El dilema africano del mediocre

“La rutina es el hábito de renunciar a pensar”, escribió Giuseppe Ingegnieri, más conocido como José Ingenieros.

También dijo: “Todos los enemigos de la diferenciación vienen a serlo del progreso; es natural, por ende, que consideren la originalidad como un defecto imperdonable”.

Ingenieros fue un personaje fuera de serie. Médico, psiquiatra, psicólogo, criminólogo, farmacéutico, sociólogo, filósofo, traductor, periodista, masón y teósofo (que no es lo mismo que teólogo).

Nació en Palermo, Italia, en 1877, pero de niño se radicó en Argentina. Su padre era periodista y ya desde chico lo ayudaba en correcciones de imprenta y en traducciones, incluso de libros completos, de italiano, francés e inglés.

Apenas finalizó el secundario, en el emblemático Colegio Nacional de Buenos Aires, fundó el diario La Reforma, en 1892.

Además de sus numerosos títulos académicos, recibió decenas de premios y reconocimientos, científicos y literarios.

Su trabajo -inconcluso- “Evolución de las ideas argentinas” es uno de los mayores análisis para entender cómo comenzó la debacle de Argentina como país. Es una obra que consta de tres libros: La Revolución, La Restauración, y un tercero que prometió en el prólogo pero nunca concluyó: La Organización.

También fue clave su influencia en la Reforma Universitaria de 1918.

Ingenieros escribió más de veinte libros e innumerables ensayos y artículos, pero quizás la obra que le dio mayor trascendencia popular, por la que es siempre recordado y citado, es por “El hombre mediocre”, libro publicado en 1913.

“El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos y prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables”, sostuvo.

Los tres hombres

En esa obra, Ingenieros distingue tres tipos de hombres: el hombre inferior, el hombre mediocre, y el hombre superior o idealista.

Se refiere al inferior como a ese hombre semi bestial, inadaptado a la sociedad, que vive fuera de toda moral y ley, bastante marginal. El que por su propia incapacidad de adaptarse le resulta imposible pensar y vivir como el resto de los mortales.

Al idealista o superior, lo define como aquella persona que sueña con lo imposible, que lucha por ideales muy altos, que busca la perfección, que se propone cambiar la realidad, que intenta que la sociedad evolucione, progrese, y que si bien nunca lo consigue, con ese constante empuje de propuestas y quimeras, termina arrastrando a toda la sociedad hacia un porvenir un poco mejor.

“La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Lo poco que pueden todos depende de lo mucho que algunos anhelan”, reflexionaba Ingenieros con exquisitez.

El idealista, decía, es aquel que no se somete a dogmas morales ni sociales y es por ello que siempre encuentra la oposición de los mediocres.

El hombre superior es capaz de distinguir lo mejor de lo peor, no entre el más y menos, como hace el mediocre.

Es así que al mediocre, Ingenieros lo define como ese hombre carente de imaginación, atrapado por la rutina, lleno de prejuicios, parte de un rebaño que sólo sigue la corriente ciegamente.

El mediocre vive y actúa según sus conveniencias, siempre pendiente del distinto, del original, del disruptivo, del que propone y que, por ende, a veces se equivoca.

Esto le encanta al mediocre, que el innovador yerre, porque cree que así éste volverá al rebaño de su rutina gris, a la monotonía de su vulgaridad.

Sólo el que hace se equivoca, por eso el mediocre no se equivoca nunca.

El hombre mediocre, entendía Ingenieros, es envidioso, desesperadamente crítico con los seres creativos y diferentes, porque sabe que su pobre existencia depende del fracaso del idealista.

“Producto de la costumbre, desprovisto de fantasía, ornado por todas las virtudes de la mediocridad, llevando una vida honesta gracias a la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, sobrellevando con paciencia conmovedora todo el fardo de prejuicios que heredó de sus antepasados”, sentenció en otro párrafo del libro.

Con hambre de ideas

“El dilema africano” podría ser la definición de una de las manifestaciones más contundentes de la mediocridad. Manifestación demasiado común, lamentablemente, y bastante sencilla de reconocer.

Es esa que ante cualquier propuesta, idea, acción de nobleza o de progreso, el mediocre siempre encuentra algo más importante o más grave para anteponer, algo que habría que hacer antes.

Por ejemplo, se anuncia el arreglo de una plaza, y el mediocre inmediatamente se apura en decir que hay plazas peores para atender primero, que hay necesidades más urgentes, que deberían usar la plata para asuntos más apremiantes.

