El tiempo de los nuevos hombres

Hoy tenemos la capacidad de destruir el planeta en un día. Hace apenas 50 años eso era imposible. Es más, al margen del brevísimo y aterrador lapso de tiempo que representa un día para semejante empresa, hoy tenemos el poder real para pulverizar el mundo, no importa en cuánto tiempo. Hace sólo medio siglo no había forma.

Hoy convivimos con esa terrible ansiedad, ese pánico invisible y constante, de que cada jornada puede ser la última y de que en cada puesta del sol debemos dar gracias por un día más transcurrido.

Publicidad

Son tantos los dictadores, emperadores, generales y dementes a lo largo de la historia que no hubieran dudado un segundo en desintegrar el planeta si hubiesen tenido las armas para hacerlo.

Hoy contamos con los medios. ¿Tenemos también los dementes? Claro que sí. Como también tenemos los genios, los justos y los ángeles para evitarlo. Veremos quién se impone en las próximas centurias.

Publicidad

Sin dudas el balance del Siglo XX puede resultarnos terrible, con el Holocausto a la cabeza de nuestras locuras, seguido por Hiroshima y Nagasaki, las masacres de Camboya, Vietnam, o los genocidios de Holodomor (Ucrania), Armenia, Ruanda y Bosnia o las masacres de los Kurdos, Herero y Namaqua, Rincón Bomba, Guatemala, Tlatelolco y la matanza de Ayacucho, entre otros desastres humanitarios. Calamidades mayores y aparte, las dos guerras mundiales.

Sin embargo, como la historia no puede analizarse fuera del contexto donde y cuando ocurrieron los hechos, es decir, no debe juzgarse el pasado desde los valores, fuerzas y conocimientos actuales, porque erraremos con la sentencia, podemos afirmar que el Siglo XX fue el más pacífico y civilizado entre todas las centurias transcurridas por el hombre.

Reduccionismos inoculados

Digresión aparte, con tristeza presenciamos los estragos históricos que está produciendo la grieta política en la Argentina, donde los jóvenes han sido inoculados con reduccionismos tan equivocados sobre nuestros acontecimientos históricos, sobre todo los de la última dictadura, al solo fin de ganar antes que entender.

Chicos que miden y juzgan con las varas actuales -muy altas en parámetros de libertades y derechos- palabras, acciones y reacciones de hace 40 años.

La izquierda y la derecha, el peronismo y el antiperonismo, o lo poco que queda de ellos, no se cansan de abusar de estos reduccionismos, que no sirven más que para un afiche, un pasacalle o una chicana, pero que en nada suman para comprender la historia, que en definitiva es lo único que ayuda a superarla. Y superación no es olvido, es evolución con aprendizaje.

Con los conocimientos actuales sería sencillo defender hoy a Galileo -y por lo mismo, poco valiente- en su enfrentamiento con la Inquisición católica.

Imaginemos que en el Siglo XV el príncipe Vlad Tepes de Valaquia (más conocido como Drácula) masacró a 100.000 personas, incluidos empalamientos a mujeres y niños sólo por diversión, en un principado que no llegaba a 500.000 habitantes.

Es como si hoy en Argentina se asesinara a nueve millones de personas en un año (1475). Claro que no podemos reducir la historia a una linealidad de esa magnitud. Sería un error enorme.

Afirma Umberto Eco que “no se puede juzgar un siglo, sobre todo algunos años antes de su fin, sin volver a colocarlo en la debida perspectiva histórica”.

Y se pregunta Eco qué hubiera respondido un geógrafo del Siglo XV si le hubiesen pedido una síntesis de su siglo en enero de 1490, o qué hubiésemos respondido nosotros si nos hubieran pedido un balance del Siglo XX un mes antes de la caída del Muro de Berlín y de la revolución rumana.

El filósofo italiano propone otra regla “de oro” a tener en cuenta en un análisis histórico: no se puede evaluar emocionalmente un siglo, y menos si estamos dentro de él, sin recurrir a comparaciones estadísticas.

El hambre en el almanaque

Un ejemplo pueden ser las cifras de las muertes por hambre en el mundo. Si nos causa horror la cantidad de personas que perdieron la vida por falta de alimento en el Siglo XX, entonces nos horrorizaríamos el doble con los números del Siglo XIX. Y más del doble con los del siglo anterior, y así hasta llegar a los orígenes de la humanidad, cuando la escasez de comida era la principal causa de muerte.

Había años en que el invierno era más crudo y largo que de costumbre y podía matar a casi toda una comunidad.

Sin miedo a equivocarnos podemos afirmar que el 90% de los cambios que ha producido la humanidad y que hoy nos resultan habituales, partes naturales de nuestra cotidianidad y que sin muchos de los cuales no podríamos subsistir, se han producido en los últimos 200 años, décadas más, décadas menos.

Si tenemos en cuenta que el hombre moderno (Homo Sapiens) tiene, cuanto mucho, 200.000 años, quiere decir que en el 0,1% del tiempo hemos cambiado las principales formas de nuestra existencia, maneras de coexistir que nos acompañaron durante el otro 99,9% de nuestra presencia en la Tierra.

Ciencia, medicina, tecnología, derechos sociales y políticos, transportes y comunicaciones son algunas de las áreas que, en valores históricos proporcionales, hace más de dos siglos prácticamente no existían como hoy las conocemos.

