Espionaje y literatura
28 Abril 2024

Por Juan Ángel Cabaleiro

Para LA GACETA - TUCUMÁN

Las novelas de espionaje tuvieron su apogeo con la guerra fría, que fue, precisamente, una guerra de espías. El espía tiene la misión de infiltrarse en territorio enemigo y obtener información valiosa que luego aprovechará en beneficio propio, intentando que nadie advierta la jugada. Y fingirá un fracaso, incluso, para continuar impune tras cada operación. ¿Cómo lo consiguen?

En Madrid, por ejemplo, hay una «Tienda del espía» que vende todo tipo de artilugios del oficio, en especial aparatos electrónicos camuflados para escuchar, ver y grabar a otros sin que se enteren. Existe infinidad de técnicas relacionadas con la práctica del espionaje, y una multitud de manuales al efecto, algunos de los cuales (no precisamente los peores) guardo celosamente en mi biblioteca. Recuerdo mi primer acercamiento al mundo del espionaje, de niño, leyendo revistas donde la Continental School promocionaba su curso de detective privado por correspondencia. Se trataba de un curso bastante serio y profesional, contra lo que pudiera pensarse, más aún para alguien como yo, que no tendría más de 12 o 13 años por aquel entonces. El curso cambió por completo mis perspectivas mentales y gracias a él conseguí imbuirme de la personalidad de un verdadero espía, que conservo hasta el presente. Y fue el espionaje, a través de las novelas de espionaje, lo que me abrió las puertas de un mundo nuevo y desconocido para mí: el mundo de la literatura.

Una noche, paseando por el barrio de La Latina, en Madrid, me crucé con el escritor Javier Marías, a quien no había leído en absoluto, pero que reconocía como a uno de los grandes. Javier Marías, ni más ni menos, el escritor selecto tan bien considerado por la crítica y por sus pares. Iba solo, fumando distraídamente. Comencé a seguirlo. Aquella fue una noche teñida de irrealidad, como lo serían las semanas y los meses siguientes.

Fue entonces cuando mis dos pasiones (el espionaje y la literatura de espionaje) se encontraron para siempre. Javier Marías no escribía novelas del género, pero era un buen escritor y era, a fin de cuentas, lo que tenía a mano en ese momento. A las pocas cuadras lo vi meterse entre la bruma de la Plaza de la Villa y entrar en un portal. Era invierno y unos pocos faroles amarillentos iluminaban la escena. Minutos después se encendió la luz del segundo piso y yo ya sabía cuál era la dirección exacta de Javier Marías. Me quedé allí, apostado a la espera de que algo más ocurriera. Y ocurrió. Cerca de medianoche lo vi aparecer nuevamente en el portal. Fumaba en pipa y llevaba una especie de gabardina larga, de las que usan los espías, como si pretendiera burlarse de mí o provocarme. Entonces comenzó a moverse y noté que llevaba un paquete en la mano. Caminó hasta la calle Mayor y metió el paquete en un contenedor de cartón y papel reciclado. Luego regresó a su departamento y lo perdí de vista. Con el frío y la neblina, salvo la estatua en bronce de don Álvaro de Bazán, no había testigos a la vista en ese momento. Era mi oportunidad, así que fui hasta el contenedor y retiré el paquete, que era en realidad una bolsa de El Corte Inglés llena de papeles arrugados o rotos. Una hora más tarde, en mi departamento, me dediqué a analizar todo ese contenido.

No me avergüenza decirlo, porque no se trata de ninguna acción ilegal, pero en los días siguientes varias veces se repitió casi idéntica la misma escena: Marías era un hombre rutinario, metódico, muy fumador, de hábitos solitarios y rostro poco agraciado que reflejaba el desengaño y la fatiga del éxito. Reciclaba mucho, al parecer. Y escribía todo a máquina, con una Olympia Carrera de Luxe, eléctrica, según comprobé en uno de mis manuales. Durante un período de casi seis meses me dediqué a acecharlo, a recuperar sus paquetes del contenedor, a clasificar y acumular los deshechos de su literatura.

Así pude conocer las múltiples facetas de su intimidad, todas las almas del gran escritor, su corazón tan puro y hasta los enamoramientos y desilusiones de un hombre sentimental y noble como Javier Marías. A veces, en mitad de la noche, pensaba si al ver su rostro al día siguiente tendría el valor de hurtarle un trozo más de su genio sin que el remordimiento cargue sobre mi espalda su mancha negra y ominosa. Pero el tiempo lo borra o lo confunde todo, y lo que empieza como malo, termina como provechoso, y yo lo que quería era sacar provecho de su talento para escribir mi propia novela de espionaje. No lo conseguí.

Había de todo entre aquellos deshechos, pero en especial los borradores de sus columnas de El País, que planificaba al detalle. Yo iba acomodando sobre mi escritorio, en el piso, o pegada con cinta en las paredes, cada noche una clase magistral de escritura que no me servía para nada, porque no había rastros de ninguna novela. Solo ideas sueltas o desechadas, y embriones de artículos cuya versión acabada y final conocía recién los domingos desayunando en el bar, cuando manoteaba el periódico de alguna mesa y leía por fin la columna y terminaba de comprender el mecanismo de su construcción.

Una lástima. Me hubiese gustado que Marías fuese un escritor de novelas de espías, y encontrar allí las claves del género, bocetos, esquemas, ideas de cómo ir armando una novela de ese tipo, pero apenas había multitud de papeles que quedaban muy lejos de mis intereses. Decidí olvidarme y destruir definitivamente todo aquello, tal como indican los procedimientos: no fuera a caer en manos de algún inescrupuloso todo ese invalorable material.

© LA GACETA

Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.

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