Una Justicia para ricos

Ser pobre en Tucumán implica padecer restricciones de justicia, además de las consabidas carencias materiales. Esta necesidad jurídica insatisfecha, tan básica como la alimentación, se asienta sobre la “inanición” de dos instituciones: la Justicia de Paz y el -fantasmagórico- Ministerio Público de la Defensa. Ambos órganos han sido relegados a la condición de últimos orejones del tarro por los mismos gestores estatales que se presentan como protectores de los humildes. Y en circunstancias en las que aumentan la marginalidad y la inseguridad, cada vez son más los que, por falta de recursos, se quedan fuera de los Tribunales para desgracia propia y colectiva, puesto que el conflicto que no logra ser resuelto por vías civilizadas termina -casi siempre- en una espiral de violencia.

La Justicia de Paz, que debe extender el brazo del Derecho en la zona rural, y la Defensa Pública, que tiene que litigar por quienes no pueden pagar un abogado particular, “sufren” las imposibilidades y desigualdades que definen la pobreza: son entes parecidos a sus destinatarios. Así como unos no poseen casas dignas o se ven obligados a hacinarse, otros funcionan en sucuchos, cuando no en los espacios más insalubres e insólitos: ex sanatorios, cocinas, comisarías… El inventario de estrecheces edilicias incluye defensorías sin teléfono fijo ni sanitarios en condiciones, o juzgados de Paz que perdieron el techo o cuyas estructuras peligran por la ausencia de mantenimiento. En líneas generales y salvo excepciones, pareciera que las comodidades están vedadas para la Justicia que recibe a los pobres, como si las capas más bajas de la sociedad estuviesen destinadas al amontonamiento, la dejadez y la precariedad.

Las limitaciones físicas y materiales hacen juego con la escasez de jueces de Paz y de defensores oficiales. En el Poder Judicial, los necesitados “necesitan”, en especial, interlocutores y voceros. “Son seres invisibles e inaudibles”, dice un príncipe del foro. La proliferación de vacancias de la Justicia de Paz, que ya afecta al 30% de las oficinas, implica un punto crítico para una institución que viene en caída libre desde hace décadas y que, pese a que dos leyes abrazaron el modelo letrado, sigue aferrada al esquema lego: es decir, a un atraso superado en casi todo el país. “¿Por qué un vecino de Rumi Punco (La Cocha) debe divorciarse en los Tribunales de Concepción?”, se pregunta un abogado conocedor del paño. La respuesta es que, a esta altura del partido, esa forma de bloquear el acceso a la justicia sólo puede ser explicada por la insensibilidad y el desinterés de las autoridades.

Así como se demora desde hace cinco años para nombrar jueces de Paz letrados o no, el Poder Ejecutivo se resiste a designar el ministro público de la Defensa, tarea que ejerce quien debiera ser controlado por este, el jefe de los fiscales Edmundo Jiménez. Curiosamente, ambas decisiones sólo dependen de la voluntad del gobernador: se trata de territorios exentos de los concursos que garantizan la idoneidad y la igualdad de oportunidades. Aún con esta discrecionalidad, los nombramientos son dilatados como si fuesen nimiedades. Pero en el Poder Judicial nadie se explica cómo funcionará el Código Procesal Penal sancionado en 2016, que proclama la igualdad de armas entre defensores y fiscales, sin una de las patas del sistema. La decisión de mantener descabezado el Ministerio de la Defensa reflejaría, para algunos observadores, la intención de impedir la transformación de la Justicia penal que promete el nuevo régimen cuya entrada en vigencia fue pospuesta dos veces. Sería un ataque a la posibilidad de transparentar y profesionalizar la órbita encargada de perseguir el delito, o sea, un ataque a la paz social.

La pauperización de la Defensa Pública no sólo está ligada a la ausencia de testa: el Poder Ejecutivo también le impide crecer hacia abajo. Sucede que, en una demostración de que “gobernar es prorrogar”, Manzur “se olvidó” de numerar y publicar la ley sancionada en diciembre que había creado siete defensorías oficiales más. Esta inactividad bloquea la cobertura de despachos adicionales para asistir a los ciudadanos carenciados con conflictos civiles, laborales y penales. Huelga decir que estas unidades podrían desahogar una infraestructura colapsada, que está muy lejos de dar una respuesta veloz y de calidad, y que, en definitiva, depende de la actitud, el compromiso y el voluntarismo del personal. Tan llamativo como que haya normas que no puedan ser aplicadas por falta de número y de publicación es que haya legisladores, en este caso los oficialistas Marcelo Caponio y Ángela Aída Jiménez, que acepten sin mosquearse que sus iniciativas terminen abortadas por desinteligencias burocráticas del Poder Ejecutivo.

Mientras tanto los más vulnerables enfrentan toda clase de obstáculos para ingresar en el Poder Judicial. Una de esas barreras es netamente económica: la Corte Suprema de Justicia de Tucumán estableció hace cuatro años que el beneficio para litigar sin gastos sólo puede ser otorgado al ciudadano con ingresos mensuales de hasta $ 8.000 y bienes cuya valuación no supere los $ 120.000. Los vocales no actualizaron la Acordada 280/14 pese a que el salario mínimo fue llevado a $ 12.500: en los hechos, esto significa que quedan excluidos del beneficio los jubilados que cobran el haber más bajo ($ 8.637). Ese umbral implica que, salvo que los jueces se compadezcan, sólo quienes están en la indigencia tienen derecho a la gratuidad. ¿Qué sucede con las franjas amplias de la población que apenas pueden pagar la canasta básica? “No interesan. Nadie se preocupa por la defensa de los pobres”, opina un abogado especializado en lidiar con ese drama. La filósofa española Adela Cortina diría que esta es una manifestación de la “aporofobia”, el neologismo que inventó para denominar la aversión contemporánea a los desfavorecidos, repugnancia que está en la médula de un fenómeno que podría ser denominado “la Justicia para ricos”.

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