La conducta ciudadana durante los días de lluvia

La conducta ciudadana durante los días de lluvia

Con mucha -y por demás justificada- frecuencia, la lluvia constituye un tema significativo para este comentario. Así, deploramos las calles y los barrios anegados, al igual que la sabida insuficiencia de los desagües para canalizar las correntadas, reclamando que se tomen las medidas que aparecen como necesarias en tales aspectos. Pero hay otras cuestiones, vinculadas también con las cataratas que se precipitan desde el cielo, que igualmente merecen mentarse, y por cierto de modo crítico.

Como muchos aconteceres de la vida, la lluvia sirve para sacar a flote expresiones de la conducta humana que poco tienen de loables. Es algo que puede ilustrarse con no pocos ejemplos, todos a la vista de cualquiera.

Por ejemplo, ese conductor de algún vehículo que circula a toda marcha casi rozando la vereda, sin importarle que el agua fangosa que despliega impacte sobre la vestimenta de quienes transitan a pie. Tenemos entendido que existe una ordenanza que sanciona al automovilista que así procede; pero pensamos que no se la aplica, vista la forma en que es ignorada claramente a diario.

Otro caso conocido es el de los vecinos que aprovechan el torrente que ha invadido calzada y vereda de frente a sus domicilios, para arrojar allí la basura que estaba aguardando al camión recolector. Obviamente, no les importa que semejante procedimiento no sólo coopere a la antihigiene de la vía pública, sino que también contribuya a taponar los de por sí insuficientes conductos de desagüe con que cuenta nuestra ciudad.

La lluvia sirve asimismo para mostrar un dañoso recurso de desagote del que se sirven muchos particulares y propietarios de casas de comercio, tanto en el centro como los barrios de la capital. Quien camina un día de lluvia por la vereda, se ve sometido, cada tanto, a que lo empape el imprevisto chorro que surge de un caño que desemboca sobre sus pies. No sabemos que estén autorizados por la Municipalidad estos conductos: pero, al parecer, no se le da importancia, ya que su boca aparece visible.

No existe desamparo más grande que el que sufre el transeúnte cuando la lluvia lo ha sorprendido en la calle, después del cierre de los comercios. Es patético ver a gente de avanzada edad, o a discapacitados, o a mujeres cargando hijos y paquetes, refugiados en alguna recova haciendo infructuosas señales a los taxis que pasan raudamente.

Como se sabe, estos vehículos, que colman las paradas en las horas normales, desaparecen ni bien cae una gota de agua. Puede argumentarse, sin duda, que desaparecen porque su clientela se torna inmediatamente por demás numerosa; o porque no quieren arriesgar la integridad de sus autos ingresando a arterias o barrios anegados. Pero ninguno de los que pasan libres se detienen a preguntar, a quien les hace señas angustiosas, cuál es el destino al que quisieran llegar, ya que tal vez no existan demasiados inconvenientes hacia ese rumbo.

En suma, se percibe la falta de una actitud ciudadana que haga siquiera un intento por mitigar los perjuicios que causa, a la ciudad o a los peatones, el hecho del aguacero. Es evidente que algunas de estas inconductas pueden ser corregidas por una diligente acción de contralor municipal. Claro que otras, en cambio, tienen que ver con esa solidaridad hacia el prójimo que sale únicamente del fondo del corazón humano. Sobre ella, el Estado no tiene ninguna posibilidad de influir.

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