Los agujeros negros de la violencia

Los agujeros negros de la violencia

El concepto de vida está unido a las nociones de experiencia y narración. Si la vida humana remite a sus inscripciones sociales y simbólicas, la “vida desnuda”, según Giorgio Agamben, indica la instancia en que esas marcas quedan suspendidas, donde la legibilidad social de un cuerpo se interrumpe, y donde emerge esa suerte de residuo que es la vida “meramente” orgánica, en un límite ambivalente con lo animal. Vidas precarias, dice Judith Butler; vidas desperdiciadas, escribe Zigmunt Bauman

RINCONES DE LOS MUERTOS. Ayacucho, en Perú, y Ciudad Juárez, en México, son paisajes atravesados por la violencia. reuters RINCONES DE LOS MUERTOS. Ayacucho, en Perú, y Ciudad Juárez, en México, son paisajes atravesados por la violencia. reuters
04 Diciembre 2016

Por Carmen Perilli - Para LA GACETA - Tucumán

Los escritores latinoamericanos del siglo XXI insisten en la condición monstruosa de paisajes atravesados por violencias, poblados de “vidas desnudas”. Ya no se trata del Macondo de García Márquez y su conciencia amena del subdesarrollo, sino de la Comala de Juan Rulfo, donde sólo se escuchan los murmullos de los muertos. Entre esos lugares-límites quiero destacar dos: Ayacucho en el Perú y Ciudad Juárez en México.

En Perú, Ayacucho es, como su nombre lo indica, “el rincón de los muertos”, donde las fosas contienen cuerpos silenciados y ajenos a una guerra ajena e incomprensible, la que inició Sendero Luminoso. Santiago Roncagliolo en Abril Rojo escribe “La pampa transmitía la música de la muerte” (68); “Se quedan gritando para siempre” . Tanto militares como civiles sienten el peso de los fantasmas que los conduce a la locura o a la muerte- “la memoria de los años 80 era como la tierra silenciosa de los cementerios. La única que todos comparten, la única de la que nadie habla”. El personaje de La hora azul, de Alonso Cueto ingresa en ese otro lado de lo real donde parece que”el mundo se hubiera invertido”, donde vivos y muertos siguen formando parte de una misma familia. En Un lugar llamado Oreja de Perro, de Iván Thays, la historia trágica del periodista se duplica en otras historias que tienen como denominador común la violencia y la muerte, la culpa y la memoria. “Concluí que o bien los espectros nos imitaban con oscuro sentido del humor, o bien esos fantasmas no eran sino… las demoradas estelas que dejaban nuestros cuerpos en forma paralela”. Ayacucho es la metáfora de un Perú que puede ser “un gigantesco y ominoso animal antediluviano”, según Alfredo Pita.

En México está Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos: se ha convertido en una verdadera topografía del horror. Así lo retratan tanto Sergio González Rodríguez en Huesos en el desierto como Diana Washington en Cosecha de mujeres. El texto paradigmático de ese desierto que es cementerio de mujeres asesinadas es 2666 de Roberto Bolaño quien construye un mapa de cuerpos, una topografía del horror, reescribe ese espacio agónico en el que aparecen las 110 mujeres asesinadas. Las explicaciones son varias: el narcotráfico, el trabajo esclavo, las sectas satánicas, la misoginia, etc. Los crímenes escriben un macabro texto que suspende toda distinción absoluta entre la vida y la muerte, y lo hace contando en el doble sentido de narrar y contabilizar la aparición de esos cadáveres desfigurados sobre unas calles “totalmente oscuras, similares a agujeros negros…”. Esos “agujeros negros” donde desemboca toda la violencia del siglo XX. 2666 pulsa la frontera de lo humano y su vínculo con el mal.

Los dos espacios Ayacucho y Ciudad Juárez son metáforas de un continente atravesado por la violencia política y social donde la vida, como en la canción “no vale nada”. De ahí que resulte ilustrativa la novela del colombiano Evelio Rosero, Los ejércitos, en la que un pueblo ficticio, San José, es víctima, de todos los bandos. Juan Gabriel Vázquez se pregunta por la forma de esas ruinas y comprende que “nuestras violencias no son solamente las que nos tocaron en vida, sino también las otras, las que vienen de antes, porque todas están ligadas, aunque no sean visibles los hilos que las unen”.

La literatura refuta la afirmación de Theodor Adorno: “Escribir un poema después de Auschwitz es bárbaro/forma parte de la barbarie”. En realidad la literatura y el arte intentan transformar los gritos en palabras, reponer las vidas de los muertos, pasar del “no me acuerdo” al “no me olvido” y responder a la pregunta de la poeta Arminé Arjona: “¿quién da alas a las balas?”.

© LA GACETA

Carmen Perilli - Profesora de la UNT, investigadora del Conicet.

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