Menos hipócritas que otros

“Se puede juzgar un siglo por la distancia existente entre su sistema de valores y su práctica cotidiana. Como se sabe, la hipocresía permite establecer compromisos entre el reconocimiento teórico de los valores y su violación. Ahora bien, nuestro siglo tal vez haya sido menos hipócrita que los otros. Enunció reglas de convivencia; sin duda las violó, pero promovió y promueve procesos públicos contra esas violaciones”, escribió Eco en 1996.

Hasta hace poco más de 100 años un “ciudadano honesto” de occidente compraba y vendía personas como esclavos.

Podemos coincidir en que actualmente subsisten ciertas formas de esclavitud o de explotación, pero reciben el repudio de la gran mayoría de la opinión pública, una masiva condena mediática, y son prácticas ilegales en todos los países, más allá del efectivo cumplimiento de la ley.

“Intente tratar a golpes a un plomero que exige que se le pague y comprenderá que algo cambió en este siglo”, ejemplifica el semiólogo, autor de “Número Cero”, su última novela, escrita antes de morir.

Las fuerzas mayores

Vertiginoso es poco. El hombre se llevó puesto a sí mismo en demasiado poco tiempo.

En una salvaje síntesis podríamos resumir que son dos las principales causas de la mayor metamorfosis humana de todos los tiempos: la Revolución Industrial (el capitalismo) y las revoluciones sociales (el marxismo).

Ambas fuerzas motorizaron transformaciones de tal magnitud que pasamos en menos de 100 años del carruaje a pisar la Luna, de la esclavitud a los sindicatos, de una campesina embarazada por el dueño de la hacienda al feminismo y a mujeres presidentas, de la cocina a leña a la energía nuclear.

Otra forma de dimensionar la proporción del desquicio que produjo la raza humana en tan breve lapso es que el hombre se trasladó caminando durante 200.000 años.

Recién hace 3.000 a 4.000 años domesticó al caballo. Más o menos en esa época inventó la rueda y poco después las carretas, carruajes, sulkys, diligencias. Y no fue hasta el último siglo y medio cuando inventó el auto, el avión y las naves espaciales.

Si todo esto ocurriera en un día, estuvimos caminando durante 24 horas, andamos a caballo y en carreta desde hace 15 minutos, y manejamos un auto hace menos de un minuto.

¿Comprenden los líderes?

Pocas personas están en condiciones de tomar real conciencia del volcán sobre el que está parada la humanidad.

Podrá no comprenderlo el ama de casa preocupada por la libreta del almacén, el estudiante asustado por el examen o el obrero que no llega a fin de mes. El profesor que quiere cambiar el auto o el empleado de comercio obsesionado con lograr que sus hijos vayan a la universidad.

No obstante, no hay decisiones clave en su poder. Lo grave es cuando los líderes, los dirigentes, los empresarios, las personas que toman grandes decisiones o rigen los destinos de miles o millones de personas, no entienden la magnitud de los cambios que se están produciendo, literalmente, a la velocidad de la luz.

Veamos un ejemplo sencillo, mundano y próximo a nosotros: ¿Comprenderá el intendente Germán Alfaro que la cuadrícula y la organización de la ciudad que administra fue diseñada cuando no existían los automóviles? Y que lo único que ha cambiado en poco más de un siglo es que donde antes había tierra, luego hubo adoquines y ahora hay asfalto; que por las mismas arterias por donde hasta hace poco circulaban tres carretas ahora hay 100 autos y que, donde se pensó vivirían 100.000 habitantes hoy hay un millón de personas.

Tal como está y con la velocidad que se están generando las transformaciones, ¿imaginan esta misma ciudad dentro de 50 años? Directo al desastre, sin duda, como otras miles de ciudades en el mundo que sólo han podido ir parchando un presente que cambia frenéticamente, más rápido que las mentes de quienes las conducen.

Sólo una minoría de las metrópolis en el mundo está pudiendo enfrentar el caos, limitando los autos particulares, mejorando el transporte público, incrementando las peatonales y propiciando el uso de bicicletas.

Lo mismo con los servicios públicos, la seguridad o los espacios verdes, yendo por delante del desarrollo urbano, no por detrás, o muy por detrás, como ocurre en Tucumán.

Todo implosiona

Lo que está pasando con las ciudades es sólo un ejemplo. Idénticos desafíos y transmutaciones no programadas afrontan los núcleos sociales (familias, parroquias, clubes, escuelas), los partidos políticos, representaciones que tienden a desaparecer, los programas educativos, los medios de comunicación y la manera en que la gente se comunica, las tecnologías, los sistemas de producción y todas las formas de vida hasta ahora conocidas.

La última generación de la cultura enciclopédica (mayores de 40) está en vías de extinción. Líderes analógicos que todavía y por algunos años más conducirán este mundo digital, aún sin terminar de comprenderlo.

Las nuevas generaciones son cada vez más específicas y a la vez globales, algo que es chino para los mayores. Estos jóvenes no comprenden el ecosistema analógico, ni al Siglo XX, ni a las revoluciones, más allá de un grafiti o de una remera, ni todo el “desastre” que sus abuelos hicieron en menos de 200 años.

“Desastre” que ha mejorado a la humanidad como nunca antes en la historia, pero que corre el riesgo de volar en pedazos si las nuevas generaciones menos contaminadas no empiezan a hacerse cargo.

Ojalá ocurra pronto y el mundo empiece a andar más en bicicleta y menos en auto.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios