pudo contener ni disimular.

Y Tucumán pasó, una vez más, a ser criticado. Y, lo que es peor, muchos hasta justificaron que se hable mal de una provincia, empobrecida pero que ha dado presidentes de la Nación, que se ha destacado por sus universidades, por su cultura y hasta le aporta secretos a la fórmula de la bebida cola más famosa. Sin embargo, después del papelón, de la bronca, del miedo y de la violencia, los enemigos del peronismo se solazaron señalando lo incorregibles que son. Pero los dirigentes peronistas se desesperaron por decir que eran poquitos los que pelearon, que lo importante era la multitud que fue al acto en vez de asumir los errores y defender a Tucumán. Como si todos siguieran mirando lo propio y no lo nuestro.

Una forma de ser (de un lado y del otro) que ni siquiera se te ocurre que pueda existir cuando vas a votar por primera vez.

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