La sorpresa de la entrada

La sorpresa de la entrada

Por Pedro León Cornet

17 Febrero 2012
La sorpresa era casi una consecuencia inevitable de la aventura. No solamente la aventura de vivir, que por esos tiempos comprendía a la mayoría de los hombres. Se trataba -esta vez- de la puntual y jubilosa aventura emprendida unos meses antes. Clara y definida. Con todos los ingredientes que constituían un desafío a la bravura, a la intrepidez, a la juventud viril y decidida que los empujaba imperiosamente hacia ella.

Pero lo que ahora los compungía en la sorprendente vivencia era la contemplación, casi súbita, de este paisaje, que iba más allá de lo que jamás sospecharon.

Muchas noches, cuando los hombres, hambrientos y cansados compartían las fogatas que apenas los resguardaban del frío o del viento tenaz, hablaron de esto. Pero las imaginativas palabras nunca alcanzaban. Más bien abrían cielos insospechados, intrigaban y movían, muy dentro, a un profundo afán de consumar la realidad de tantas fantasías.

En los sueños, recurrentes se entrecruzaban lejanos recuerdos familiares de las praderas y los ríos, los pequeños valles, las sencillas casas aldeanas, las cumbres nevadas e inaccesibles. Pero eran sólo sueños de lugares ya perdidos en la memoria.

Lo curioso era que este nuevo paisaje estaba impregnado de verde, de un verde tan intenso y maravilloso que solamente podía ser fruto de la fantástica urdimbre de los sueños.

Esto, porque en aquellas lejanas aldeas, en las serranías rocosas, o en los campos arduos de la infancia, nunca habían visto este verde mágico, deslumbrante y festivo que ahora los llenaba de sorpresa.

Los hombres se miraban entre ellos, cuchicheaban, deslizaban inoportunas alabanzas o bendiciones. Alguno recordó que a eso venían: en la búsqueda de esta tierra prometida. En sus mentes sometidas a los rigores de tantas jornadas penosas bajo ardientes soles, sofocados por el sopor de las alturas, desvelados de fríos en largas noches, o incluso afrontando altos ventisqueros, poco lugar quedaba para acomodar la nueva realidad.

Esta sorpresa los estaba superando.

Se corrieron velozmente voces de mando: a desmontar, a juntarse. El cura sacó de entre sus alforjas un breviario, y de pie ante los hombres arrodillados, bendijo y leyó unos párrafos que sonaron incomprensibles, por los latines y el tono bajo de su voz. El jefe y sus próximos, el cura y algunos guías, convocaron a los lenguaraces.

La pequeña reunión se realizaba al pie de los cerros que casi de juntaban en sus bases, por donde corría un transparente curso de agua, esta vez hacia el sur.

Esta otra curiosidad no dejó de llamarles la atención. La brújula no mentía. Hasta allí, todas las corrientes de agua, pequeñas, claras y ligeras, corrían hacia el norte, como regresando al origen del prolongado viaje del conjunto.

Los jefes, a pie, señalaban en distintas direcciones, interrogando a los lenguaraces. Al fondo del paisaje se perfilaba un cerro casi triangular, perfecto, como telón de fondo de tan profundo sitio. A ambos lados, naciente y poniente, se extendían altas cumbres, parejas, límpidas, verdes en sus laderas. Las miradas seguían el curso del río, y, hacia el centro del valle, un cerro menor, redondeado y bajo. Pero todo impregnado de ese verde incomparable. Los altos pastos, que llegaban a la panza de las cabalgaduras, las laderas como pintadas con el mejor pincel.

En las márgenes del naciente se alcanzaban a ver algunos montes de un verde más oscuro, de árboles parejos y tupidos.

El aire, purísimo, traía el perfume de las flores y las plantas, y una brisa tenue alentaba a aspirar profundamente en la mañana primaveral de noviembre.

Todo parecía perfecto. La contemplación desde la altura del abra hacia el sur, inspiraba promisorias certidumbres.

El valle parecía solitario, libre, con las aves como únicas dueñas de tanto espacio y tanta fresca hierba. No se veía población alguna. Nada se correspondía con el reino del que tanto hablaron en el Perú.

¿Eran estas tierras, que ahora hollaban, las mismas que, rodeadas por una nube de leyendas, fundaban aquel reino que comenzaba al final del vasto imperio?

Pero estos hombres, que llevaban seis meses de dura trayectoria y mil anhelos en sus pechos, se agitaban prestos a internarse en ella, más allá de la sorpresa y del enorme interrogante que esta vastedad les deparaba.

Los jefes ordenaron montar nuevamente. Reconfortados por la visión conmovedora del valle, se sintieron, por fin, compensados con el aliento del verdor, listos a descender a su hondura para emprender el fin de la larga travesía.

Nadie sospechaba que aun faltarían años para que la aventura concluyera. Ninguno imaginó en esos felices momentos, en aquella diáfana mañana de noviembre, que las verdaderas penurias recién comenzaban.

El remanso anímico del confortable valle duraría solamente lo que demorasen en atravesarlo. El feroz verano y los montes espinudos, las flechas y los entreveros los esperaban más allá de este verde preámbulo, ajeno a las penosas realidades del mundo desconocido que transitaban.

Don Diego volvió la cara a la tropa, ya montada, y con su potente voz anunció: "¡Hombres de España! ¡En nombre del Rey y por la gracia de Dios, hoy entramos al reino del Tucma!"

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