Y así ante cada acción, el mediocre opone una necesidad más acuciante -sólo para opacar al creativo, al hacedor, que con sus acciones deja más en evidencia su mediocridad- escalada de urgencias que siempre termina en los niños africanos que pasan hambre. Nada más urgente que eso.

Del arreglo de una plaza pasamos a la gente que no tiene pavimento, luego a los que ni siquiera tienen agua, más tarde a los que no tienen qué comer, y así continuamos en esa caída interminable de miserias, que invariablemente acabará en los niños que pasan hambre en África.

El mediocre siempre nivela para abajo. Y al hacerlo se cree importante y provisto de toda razón, porque claro, nada habrá jamás más urgente que el hambre de un niño, y más si es africano, todo un síntoma de la culpa moral que somete a los hombres mediocres, sobre todo en Occidente.

Como sostenía Ingenieros, miden todo por el más y el menos, no por lo mejor o peor.

Si acaso fuera por el “dilema africano” el hombre no habría conquistado los aires y el espacio, no habría encontrado la cura a tantas enfermedades o no habría creado tanta belleza, en las artes, en la arquitectura, o en el deporte, por sólo citar algunos ejemplos.

Nunca una canción, por más hermosa que sea, será más importante -o urgente- que el hambre de un niño.

El mediocre no entiende que si el padre de ese niño supiera cantar quizás ese chico no pasaría hambre.

Se llama cadena de virtudes, o de virtuosismos, que es lo que ocurre en las sociedades más desarrolladas. Si todos los idealistas, las personas superiores, se dedicaran sólo a cocinar para los más necesitados, la sociedad se caería a pedazos en poco tiempo.

“Pues la civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa”, decía Ingenieros.

No es casual que las sociedades más avanzadas se enorgullecen de grandes obras y conquistas, germinaciones que siempre brotan de mentes brillantes y delirantes. La Gran Muralla China, las naves espaciales, los rascacielos, los barcos gigantes o los puentes colosales en el rubro de las construcciones. Lo mismo con las ciencias y las artes. Son esas locuras las que generan identidad en una sociedad, levantan la autoestima, el orgullo de una Nación, que se retroalimenta para seguir creciendo. Seguramente la Torre Eiffel de 324 metros no era más urgente que el hambre de los niños franceses en 1887, pero hoy es el sello de identidad de una de las principales potencias mundiales. Para crecer hay que pensar en grande. El mediocre hace lo contrario.

El eslabón no deja ver la cadena

Mucha de esa mediocridad de nuestra sociedad quedó al descubierto, por ejemplo, en los recientes avances en la peatonalización del microcentro de la capital.

Se trata de una tendencia mundial, no porque sea moda, sino porque es un eslabón de una larga cadena de virtudes urbanas: menor contaminación, mejor calidad de vida, prioridad a los peatones, más salud, menor ruido, beneficios para el comercio, calles más amigables para el turista, y un largo etcétera.

El mediocre no entiende que al final de esta cadena habrá un plato más de comida para ese niño con hambre.

Es sólo un ejemplo que citamos porque es un caso reciente de progreso donde la mediocridad se puso de manifiesto de forma masiva. Y a los gritos.

“Tienen que agrandar las calle no achicarlas”, “gasten la plata en cosas más importantes”, “quiénes son los genios que piensan estas locuras”, “hagan obras en los barrios más pobres no en el centro”, fueron algunos de los comentarios que se leyeron, repletos de ignorancia, en esa constante de la mediocridad, que es nivelar para abajo hasta llegar al “dilema africano”.

“No tienen voz sino eco”, decía Ingenieros. El problema es que siempre los mediocres son los que gritan más fuerte, los que se imponen en las discusiones, porque en la crítica está su razón de ser, son especialistas en calumniar, en insultar, en desprestigiar, porque son incapaces de inventar.

Las personas de acción, con ideas e ideales, que están siempre pensando y creando belleza, progreso, cambios, no deben escuchar al hombre mediocre, no deben sentirse afectados ni detener su marcha, sobre todo hoy que con las redes sociales opina cualquiera, a los gritos, sin tener la más pálida idea del tema que critica, ni siquiera cuando esa mirada mediocre proviene desde la propia dirigencia, política y empresaria.

Porque, para finalizar, como decía Giuseppe: “Nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal.”

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