Hasta el fin del mundo en una bicicleta “yapada”

Hasta el fin del mundo en una bicicleta “yapada”

Lucas Valdivieso, estudiante de arquitectura, emprendió un viaje de dos meses por los paisajes de montañas y desiertos de la Patagonia

DE OREJA A OREJA. Lucas destaca la belleza de San Martín de los Andes (Neuquén). gentileza fotos de lucas valdivieso DE OREJA A OREJA. Lucas destaca la belleza de San Martín de los Andes (Neuquén). gentileza fotos de lucas valdivieso
09 Febrero 2018

Asumir el reto de ir solo al fin del mundo es una experiencia que enriquece a cualquiera. Sobre todo si se hace pedaleando. Eso es lo que hizo Lucas Valdivieso, de 24 años, que confiesa que el viaje lo ayudó a superar miedos y, especialmente, le permitió conocer paisajes imponentes, costumbres distintas -en algunos casos, extrañas- de otros pueblos, comidas típicas (y novedosas para él) de cada lugar y, por supuesto, hacer nuevos amigos. Este tucumano aventurero recorrió la Argentina de norte a sur a bordo de una bicicleta “yapada”. La llama así porque le fue agregando accesorios que faciliten el viaje.

“La idea de ir pedaleando a Tierra del Fuego surgió hace cuatro años cuando me fui a Salta con un amigo, en bici también”, relató Lucas en entrevista con LA GACETA. Por falta de tiempo ese anhelo se postergó hasta octubre pasado.

Publicidad

A punto de terminar de cursar cuarto año de Arquitectura -en julio de 2017- ya estaba palpitando que tendría el segundo cuatrimestre libre por cuestiones de correlatividades entre materias (hasta marzo próximo que retomará sus clases). Ese fue el momento más oportuno para tomar una decisión con respecto a su deseo.

“Nunca lo planeé con demasiada anticipación. La idea era ir acompañado pero es muy difícil coincidir con otros que también estudian o trabajan, así que tomé coraje y decidí irme solo”, agregó. Y comenzó el entrenamiento, que se hizo intensivo durante agosto y septiembre.

Publicidad

Lucas intentaba intercambiar las actividades: un día subía en bicicleta el cerro hasta llegar a San Javier, a la mañana siguiente corría dos vueltas al parque 9 de Julio, y al otro día se iba pedaleando hasta El Cadillal. A veces llegaba hacer hasta 50 kilómetros diarios desde su casa en Villa 9 de Julio.

A pesar de que su familia y amigos no estaban de acuerdo con que arrancara esta aventura, una semana antes de la fecha de partida no tuvieron otra opción más que resignarse y desearle lo mejor, recordó.

Además, ya había equipado su bicicleta con las luces reglamentarias para no correr peligro en la ruta, el botiquín de primeros auxilios, porta paquetes (adelante y atrás). Lo que no pudo llevar fue un GPS que había comprado por internet pero se cansó de esperarlo y se fue sin él.

“Mientras más pasaban los días más entusiasmado me ponía. Recuerdo que las últimas palabras que escuché antes de irme fueron las de mi mamá (Pupi): ‘cuidate mucho por favor’ y me fui”, rememoró.

Salir a la ruta

La última noche en la capital tucumana se la dedicó a sus amigos con pizzas de entre medio. A la mañana siguiente, el 10 de octubre a las 8, Lucas se embarcó en un viaje de aproximadamente 4.500 kilómetros .

En el porta paquetes de adelante llevaba un colchón inflable, agua y una mochila con comida (frutas, cereales y huevos duros). En el de atrás acomodó un par de mudas de ropa, el botiquín y las herramientas justas y necesarias: cámara de repuesto, una cubierta, una carpa y una bolsa de dormir. Ató todo con elásticos de cámaras viejas y emprendió camino.

Con una hoja de ruta apenas resuelta seguía sus pasos cada día. El primer tramo -el sur de Tucumán- fue para él su prueba de fuego: “fue la única parte en la que sentí miedo de que me robaran o de que tuviera algún accidente. Cuando pasé, superé esos temores. Y el resto del recorrido -a pesar de algunas adversidades fue muy ameno”.

Pedaleó por Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz hasta llegar el 8 de diciembre a Tierra del Fuego.

No todo es color de rosa

Lucas vivió experiencias que -afirma- jamás olvidará. Por cada lugar que pasó se quedaba a dormir una o dos noches. Si le gustaba mucho eran dos días, de lo contrario, se marchaba al día siguiente. Se albergó en hostels, campings, casas de conocidos y hasta de viajeros que alojan otros viajeros (algo que descubrió en internet. Hasta llegó a dormir en una escuela que estaba totalmente vacía. “A veces los lugares en donde tenía que parar no eran grandes ciudades sino pueblos tétricos y sin vida”, confesó.

Las situaciones más “desesperantes” -añade- fueron los caminos de ripio, sobre todo cuando pedaleaba con el viento en contra, las pendientes en medio del desierto, la falta de suministros, el calor, el frío, los pinchazos, y todas las veces que se le rompió la cadena y debía hacer el recambio.

“Muchas veces pedalear por rutas desérticas era tan duro que me invadían las ganas de llorar, pero no me quedaba otra que aguantar hasta llegar a la siguiente parada. Cada kilómetro para mí era un logro que me acercaba a mi objetivo”, relató.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios